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Ficción argentina

Ángel de la guarda

Un cuento de Mariana Enríquez

El diablo brota en una mancha de humedad desde el cielorraso de cierta casa familiar. Una versión personalísima de un caso policial real, a cargo de la autora de Las cosas que perdimos en el fuego.

Por Mariana Enríquez.

La estaban matando entre los dos.

Marisa se quedaba despierta toda la noche, esperando, hasta que los escuchaba. Inés abría la puerta de su cuarto y lo dejaba pasar, cuando pensaban que mamá ya estaba dormida. Pero mamá dormía menos que Marisa, porque no podía descansar: si tenía los pulmones cargados de fluidos, el corazón pesado, la pierna que le quedaba deformada por la hinchazón, la que le habían amputado todavía presente con su dolor fantasma. Obesa, mamá se quedaba sentada en la cama y los escuchaba coger toda la noche, aunque ellos se esforzaban por ser silenciosos. Cuando Marisa le llevaba el desayuno a la cama todas las mañanas y la veía llorar, sabía que su mamá había escuchado todo, cada gemido y cada gruñido, las corridas en puntas de pie, las risas ahogadas. Y que se callaba porque estaba demasiado horrorizada y enferma y asqueada. A lo mejor también sabía, como Marisa, que no tenían la culpa.

Era ese diablo del techo, pensaba Marisa. Había brotado de una mancha del revoque. Papá siempre estaba por terminar de arreglar las grietas del cielorraso, y subido a una escalera las iba tapando con mezcla. Uno de los arreglos quedaba justo sobre la cama de Marisa, y ella había visto clarísimo cómo se transformaba: primero parecía un pájaro con las alas extendidas, después fue cambiando hasta que las alas se transformaron en cuernos y las patitas se unieron en una nariz, y el cuerpo formó la cara del diablo. Hacía mucho de eso; y cuanto más se parecía la mancha al diablo, más gorda se ponía su mamá. Tanto que hubo que dejarla sola en la cama: papá ya no podía dormir con ella, que ocupaba toda la cama; además la molestaba. Se mudó a la habitación al lado de la de Inés, la de los cachivaches. Y cuando a la mancha le salieron cuernos, papá empezó a ir todas las noches a la pieza de Inés.

Pero no son malos, se decía Marisa y rezaba debajo de las sábanas porque el diablo la miraba desde el revoque. Mi hermana no es mala, mi papá no es malo. Es el diablo.

Empezó a trabar la puerta, por si a papá se le ocurría visitarla. Sabía que si la tocaba, le iba a pasar el diablo. Ella ya se daba cuenta cuando su papá no era su papá. Los ojos se volvían de muñeco, como si fueran de plástico, con los párpados rígidos que se cerraban con un “clic” cuando movía la cabeza; hasta las pestañas parecían artificiales. Ella no le hablaba cuando tenía al muñeco adentro. Sólo lo abrazaba y lo besaba cuando era normal, para ver con todo su amor lograba que el diablo se fuera. Con Inés no se atrevía. Ella estaba demasiado atacada. Se peinaba el pelo con Coca Cola y se iba al centro todos los fines de semana con el 45. Los vecinos decían que se quedaba toda la noche allá, levantando tipos. Eran órdenes del diablo, Marisa estaba segura, y empezó a rezar sobre la cama de su hermana, arrodillada, aunque ella se le burlaba, le gritaba chupacirios y tomaba cocaína sobre la mesa de luz.

Una noche empezaron los martillazos en la pieza de mamá. Siempre eran tres, y sonaban cuando papá entraba a la habitación de Inés. “Yo no sé por qué a los vecinos se les da por clavar cosas a esta hora”, se quejaba mamá aunque no insistía, porque después de todo eran nada más que tres golpes. Marisa quiso averiguar; cuando le preguntó amablemente al vecino, él le aseguró que a esa hora en su casa ya estaban todos dormidos. Marisa le creyó, pero se calló la boca. Ay, si ella supiera cómo ayudarlos, pero solamente podía rezarle a Dios. Y su mamá estaba peor desde los martillazos. La pierna fantasma le dolía más que nunca. Hubo que llamar a la ambulancia varias noches, porque el corazón le fallaba. Cuando la internaban y no estaba en casa, los golpes paraban. Desaparecieron del todo cuando murió en el hospital, después de dos semanas de martillazos. Marisa supo que mamá había muerto antes que los demás. Papá estaba en Capital, trabajando en la buhonería: no podía tomarse días libres ni siquiera para cuidar a su mujer, porque la plata no sobraba. Inés atendía el kiosco del que se había ocupado mamá antes de quedar postrada. Marisa había vuelto a la casa para buscar ropa limpia. Y cuando estaba armando el bolso, escuchó ruidos en el living; primero sólo un batir de alas, después un rumor y después un estruendo que la obligó a taparse los oídos y gritar. Tuvo tanto miedo que salió corriendo de la habitación. Y en el living vio cientos de gorriones, una nube marrón y negra, los pájaros que se estrellaban contra los vidrios de las ventanas y las paredes y el televisor, algunos caían muertos sobre el sillón, y gritaban. El diablo con alas, el diablo que había sido pájaro. Marisa se arrodilló y cruzó las manos en cruz padre nuestro que estás en los cielos, y de pronto, como si nunca hubieran estado allí, los gorriones desaparecieron. No huyeron, porque no había ninguna ventana abierta, era pleno invierno. Desaparecieron como si jamás hubieran estado ahí. Pero no estoy loca, para nada, pensó Marisa, y temblando buscó debajo de las sillas y de la biblioteca hasta que encontró un gorrión muerto, esta es la prueba, y lo escondió en el cajón de su mesa de luz. Después deshizo el bolso, ya no le iba a hacer falta a su mamá.

