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"Para poder imaginar algo hay que desconocerlo"

© Adriana Vichi High

Bernardo Carvalho

La paranoia y la ignorancia como motores para la creación. El lugar de los escritores latinoamericanos ante el canon occidental. El periodismo como oficio. La traducción y sus trampas. Una lengua empobrecida como modo de la resistencia. Sobre eso y mucho más respondió el escritor brasileño, a días de que arranque el Filba que lo tiene como invitado.

Por Valeria Tentoni.

"Podría vivir ahí", dice de Buenos Aires, ciudad a la que volverá pronto para participar del Filba Internacional, el escritor Bernardo Carvalho. No es poco viniendo de alguien que ha vivido en varias además de Río de Janeiro, donde nació en 1960. 

Hay algo del desarraigo en sus libros que se repite, una otredad permanente. Así en la última novela que Edhasa le tradujo en Argentina (y que podría leerse en tándem con la última de Federico Jeanmaire por Anagrama): Reproducción. Ese nudo es tensado al máximo cuando un hombre, a punto de tomar el vuelo que lo llevará de viaje a la China, es retenido en uno de los cubículos de interrogatorio del aeropuerto tras identificar, en la fila de embarque, a una profesora suya desaparecida. 

En esa porción de tierra indecisa —que es y a la vez no es su país, porque está a un paso de llevarlo a otro— el hombre inicia un monólogo virulento. Metáfora del modo en que nos comunicamos en la actualidad, sintetiza también esa posición a la que sus personajes caen, tarde o temprano, en sus historias: la intemperie. En Hijo de mala madre las intemperies no son solo geográficas, único producto de las guerras. Se trata además de intemperies vinculares.

París y Nueva York, por caso, tuvieron al escritor brasilero —premio Jabuti y Portugal Telecom, entre otros— como residente, llevado en parte por su labor como periodista. "La idea de pertenencia a un lugar me incomoda muchísimo. Como si fuese una ceguera. Me incomoda pensar que puedo volver a un lugar donde tengo mi puesto seguro, entonces los personajes están siempre en tránsito. Lo que pasa es que no llegan a ningún lugar; tratan de llegar a algún lugar de salvación pero no lo logran. Y eso creo que tiene que ver conmigo también, con mi vida. No consigo pasar más de dos años fuera de Brasil; me incomoda estar en Brasil, pero cuando trato de irme de acá no puedo identificarme tampoco con el lugar en el que estoy", explica.

 

—En Reproducción el personaje está básicamente entrampado en esa situación de tránsito. En un aeropuerto, además, un no lugar. ¿Cómo construiste esa historia?

—Escribí una novela que se llamaba Mongolia y para eso recibí una beca con la que me fui a China. Conocí su lengua y me encantó; hay un montón de particularidades que me interesaron. Por ejemplo, el chino es la única lengua que no es fonética, entonces podés no hablarla y saber chino perfectamente. Es muy curioso que se pueda lidiar con una lengua sin hablarla. Tiene que ver con el tipo de literatura que me interesa; normalmente hay un prejuicio muy grande, se dice siempre que la buena literatura es la literatura oral, pero a mí me interesa una que no se pueda decir, que sea escrita y que no se pueda pronunciar del todo. En esa fascinación empecé a estudiar chino. Pero, como el personaje del libro, caí en una escuela donde los profesores desaparecían. Es muy claro por qué ahora para mí: porque eran muy explotados, ganaban muy mal, y renunciaban. Pero yo con mi mente paranoica quería que fuera algo más misterioso. Ahí decidí escribir una historia con la profesora china, y terminé un fragmento, que es el que le da incio a la novela, pero se perdió, quedó olvidado en mi computadora. Desistí del chino, gané una beca para vivir en Berlín durante un año y medio. Estaba ahí cuando me invitaron a una feria literaria en Brasil, y me pidieron una historia porque querían publicar una antología por el aniversario. Yo no tenía nada en la cabeza y empecé a buscar en la computadora, vi el fragmento de la profesora de chino y traté de desarrollarlo en un cuento. Lo entregué, pero me costó y me gustó tanto darle voz al estudiante que seguí avanzando después. Es un fascista, un loco, 

