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“Una tarea de la literatura es encontrar la estupidez allí donde no se la ve”

Luego de La expectativa y Autobiografía Médica, Damián Tabarovsky cierra el ciclo con Una belleza vulgar, desde donde propone la búsqueda de una lengua utópica. “Cuando veo un premio literario que dice «el veredicto del jurado es», yo naturalmente pienso «¡culpable!»”, dice.

Por Patricio Zunini.

damián tabarovsky

¿Cuánto tarda en caer una hoja: un día, un año, un segundo? Una belleza vulgar, la nueva novela de Damián Tabarovsky, recientemente publicada por Mardulce Editora, se resuelve en la intemporalidad de la caída de una hojita de plátano que se desprende del árbol hasta el momento en que llega al suelo. ¿Cómo se mide un paréntesis? ¿Qué sucede entre desprendimiento y caída? ¿Qué ve esa hojita; por quién es vista? En un vaivén de movimientos donde la meta es también el origen, entre corcoveos en el aire, Tabarovsky propone la búsqueda de una lengua libertaria, anárquica, que supere la tensión entre los términos de ganadores y perdedores, que logre la fundir el presente ciudadano en el pasado naturalista. En esta entrevista, Daniel Tabarovsky habla de su nueva novela, de las tensiones como fuerza de producción y de cómo la literatura le sirve para codificar la vida política argentina.

 

La primera observación para hacer es que Una belleza vulgar podría leerse como una declaración de principios: como si la novela fuera también una forma de expresar tu manera de entender la literatura.

—Yo no concibo al arte como un progreso, por lo tanto no podría decir que una novela progresa o avanza en relación a la anterior; al mismo tiempo digo lo contario y pienso que Una belleza vulgar culmina un ciclo donde desembocaron cosas que estaban en novelas anteriores, por lo menos desde La expectativa. Siempre tuve envidia de los pintores que tienen sus épocas: azul, figurativa. En la literatura es mucho más lento. Mis amigos pintores producen quizá quince obras en un año; la literatura, salvo para César Aira, no nos permite hacer eso. Entonces un ciclo puede tener dos o tres novelas: pienso que La expectativa y Autobiografía médica son un díptico y Una belleza vulgar las culmina. En última instancia es una reflexión sobre el estatuto de la narración en la literatura contemporánea. Hay un trabajo ensayístico adentro de la novela que no está ni en el registro de Piglia ni tampoco en el de César Aira; me propuse imbricarlo. En esta novela, las verdaderas protagonistas son las ideas, no tanto los personajes de los edificios. Si algo tiene de declaración de principio —que yo no diría nunca esa frase— es cómo las ideas pueden transformarse en personajes. No una novela de ideas sino las ideas como actores de la novela: esa sería mi ars poética por estos años.

En un juego de similitudes por oposición, en Autobiografía médica se trabaja con la interrupción a partir de las enfermedades, en tanto que en Una belleza vulgar es todo un continuo presente.

—En Autobiografía médica hay un tema lateral que cómo funciona una trama con algo que se repite y se repite. Era un homenaje secreto a, quizás mi novela favorita, que es Bouvard y Pécuchet, de Flaubert: los personajes aprenden algo, le sale mal, le echan la culpa al libro, aprenden otro saber, les vuelve a salir mal, etc. Es una escena que se repite permanentemente. En Las hernias, yo había teorizado sobre eso. El autor favorito de Kafka era Flaubert; el favorito de Flaubert era Sade. Hay un punto en común. En El castillo de Kafka hay una única escena que se repite permanentemente: dónde está el castillo, más adelante. En Bouvard y Pécuchet está el mismo procedimiento. Y en cualquier novela de Sade se repite la escena de aprendizaje de la sexualidad una y otra vez. Tanto Bouvard y Pécuchet como El castillo son novelas inconclusas porque los autores se murieron, pero, en realidad, no podía haber desenlace porque en la narración hay una interrogación crítica a la idea de introducción, desarrollo y desenlace. ¿Cuál sería el desenlace: llegar al castillo, que a Bouvard y a Pécuchet les vaya bien? Lo inconcluso está en el origen de ese modelo narrativo. Me interesaba eso en Autobiografía médica porque me siento un escritor —entre muchos otros— que se interroga por las formas literarias para averiguar cómo salir de esos decimonónicos. Pero en La expectativa y en Autobiografía médica hay otro tema que está en Una belleza vulgar, y es la relación entre ascenso y caída. En las dos primeras sería un leve ascenso y una gran caída. Pensé en una novela donde la caída esté en sentido físico: bueno, una hojita que cae de un árbol es la caída por definición. Y cuando intenté darle materialidad, curiosamente se lo dieron las ideas que, se supone, pertenecen a lo abstracto. Quise ver cómo se imbricaba, y entonces aparece el viento, los cables, los edificios, el cemento. Una belleza vulgar es una novela urbana al igual que las otras dos.