***

Papá trató de contenerla. Decía cosas como “mamita ya no sufre más” pero Marisa no lo escuchaba. Le rasguñó la cara de muñeco, y después se tiró sobre Inés, bruja bruja, vos la mataste, los dos la mataron. Papá le dio una pastilla y la mandó a dormir. Cuando se despertó, Inés se había ido. Papá le prometió que ahora todo iba a ser distinto. Y le anunció que se mudaban a la Capital, para empezar una nueva vida. La casa tenía demasiados recuerdos, le dijo llorando. Marisa se puso contenta y lo besó en la cara, en el cuello. El muñeco se había ido: papá estaba igual que antes, igual que cuando ella era chica y la iba a buscar a la escuela o hacía leche chocolatada para sus amigas. Gordito y hermoso papito.

Lo peor fue desarmar la pieza de mamá, que apestaba a remedios y orín, el colchón hundido por el peso del cuerpo enorme, la pierna ortopédica que no había alcanzado a usar. Los vecinos ayudaron el mudanza: todos los querían mucho en el barrio, y nadie quería que se fueran, especialmente don Kiselevsky, el polaco que le alquilaba el quiosco a su mamá. “Una mujer tan buena, la pucha”, decía. Él ayudó a sacar el ropero de la pieza de la enferma. Y detrás del mueble, en la pared, Marisa lo vio. Una figura de mujer gorda, una silueta trazada con carbón, que tenía un clavo hundido a la altura del corazón. Abrió la boca y gritó; don Kiselevsky fue a buscar a su padre, qué pasa, qué pasa, esta chica está muy mal, pobrecita, no puede hacerse a la idea de lo de la mamá, y Marisa señalaba la pared, pero el polaco no entendía no veía nada. Papá le sacó las manos de la cara, porque Marisa se arañaba, se clavaba las uñas en las mejillas. Ya no era papá: tenía los ojos de plástico del muñeco. Ahí, ahí, la mataron, gritaba Marisa, y los párpados rígidos de papá se abrían y se cerraban y le decían hijita es una mancha de humedad, no hay nada no hay nada, pero ése no era papá.

 

***

 

La casa nueva quedaba en Saavedra, tan lejos de Lomas de Zamora. Sin embargo, a Marisa le gustó. Tenía dos pisos, y aunque quedaba en el fondo de un pasillo, el sol daba en el patio y en las habitaciones de arriba. Sobre todo le gustó porque no había diablos en el techo, ni siluetas pintadas en las paredes. Además, Inés no iba a vivir con ellos. A lo mejor Inés se había llevado al muñeco, o a lo mejor todo eso se había quedado en la casa vieja. Su papá parecía otra vez el de siempre. Ella lo vigilaba. Lo iba a buscar todos los días al trabajo, y él le presentaba a sus compañeros, orgulloso porque Marisa se había anotado en Derecho. Cuando rindió con ochos las primeras dos materias, papá la llevó a comer a un restaurant muy caro de Barrio Norte. Todas las noches Marisa le rezaba a Dios y le agradecía, aunque a veces también se enojaba: ¿por qué mamá había tenido que sufrir así? ¿Por qué el diablo la había elegido para castigarlos? A lo mejor era una prueba. Se compró un rosario, y decidió que nunca iba a sacárselo del cuello, por si volvían los pájaros.

Nunca volvieron. La que volvió fue Inés. Papá se lo avisó antes, mientras cenaban. Le dijo que tenían que recomponer la familia. Que Inés también había sufrido mucho, que era rebelde, y que tenía que entenderla. Que por fin Inés tenía un trabajo y además estudiaba, pero no le alcanzaba para el alquiler, y él no pensaba dejar a su hija en la calle. Que ellas tenían que perdonarse y quererse, porque eran hermanas, y que así lo hubiera querido mamá. Marisa vomitó toda la noche, y rezó. Cuando su hermana llegó al día siguiente con las valijas, igual la recibió con un abrazo. A lo mejor papá tenía razón. No le había hablado con ojos de muñeco.

