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El lector es un cazador solitario

Cinco historias de búsqueda

¿Hasta dónde puede llegar un lector cuando está decidido a encontrarse con un título? Bob Chow, Inés Garland, Antonio Ortuño, Facundo Gerez y Vlady Kociancich comparten sus anécdotas.

¿Salir a cazar pokemones? Por qué no. Pero también se puede salir en busca de libros. Cinco escritores nos cuentan historias de rastreo enardecido en la semana del día del lector, que en Argentina se celebra en el día de cumpleaños de Borges.

Libros difíciles de conseguir, libros prestados y jamás devueltos, libros pedidos, traficados, agotados, perdidos, inhallables. ¿Hasta dónde puede llegar un lector cuando está decidido a encontrarse con un título? Bob Chow, Inés Garland, Antonio Ortuño, Facundo Gerez y Vlady Kociancich comparten sus anécdotas en librerías de viejo, bibliotecas, Mercado Libre y ferias.

 

Bob Chow

Luchas, victorias y derrotas de Lothar Rendulic. Me llamaron la atención algunas frases que juzgué poéticas, por ej. “Lucha cuerpo a cuerpo a la luz de las casas incendiadas” o “Primeras nieves en las llanuras de Rusia Blanca”, con todo lo que significaron esas nieves para los nazis. Intenté en un sitio nacionalista local y en el momento en que sugerí encontrarnos en tal lado, se echaron atrás, sospechando algo. ¿Qué? Insistí con un particular por Mercado Libre, quien me hizo un pequeño interrogatorio. Dejé el dinero en el buzón de una casa abandonada y retiré el libro dentro del hueco de un ombú (en una plaza cerca). El libro resultó ser aburrido y ¡ni siquiera encontré esas frases poéticas!

 

Antonio Ortuño

Por ahí de 1999 me lancé a las calles a buscar la Autobiografía de Chesterton, luego de leer una vieja reseña de Borges que la ponía por las nubes (con matices: decía que era, sí, “su libro más alto, pero porque lo sostienen los otros”). La encontré al primer intento, en una librería de viejo de Guadalajara, mi ciudad. Era una polvorienta edición de Austral Argentina de los años cuarenta, con un sello en la portadilla que informaba que había pertenecido a la biblioteca de la Universidad Femenina (de donde, hemos de suponer, fue hurtada años antes de llegar al estante donde di con ella, como parte del lote donado por los herederos de “una muertita”, según confesó el dependiente). 

Leí el libro y, claro, me entusiasmé. Pero soy un cursi y creo en el destino. A los pocos días, Héctor J. Ayala, ensayista mexicano que por entonces residía en Madrid, publicó un artículo en el que se quejaba, con cierta amargura, de haber estado a punto de adquirir esa misma edición de la Autobiografía en varias ocasiones. Debido a causas impredecibles y funestas (incendios, enfermedades, ruina) no lo había conseguido. Soy, lo repito, un cursi: envié de inmediato un mensaje a Ayala y le pedí su dirección postal. Así fue como mi ejemplar tapatío viajó a España para nunca más volver a mis manos. 

Ingenuo, pensé que sería cosa de salir a la calle y volver a topar con el Chesterton dichoso. Nada más equivocado. Nunca más he dado con él, a lo largo de pesquisas que han alcanzado ciudades como el DF, Bogotá, Lima, Buenos Aires, Madrid y Barcelona. Tuve que conformarme con la moderna traducción publicada por el sello El acantilado, que, lo siento, no tiene el mismo sabor caduco y fascinante de su antecesora. 

Voy a reconocer algo, al final: Ayala, el principal beneficiado por todo esto, es un gran tipo. Quiso recompensar mi gesto y, a vuelta de correo, envió un paquete con algunos libros españoles que le solicité. Años después dejó la práctica de las letras y se dedicó a la música. Ayer recibí, desde Francia, donde ahora vive, un disco suyo lleno de exquisitas interpretaciones de guitarra. Chesterton y yo nos declaramos satisfechos.  

 

Inés Garland

Me encargaron un cuento para una antología italiana. Tenía que estar asociado de alguna manera a Las mil y una noches. Alguien me prestó la traducción de Juan Vernet. La abrí al azar en una noche erótica mal traducida según mi criterio aunque no pueda leer el original. Dos semanas después me había comprado los cuatro volúmenes en inglés de la traducción de Mathers que tuve que buscar en un kiosco perdido, había leído la noche doscientos sesenta y dos y todas las de la historia de Alá al-Din por Mathers, por Richard Burton y por un anónimo en la red. “Variaciones de una de las mis y una noches” es el fruto de esa obsesión.

Busco con voracidad los libros de Natalia Ginzburg. Tengo dos que me trajo mi hija de España hace un mes, pero, como los leyó en el viaje, me dijo que me los presta pero que no me los va a dar como habíamos acordado. Tengo uno detectado por Leo Brizuela en Mercado Libre cuando yo le lloraba que no estaban en ninguna librería, uno en italiano que tengo que devolver, otro que me prestaron hace dos años y me resisto a devolver. Empiezo a olvidar convenientemente cuáles son míos y cuáles no. 

