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Tema uno, tema dos

Abandonar un libro

¿Qué ocurre cuando un libro no nos "engancha"? ¿Qué hacer? Sobre "el caso fatídico del lector que no consigue completar la lectura de un libro, aun cuando aprecia que es bueno", reflexiona el autor de Cuerpo a tierra. El disfrute literario y el esfuerzo, en esta columna.

Por Martín Kohan.

 

En efecto, el caso fatídico del lector que no consigue completar la lectura de un libro, aun cuando aprecia que es bueno, nos preocupa y nos interpela. No se trata, como queda dicho, del que abandona un libro por hallarlo deficiente, en cuyo caso se podría comprender que deserte, en el entendimiento de que la vida es corta y los libros son demasiados, y no habría en consecuencia razones para perder el tiempo con un texto que es fallido desde el vamos y no augura repunte cierto. No se trata de este caso, insisto, que podría eventualmente entenderse, sino de otro: del que lee un libro y lo halla bueno, bien escrito y bien compuesto, sea cual sea el criterio con que dirime lo uno y lo otro, y no obstante, por eso mismo, porque le plantea en tanto que bueno exigencias de lectura, porque justamente por ser logrado desborda la expectativa del mero entretenimiento, lo deja. Lo deja: no consigue terminarlo. La exigencia de lectura que tantos buenos libros plantean le resulta demasiada. Y entonces tiene que abandonar.
Suele echarle la culpa de eso al libro y, por extensión, al autor: que no lograron “engancharlo”. Así reacciona y así farfulla, con tal de no interrogarse sobre su propia condición de lector, sobre sus propios presupuestos literarios, sobre su premisa indemostrada de que el placer y el esfuerzo intelectual están disociados, sobre su pretensión de que el propio texto lo lleve, de la mano como quien dice, como a un perezoso mental o un inválido, casi de un tirón hasta el final, sin tener que hacer él, como lector, nada de nada, apenas dejarse llevar, hacerse entretener y listo, tan pasivo y tan haragán como los peores televidentes, los de Adorno o Guy Debord.
A aquellos que nos dedicamos a la docencia en literatura, este asunto del no leer, a la vez que nos aflige, nos plantea un desafío. Evoco a la distancia, no sin nostalgia, los años en los que trabajé como profesor de literatura en colegios secundarios. El debate estaba, como suele decirse, a la orden del día: ¿qué libros darles a leer a los estudiantes? Una tendencia notoria recomendaba procurarles textos sencillos, accesibles, llanos de toda llaneza, que tuviesen que ver con ellos: con sus códigos y con sus mundos; libros simplones que nos les plantearan mayores dificultades, para asegurarse (asegurarse es un decir) de que los leerían enteros. Los libros y los autores que respondían a tales requisitos están ya, desde hace mucho, completamente olvidados, y aquellos que los recomendaban sabían perfectamente bien que no tenían otro destino que ese, que eran por completo olvidables, que tenían poco valor. La disputa, porque la había, no era si esos libros eran buenos o eran malos; era si debíamos plegarnos o debíamos resistirnos a dar en clase libros que considerábamos malos, con tal de que los “chicos” leyeran, con tal de que se “engancharan”.
La otra tesitura, y se notará a cuál yo adhería, trataba de zafarse de tamaña resignación. Lejos de subestimar así a los estudiantes, en una combinación singular de demagogia y desprecio, primaba aquí la confianza en la capacidad que los estudiantes tenían para afrontar textos complejos, o bien, llegado el caso, asumía como un deber de la propia labor docente el propiciar esa capacidad, estimularla o conformarla, alentarla o promoverla. Lejos del gesto elitista de quedarnos para nosotros los libros mejores, pero arduos, y dejarles a los estudiantes, como sobras de un banquete mezquino, los libros flojos pero facilongos que podían leer sin mayor rigor de compenetración y discernimiento, se planteaba aquí la exigencia de poner a los estudiantes a la altura de la literatura que considerábamos más valiosa. Había que apartarlos para eso de la postura despótica, pero cómoda y autoindulgente, de quienes exigen a los libros que los diviertan y listo, como lo haría un monarca desganado y sonso con su corte de bufones. Y que, pasados un minuto o dos, si la cosa no funciona, los expulsa o los hace decapitar.
Hay disfrutes literarios a los que se accede por medio de cierto esfuerzo (y el esfuerzo es el garante de ese placer, no su estorbo ni su escollo). Era esa competencia de lectura la que había que alcanzar, en vez de limitarse a ratificar la incompetencia de lectura que ya existía, porque no era otra la manera en que nosotros mismos nos concebíamos y nos formábamos como lectores. Que los estudiantes pudieran leer esos libros que teníamos por muy buenos, pero no eran fáciles; que pudieran leerlos y llegar hasta el final, en vez de desertar a la mitad por falta de preparación para la lectura. Era eso lo que nos proponíamos. Muchas veces lo conseguíamos, y era de todos la felicidad. Otras veces no resultaba, y era una pena.

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