y eso me encantó; poder ponerme en la piel del personaje y decir cosas que yo nunca diría, cosas horribles. Me interesó, sobre todo, la voz de ese fascista, ese comentarista de Internet, ese racista. Por supuesto, hay  cosas que dice yo podría decir, porque también soy malo, como todo el mundo; también soy racista, también hay cosas horribles en mi cabeza. Esa ambigüedad me interesó. No es un maniqueísmo absoluto.

—Además, es un personaje que se pronuncia desde el monólogo, y eso completa su caracterización. ¿Es una crítica al tipo de pensamiento en el que podríamos estar entrando en esta era, quizás sin darnos cuenta?

—Creo que con Internet hay una trampa. Parece que estamos en contacto con el mundo, que es una ventana al mundo, pero pienso que es mas bien un espejo. Que hay una relación narcisista ahí. Uno solamente puede ver lo que está dentro de sus límites, se rodea de cosas que le dan placer, de pensamientos afines. Somos capaces de descubrir cosas nuevas, pero que están dentro de los límites de las cosas que comprendemos. Nos alejamos de las cosas contrarias a nuestra manera de pensar. Así que es como si fuera una reproducción de uno mismo, todo el tiempo, pero con la perversión de creer que el mundo esta en nuestras manos. Es como si reforzara nuestro narcisismo. Te ves a vos mismo y tratás de reproducirte todo el tiempo creyendo que eso es el mundo. La novela, en cualquier caso, no es una ilustración de una tesis que yo tenía de antemano en mi cabeza. Es algo que se desarrolló poco a poco, naturalmente, mientras yo escribía. Me pareció que había ahí una alegoría interesante, paradojal: la del lugar de tránsito absoluto, el aeropuerto. Además un cubículo totalmente cerrado, donde ocurre todo, y ubicado en el interior del lugar de tránsito total. Como si fuera una metáfora de la Internet. Y ahí también esta la idea de diálogo permanente, pero en verdad es un monólogo; si no estás de acuerdo con lo que dice el otro —que nunca es el otro—, abandonás el dialogo, “apagás” a la persona. En la novela, todo lo que es otro para el estudiante de chino, en verdad es proyección. Cuando empieza a escuchar voces detrás de la pared, imagina algo pero nunca está seguro de estar escuchando bien. Todo lo que ve es un mundo de proyecciones en verdad, de fantasías, de imaginación; eso paradójicamente también es positivo, porque la literatura al final está ubicada ahí. Para poder imaginar algo hay que desconocerlo. La imaginación sería una suerte de compensación por la falta de la posibilidad de conocer. Esa es también la posiblidad del arte. 

—La idea de paranoia aparece en tus entrevistas y libros.

—Es que esa ambigüedad estaba también en otros libros que escribí, por ejemplo en Teatro editado por Corregidor en Argentina. No hablo de una paranoia patológica, sino como posibilidad de fabulación, de imaginación. La paranoia es darle sentido a cosas que no existen. Y la literatura es eso también.  

—Antes de Reproducción acá había llegado Hijo de mala madre, donde trabajaste también sobre algo que acabás de mencionar, la idea de verdad.

—Para mí la verdad en la literatura es más un punto de salida que de llegada. No hago una literatura experimental, ni radical, pero sí lo es para mí, porque me parece que estoy todavía buscando algo. Cuando hablo de verdad creo que estoy halando de búsqueda, de ir hacia lo desconocido. Sobre todo con no contentarme, no conformarme con lo ya conocido.

—En Nueve noches también estuviste alrededor de la verdad, y de su papel entre el autor y cómo el lector absorbe el discurso literario. 