Mi amiga Leticia Scattini me trajo de Chicago dos de la canadiense Mavis Gallant, precursora reconocida de Alice Munro. Le había pedido los Cuentos completos, pero como estaba agotado, viajó con los dos ladrillos para mí y me los mandó por correo desde Concordia donde vive.

Perseguí durante años los Diarios de Cheever. Los quería en inglés y se los pedía a cuanta persona de confianza viajara (la confianza para pedir libros tiende a relativizarse en forma directamente proporcional al antojo). Al final una amiga me los regaló en español. Voy a seguir hasta conseguirlos en inglés.

Pido libros en inglés que ya tengo traducidos al español y viceversa. Todos los de Claire Keegan, Cheever, Flannery O’Connor. Si los tengo en inglés los quiero en español para mis clases. Si los tengo en español, los quiero en inglés porque sospecho de las elecciones de los traductores. Soy insoportable.

Hace 20 años encontré Las cosas que llevaban, de Tim O’Brien en una batea en la calle Federico Lacroze. No lo conocía, pero tenía que hacer tiempo para ya no me acuerdo qué, no había llevado libro en la cartera, y fue el que más me tentó. Es una de las novelas favoritas de mi vida. Ahora lo tengo en inglés y hay capítulos enteros que traduje para mí y para mis clases, en franco desacuerdo con la mentira del neutro al que fue traducido.

Pido hace años los cuentos de Saúl Bellow. Un alumno distraído cargó en su valija un libro de ensayos reunidos y Augie March. Dos ladrillos que no le agradecí como correspondía porque lo que quería yo eran los cuentos. Mis antojos son de embarazada traumada.

Una amiga compró por Mercado Libre Una reina perfecta. Le llegó con una dedicatoria amorosísima a un amigo mío. Me sugirieron reenviárselo a mi amigo con una posdata: “Con renovado afecto”, anécdota que se le atribuye a Juan Filloy. Cuando él se enteró por los chismosos me juró que se lo habían robado de su biblioteca y ofreció comprárselo a mi amiga. Ella no quiso.

 

Facundo Gerez

Parte del diario de Bioy está reunido en Descanso de caminantes. En su momento empecé a leerlo en ebook pero me gustó tanto que interrumpí la lectura poco antes del final, lo conseguí en físico (en una edición muy linda de tapa dura con sobrecubierta) y lo empecé de cero otra vez. Así lo terminé, en papel. Pero al tiempo me enteré de que había más del diario de Bioy en otro libro que no había leído: el mítico Borges, de más de mil seiscientas páginas (el quid de la furia kodámica para con ABC), así que me puse en campaña para conseguirlo. Nuevo, imposible: agotado. Encontré algunos usados en webs de subastas y los agregué a favoritos pero al final desistí porque costaban varios miles de pesos. Me conformé con una edición menor, resumida, de unas seiscientas páginas. Alguna vez vi la edición íntegra en la casa de alguien. Lo toqué. Lo abrí, lo hojee. Pensé, después, que podría haberlo robado pero es algo difícil de robar. Tiene el tamaño de un pequeño electrodoméstico, como una tostadora bien grande. Hace poco lo busqué, otra vez. Encontré fragmentos en webs, falsos torrents, virus y un .pdf que abandoné por mal escaneado. Es una espina que todavía tengo. Un hueco que hay en mi biblioteca. Una fijación que vuelve, cada tanto. Tendría que pedirlo, algún día, como regalo colectivo de cumpleaños.

 

Vlady Kociancich

Recuerdo más de una ocasión en que busqué inútilmente un libro que deseaba, pero hubo una de esas persecuciones que conservo con mayor nitidez, posiblemente porque las sellaba el asombro. El asombro de que un autor clásico y sus libros desaparezcan de las librerías sin dejar rastros. El autor era Chéjov. Cuentos, obras de teatro, antologías diversas, en castellano, parecían haberse extraviado en el limbo de los libros muertos por desinterés. No sólo se habían esfumado de las zonas de venta. También faltaban de mi biblioteca las ediciones en inglés y francés. El saqueo de mis Chéjov había alcanzado un nivel espectral. Durante meses revisé estante por estante. Al fin me resigné. Y un día, por casualidad, hice un hallazgo inesperado y pobre: la biografía de Chéjov por Henri Troyat en un ejemplar despeluchado, amarillento. Apenas terminé de releerlo (creo que necesitaba unas fechas, un dato), como un conjuro de papel y letras de esas páginas ancianas que se despegaban empezaron a desfilar más Chéjovs. Emergían desde atrás de otros libros que los enmascaraban. Pero ese regreso no terminó ahí. Pocas semanas después Chéjov reaparecía flamante en nuevas antologías, cuentos y obras. Curiosamente, se me perdió el volumen de Troyat y no volví a encontrarlo.

 

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