Sobre todo La expectativa.

—Sí: podría decirse que es una novela de Villa del Parque [se ríe], pero hay mucha calle. Quizá lo que más rescato de Una belleza vulgar son los momentos del arroyo Maldonado y la puesta en cuestión de la idea de que en los noventa se pensaba que cada ciudad tenía un shopping y un aeropuerto bajo la idea de los no-lugares. Yo creo que cada ciudad tiene un Soho, que sería lo opuesto a un no-lugar —lo friendly, lo convivial, lo simpático, lo cool— y, en realidad, es absolutamente prefabricado, global. Ya no es un no-lugar sino una especie de sobre-lugar. Está sobrecargado de experiencias prefabricadas. Quizás Una belleza vulgar es una de las primeras novelas que ponen el foco ahí.

Con respecto a El castillo y Bouvard y Pécuchet, la caída de una hoja puede entenderse como una repetición —la de la miles de hojas que caen—, pero también como un paréntesis, desde el comienzo hasta el final de la caída, de ese tiempo que no puede medirse.

—¿Cuánto tarda: una hora, toda la vida, cinco segundos? Es una suspensión de la temporalidad. Me interesaba trabajar la tensión entre diferencia y repetición de una manera subrepticia. Hay escritores que dicen “se me ocurrió una idea para una novela”. Yo pienso al revés: pienso en problemas conceptuales y después en cómo hacerlo de manera tal que no sea un ejemplo de la teoría. Si uno dijera que Una belleza vulgar es el ejemplo de tal o cual teoría filosófica sería malograrla. La pregunta central de mi forma de escribir y leer es cómo narrar. Para no ser dogmático, puedo decir por la negativa que aquellos libros que no se plantean esa pregunta, aquellos libros que tienen resuelto cómo narrar, me interesan notoriamente menos. Es la pregunta definitiva y la que cada veinte o treinta años, cada generación tiene que rehacerse.

En alguna entrevista me dijiste que los franceses te consideraban un autor pop…

—[Interrumpe entre risas] Siempre me arrepentí mucho de esa frase. Todos me la criticaron, yo también. Cuando la vi escrita quedaba muy soberbio. Lo que decía —y que quede constancia del arrepentimiento de esa frase fuera de lugar— tenía que ver con un contexto de cierto problema de la literatura francesa en donde un autor como yo, que en una novela cito a Heidegger y a Camilo Sesto, a ellos le parecía pop. Yo lo decía casi con ironía: si hay algo que no soy, es eso. La literatura argentina dio mucho espacio a lo pop o a lo rockero. Interzona tuvo mucho que ver con eso.

¿Qué época de Interzona: la de Damián Ríos o la tuya?

—Quizá la de Damián, pero yo lo sostuve porque me parece que Damián Ríos es un muy buen editor y por razones detesto en las editoriales —y diría también que en la política— que cada gestión se sienta fundacional. Por supuesto, cada editor tiene su mirada y yo fui incorporando otra narrativa. En Mardulce esa dimensión está bastante más licuada. Yo diría que no me siento pop porque el pop de los franceses tiene un cierto riesgo de populismo. O sea: si yo digo que Camilo Sesto tiene una dimensión filosófica y Heidegger una banal, no quiero decir que los dos den lo mismo y los iguale. Sí me parece interesante señalar que Camilo Sesto puede tener una dimensión filosófica —o que uno puede leer filosóficamente a Camilo Sesto— y que a veces Heidegger da una dimensión trivial. Pero nunca me atrevería a decir que son iguales.

En Una belleza vulgar hay un relación de intercambio entre lo banal y lo profundo.