—Con Nueve noches hubo una cosa muy precisa; en ese momento había una fiebre de multiculturalismo, como si hubiea una norma que decía que las cosas nuevas ahora tenían que ver con la negación del canon occidental. Algo bueno, por un lado, para terminar con injusticias que se hacían pasar por hegemonía del occidente, pero ocurrió que decían: bueno, para quebrar eso, para quebrar la opresión del canon occidental contra los “periféricos” como nosotros —los brasileros por ejemplo, porque los argentinos lo son menos: nosotros realmente estamos en un país que es analfabeto, que no es literario como Argentina, vivimos realmente en el mundo de la periferia de la literatura y creo que Argentina es diferente, un caso muy particular, porque aun estando en la periferia geográfica son un centro literario importante, reconocido incluso por el occidente— había que transformar la literatura en la expresión de la vida y de la experiencia del autor. Me pareció que era interesante, como un instrumento político de lucha, de reacción, el multiculturalismo, pero que a la vez había una trampa ahí: la única manera de escapar del canon, de la determinación del canon occidental, parecía ser asumir ese rol. Eso es muy limitante, muy reduccionista, muy pobre como idea. Aunque se presentaba como de izquierda, fue creada en las universidades estadounidenses para darle espacio a los negros, a las mujeres, a los gays, pero en tanto se mantuvieran como periferia. Es un problema serio. Estando en Alemania me di cuenta de que los alemanes, que son muy culposos por su historia, tienen una relación muy política con la literatura de la periferia. Les interesa muchísimo, pero les interesa mientras esa literatura sea resistencia evidente. Entones, la literatura de un país en dictadura es mejor que la literatura de un pais democrático. Es una locura eso, no les interesa la literatura sino la circunstancia en que es producida esa literatura.

—O estamos destruidos o si no no interesamos. 

—Claro. No sé en relación a los argentinos, pero con los brasileños es claro. Cuando escribí Nueve noches yo estaba muy irritado con eso y empecé a hacer una pesquisa y descubrí al antropólogo que lo protagoniza, sus cartas en un archivo. Las anotaciones de campo él hizo cuando estaba estudiando una etnia de indios brasileños. Y contra el multiculturalismo, lo que hice fue una especie de traición: creé una esperiencia real en mi vida, un viaje. Sentí mucho miedo, pero todo es de algún modo falso, todo es ficcional porque estaba de antemano, esperándome. Es un método, tal vez experimental, pero que abandoné.

—El de buscar el peligro para propulsar una paranoia.

—Sí, la paranoia no como patología sino como condición, el miedo como condición de posibilidad de la imaginación. Eso me encanta. A mí no me interesa comprender, sino justamente no comprender nada. Poder alucinar, incluir mi subjetividad, incluir los malentendidos. Los malentendidos son muy importantes para mí, creo que son muy ricos, que se pueden utilizar para hacer literatura.

—¿Recordás cuáles fueron los primeros libros que produjeron en vos malentendidos que alimentaron tu imaginación?

—Sí, hay un libro que me encantó cuando era chico y creo que tiene que ver con el origen de todo eso, Robinson Crusoe. No leí el libro original, sino una adaptación de una colección de autores locales que hacían versiones de clásicos para chicos. Yo tendría seis o siete años. Me encantó, creo que tiene que ver son la soledad del escritor, también con la del hombre del conocimiento. Es un libro que está en el comienzo de las cosas para mí, de la posibilidad de la imaginación.

—¿Empezaste a escribir de chico?

—Sí, tenía la fantasía de que quería ser escritor cuando era muy chiquito, a esa edad en que leí Robinson Crusoe. Pero escribía cosas terribles, porque mis papás se divorciaron prácticamente cuando yo nací, entonces escribía cosas muy freudianas, las de un niño con problemas, y cuando se lo mostraba a mi mamá ella se asustaba. Después olvidé que quería ser escritor. En mi adolescencia decidí que quería ser cineasta, la idea de ser escritor volvió mucho más tarde.

—¿Y como periodista, cuando empezaste?