—Siempre me interesó, en el sentido flaubertiano, la bêtise —tengo que usar una palabra francesa porque es difícil de traducir—, la estupidez como horizonte de nuestra época. Te ponés en cuestión a vos mismo. Muchas de las mejores novelas de Daniel Guebel y de Sergio Chefjec, por sentidos opuestos, ponen a la estupidez en el centro. El personaje que no entiende, que repite, que tropieza con lo mismo. En el caso de Chefjec tiene que ver con las perplejidades, en el caso de Guebel con lo grotesco, pero en los dos lugares está muy presente esa figura. Cuando digo que «todas las afirmaciones son profundas, banales», no quiero decir que todo dé lo mismo. Hay un punto genial pero también banal en cada afirmación heideggeriana y un punto genial y banal en cada canción de Camilo Sesto. Con la barrera de que no son lo mismo. Este año se cumplen 20 de Fotos movidas, mi primera novela. Hay una escena donde tres disertantes hablan sobre Heidegger, uno tenía pelo, otro era semipelado y el otro era pelado. Los tres dicen reverendas pelotudeces y el narrador no entiende nada de nada y se pregunta si será él o los otros. Esa pregunta sigue siendo interesante: ¿soy yo que no entiendo, soy yo el estúpido? La estupidez está en todos lados y uno puede encontrarla en los lugares más inesperados. Quizá una tarea de la literatura es encontrar estupidez allí donde no se la ve.

Cuando leía pensaba en que sos un marxista raro porque en la novela se da un avance a través de una dialéctica en la que tesis y antítesis son valores intercambiables y nunca se produce una síntesis.

—No lo había pensado en términos marxistas, pero es verdad. No lo pienso dialécticamente, porque siempre discutí al marxismo desde posiciones libertarias, anarquistas, pero sí: la idea de que puede haber una dialéctica sin síntesis está. Recuerdo que Horacio González había dicho que Fogwill era un materialista sin dialéctica. Me pareció genial. En Fogwill el problema era quién la tiene más grande, quién tiene más plata, era materialismo explícito, pero no había dialéctica. Y cuando se hizo tradujo al inglés y al hebreo, yo escribí el prólogo y me gustó darle vuelta a esa formulación y pensar una dialéctica sin síntesis. ¿Fogwill era un anarquista de derecha, un fascista, un antisemita, era de ultraizquierda? Me interesaba esa figura, claro que sí. Me interesa la idea de tensión, de cosas que crujen.

¿Un ejemplo de tensión podría ser el capítulo sobre la electricidad donde el cable aparece como un puente que une presente y presente?

—Cuando volvés a Buenos Aires de un viaje recuperás el ruido, muy típico de megalópolis latinoamericana, y lo que ahora se ha dado en llamar contaminación visual, una categoría totalmente absurda, pero que para mí son los cables que cruzan la ciudad. Es bastante impresionante la materialidad de la electricidad cruzando la ciudad. Un cable es por definición, material, pero a la vez es inmaterial porque no se puede tocar, te tenés que alejar de él. Y de vuelta: la tensión de la naturaleza en el interior de la ciudad, un árbol sería la inclusión de la pampa en la ciudad, el árbol, el plátano que trajeron los españoles cayendo al lado del cable me parece una figura fuerte, de cierta potencia para interrogar. El cable une presente con presente, el cable no tiene pasado, es un flujo continuo.

En un momento decís la caída de la hojita puede entenderse como el desplazamiento radical de la sintaxis. ¿A qué apunta ese desplazamiento, qué buscás ahí?

—Un tema que aparece también al final de La expectativa, y que se podría llamar la dimensión mesiánica o utópica de la lengua, es la lengua por venir, la novela por escribir. Justamente como no soy marxista, no puse la utopía en la sociedad del futuro sino que desplazo o reformulo esa misma idea para la escritura. En la escritura todavía no llegó la sintaxis que revolucione todo y no se puede dar nombre a la sintaxis que todavía no se escribió. Ese lugar, esa Tierra prometida a la que no hemos llegado, apunta a una lengua nueva que ponga en cuestión las lenguas del poder, la lengua de los medios de comunicación, la lengua de la salud, la lengua del deporte, del ganador y el perdedor, del que triunfa, y del que fracasa. Hay que buscar una lengua que supere esa dicotomía.

¿Que sea a la vez acto y potencia?

—Al mismo tiempo. Es una utopía, obviamente. La lengua que uno no escribió pero es la lengua que uno sueña. Quién dice el monólogo final de La expectativa: no queda claro si es el personaje, que se llama Jonathan, o el que limpia los aviones, o el propio narrador. La narración misma dice que no importa quién habla y es una voz venida de afuera. Podría decirse que hace esta llamada a una lengua utópica, que vacile, que ponga en cuestión sus propias creencias, que convierta la lengua en incertidumbre y que, por lo tanto, desaparezca la figura de ganador y perdedor, de triunfador y derrotado. Siempre me interesaron estos temas, por eso en mis novelas anteriores hay consultores, mesas de dinero, enfermos, deportistas exitosos y esos lugares donde el lenguaje de los medios dice “el ganador es”. Cuando veo un premio literario que dice “el veredicto del jurado es”, yo naturalmente pienso “¡culpable!” [se ríe].

¿Es una lengua sin objetivo ulterior? Pienso en que Autobiografía médica, y también en Una belleza vulgar, decís “aquí no hay metáfora”.

—Es probable que lo diga en casi todos mis libros. En Autobiografía médica es evidente porque yo no quería que pareciera la metáfora del capitalismo y la vida en un mundo enfermo, ese tipo de tonterías. Autobiografía médica fue elegida como uno de los libros del año por el sitio del Partido Obrero español, que decía que la novela era una gran metáfora sobre el capitalismo que nos enferma. Yo les escribí en el blog: “Hola, soy el autor: están totalmente equivocados. Gracias por haberlo elegido como libro del año, pero no se trata de eso”. Lo mismo para esta novela: nadie puede pensar que se trata de una alegoría, que tiene una dimensión metafórica. Yo siento que la metáfora es algo que cierra, como esos juegos en los que hay que unir números para que den una figura y estás obligado a ir del uno al dos y del dos al tres: eso para mí es una metáfora. Aspiro, y por eso lo digo taxativamente, a evitar esas lecturas.

La literatura es “una marca que no deja huellas”.

—¡Claro! Esa frase, que aparece tantas veces en Una belleza vulgar es una frase de Blanchot que está en la solapa de mi primera novela. Siempre vuelvo sobre esa idea.

Para volver sobre esta similitud por oposiciones, en La expectativa y en Autobiografía médica hay una serie de citas que funcionan como interrupción de la continuidad del texto. Las citas en Una belleza vulgar, por el contrario, aportan fluidez.

—En Autobiografía médica y en La expectativa las citas están afuera. La idea es, como esas casas que tienen las cañerías por afuera, mostrar lo que se oculta. Si yo cito todo el tiempo —todos los autores traducimos citas—, qué pasa si las pongo por afuera y cada una se vuelve un hito que la narración tiene que llevarse por delante. En Una belleza vulgar mi idea fue que las citas estuvieran imbricadas en el interior del texto porque no estaba el tema de la repetición como en Autobiografía médica, sino el experimento de la forma o relato breve.

¿Cuál es la belleza vulgar del título?

—En general, yo pienso en términos de tensiones, en términos conflictivos. Si tuviera que decir algo, para no cerrar yo mismo el sentido —mi interpretación vale tanto como la de cualquier lector—, diría que es la figura que ya está presente en Las hernias: lo sublime que repta, una belleza que tiene la vulgaridad incluida en sí misma. Otra vez: es la banalidad incluida en la filosofía frente a una especie de belleza perfecta o pasteurizada, lo bello como categoría estética de la que desconfío y que siempre termina por parecerme cursi o kitsch.

Traigo una cita del final, que recuerda a Lamborghini: “La ganadora siempre es la verdadera (y todo el resto es literatura)”. Pero, para vos, ¿qué es ese resto?

—[Piensa] Esa expresión lamborghiniana es despectiva: todo el resto es literatura, el resto no tiene importancia. Yo no tengo esa cosa despectiva, sino al revés: lo que más me interesa es la literatura. Cuando pienso en términos político, lo hago desde la literatura. Literatura de izquierda es eso: la primera distinción que le hice a Sandra Contreras, la editora de Beatriz Viterbo, fue decirle que Literatura de izquierda no era un libro sobre la izquierda literaria sino una literatura de izquierda. Desde la literatura yo pienso los problemas sociales, políticos.

Ahora está muy de moda hablar del relato.

—Demasiado, sí. Alfonsín también tenía algo de eso: la idea de la cura por palabra, una idea pedagógica. Uno dice algo y se vuelve acto. No me deja de parecer interesante. La idea del relato de Cristina discute con la idea de que la única verdad es la realidad: Cristina está diciendo que la realidad es el relato. O que hay una parte de la verdad a la que solo se accede a través del relato. No es que el relato sea la verdad sino que hay una dimensión de la verdad que se accede a través del relato. La política tiene que acceder a ese fragmento de verdad también con el relato. Después el relato será muy discutible y uno podría preguntarse si Cristina es una gran relatadora. En todo caso es un extraordinario personaje principal rodeado de muy malos personajes secundarios. El resto, bueno, el resto es literatura.

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