—Es que quería hacer cine, no lo logré, todo salió mal. Al final empece a trabajar como crítico de cine, a los 20, y ahí lo que quedo para mí fue empezar a trabajar de eso. Después haciendo entrevistas, despues como periodista porque tenía que ganarme la vida, editor de suplementos de cultura, corresponsalías, cosas de esas. Así fue. Pero no creo que lo haya decidido, el ser periodista; era la opción que tenía en ese momento. Ahora solo llevo adelante algunas columnas.

—¿Crees que el periodismo te proveyó de material o de herramientas para la literatura?

—Sí, me dio un montón porque como periodista conocés personas que de otro modo no conocerías, vas a lugares a los que de otro modo no irías, si no fuera por el pretexto de la nota. Creo que me dio un montón de experiencias y de conocimeinto, cosas que después incorporé en la literatura, que utilicé. Pero creo que no tienen nada que ver los lenguajes, la lengua del periodismo con la de la literatura. Aunque mi lengua literaria sea muy simple, muy pobre —y eso es adrede, tiene que ver casi con una postura ideológica— como si tuviera que ver también con la idea de verdad. La verdad no está en el rebuscamiento. Pero aunque se parezcan estos registros, creo que no tienen nada que ver porque la voluntad que hay por detrás es muy otra. Hay toda una reflexión para llegar a esa lengua empobrecida que me interesa en la literatura, pero no es la lengua directa del periodismo.

—¿Por que te interesa trabajar en una lengua empobrecida?

—En Brasil hay un provincianismo literario muy grande, que viene del complejo de la periferia, de querer presentarse como parte del centro. Como si la literatura rebuscada, florida, fuera una manera de hacerse parte de la metropolis. En Brasil siempre existió el vicio de una literatura caída en ese rebuscamiento provinciano. La idea de una lengua empobrecida pasa un poco por ahí; creo que hay un diálogo con esa tradición, una resitencia a esa literatura de la periferia que trata de ser bella. En las traducciones me doy cuenta cada vez mas de que es muy difícil pasarlo, de que lo que hago no aparezca como simplemente pobre. Lo que hay es una voluntad de hacer las cosas simples.  

—Tradujiste a Saer, ¿cómo fue esa experiencia?

—Hubo un momento en que Saer me interesó muchísimo. No hablo bien español, y creo que cometí muchos errores, pero tenía muchas ganas de que saliera publicado en Brasil. Es un escritor que descubrí cuando vivía en Francia. Me pareció un genio y propuse a la editorial que me publica en Brasil que lo sacaran; ellos me dijeron que sí pero que la condición era que yo mismo lo tradujera. Les dije que yo no podía, pero insistieron. Traduje Nadie nada nunca, y después me enteré de que era una novela llena de trampas… Yo no vi ninguna, así que estimo que debo haber caído en todas.

—¿Qué otros autores de Argentina te han interesado?

—Borges, por supuesto, es un genio. Sobre todo, lo que me gusta en literatura es que puedas expandir las fronteras, y la idea de Borges del cuento como cruza con el ensayo para mí es de una grandeza increíble. Es simple de decir pero no de hacer. Me imagino que antes de él eso no existía. Me gusta muchísimo también Piglia, y además Cesar Aira. Sé que están enfrentados, ¿no? Como no soy argentino me da igual. Y hubo una pieza de teatro brasileña que adaptó un extracto de una novela que sacó, justamente, Eterna Cadencia, El traductor de Salvador Benesdra. Yo no lo conocía, fui a ver la obra en San Pablo que estaba hecha con un monton de adaptaciones de diferente escritores latinoamericanos. Y había una escena de esa novela increíble, el encuentro de la evangélica con el traductor. Me encantó. Así que me puse a buscarlo, conseguí una edicion de segunda mano por Internet. Nunca había oído hablar de él. Es muy curioso para nosotros brasileños, porque en Argentina se publica muchísimo. No conozco mucho a los jóvenes, pero sé que hay un montón. Me encanta, tal vez sea una ilusión, pero creo que tengo una identificación con la literatura argentina y también con la uruguaya; siento que tienen más que ver con las cosas que a mí me gustan que mucho de lo que se publica en Brasil.  

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