Hubo peleas las primeras semanas, eso sí, pero sobre todo porque Inés quería escuchar Metallica, y a Marisa le gustaba Ricky Martin. Papá, riéndose, dijo que iba a comprar otro equipo de música, haya paz, señoritas. Tres días después, papá la fue a buscar a la facultad, y le dijo que tenía una sorpresa. En el asiento de atrás había una caja de cartón y, adentro, el equipo prometido. Pero la sorpresa fue otra: tenía los ojos de muñeco. Marisa se contuvo: no tenía que llorar, ni pegar; no tenían que darse cuenta. A ella le tocaba actuar. Por algo el diablo no la buscaba. Estaba pura. Nunca había tenido un novio. Nadie la había tocado. Tenía que salvar a su familia, aunque no había podido salvar a su mamá. Se lo debía a ella, pobrecita, que se había muerto con un clavo en el corazón.

Inés se mudó a la habitación de su papá porque, decía, en la suya se escuchaban ruidos. Marisa también los escuchaba. Corridas en la escalera, los martillazos otra vez. Y los gemidos de papá por la noche, pendeja sos tan divina, y después Inés, papito comeme toda, comeme la conchita, así. Aunque Marisa se tapara los oídos, los seguía escuchando. Hasta distinguía el chapotear de los besos y las lenguas, los rugidos de papá un rato después de que decía, en voz baja, chupámela, hijita, chupámela. ¿Qué podía hacer? Sugerir, a lo mejor. Durante el desayuno, por ejemplo.

―Papá, ¿vos escuchás los ruidos que dice Inés?

―Sí, andá a saber, hay muchos departamentos acá, viste cómo es la gente…

―Pero, ¿escuchás los pasos en la escalera?

―Ah bueno, ese es el Rocky, pobre perro, descubrió la escalera y juega de noche.

No era el Rocky. Hasta Inés lo sabía. Su hermana ya no tenía el diablo adentro todo el tiempo. Marisa lo notaba. Papá le pasaba el muñeco cuando se le metía en la pieza. De día estaba normal.

―Maru, vamos a preguntarle al dueño a ver qué onda.

Fueron las dos. Papá se hacía el divertido, pero estaba un poco incómodo. Ya te voy a ayudar, papito querido, pensó Marisa. Le preguntaron al dueño, que vivía en el departamento de adelante, si se había muerto alguien en la casa. Él les dijo que, por lo menos desde que él la había comprado. Inés se quedó tranquila hasta que, una semana después, se empezó a pudrir la comida. Hasta la que estaba guardada en el freezer. No podían cocinar. Tenían que comprar comida hecha en el supermercado, y comer rápido, porque hasta en el plato empezaba a apestar. Papá insistía con que era la heladera de mierda, sin convicción, tímidamente, por decir algo. Cuando no tenía al muñeco en los ojos, parecía asustado. Marisa lo convenció de rezar. Dale papi, recemos, pasan cosas raras a veces, y también podemos rezar por mamá. Los tres arrodillados en la habitación, con el rosario de Marisa, todas las noches. Pero los ruidos seguían. Y a veces, incluso después de rezar, papá se volvía a meter en la cama de Inés.

Ayudarlos, ayudarlos. A la mañana, papá miraba a Marisa con los ojos verdaderos, que parecían rogarle. Lo había visto llorar en un rincón del living, diciendo en voz baja qué nos pasa Dios mío. Para ayudarlos, Marisa se tomó un colectivo hasta el centro. Buscaba la dirección de un Centro de Angeología. El folleto, que había encontrado pegado en una pared de la facultad, decía que ahí ayudaban a expulsar demonios, a encontrar el Angel de la Guarda, a cortar daños y encontrarse con La Luz Divina. Se inscribió sin pensarlo cuando vio el lugar, lleno de velas blancas, silencioso, lleno de paz. También anotó a Inés, sin decirle nada. Más adelante lo iba a hacer, si el curso servía.

En la primera clase, el profesor dijo que cada persona era un ser de luz, y que todos eran capaces de expulsar la oscuridad. Marisa tomó apuntes. Era posible ayudar a quienes transitaban las tinieblas, sea por un daño o maleficio, porque el diablo acechaba en todas partes. Escuchó historias maravillosas de gente que había sufrido tanto tanto, y ahora era libre, por la gracia de Dios. Lo fundamental era invocar y encontrar al ángel. Todos tenemos uno que nos acompaña en silencio, y se puede aprender a hablarle. El profesor dijo que incluso podía ver a unos cuantos, flotando sobre los hombros de los alumnos. Marisa le preguntó si veía al de ella. El profesor le dijo que todavía no, pero que con unas indicaciones que él iba a darle, pronto lo conocería. También quiso saber cómo se hacía para llegar a la luz. El profesor le entregó personalmente, en mano, un librito, apenas fotocopias dobladas, que contenía el método de Purificación. “Con fe y la ayuda del Angel, siempre funciona”, y le apretó el hombro con verdadero afecto. Marisa volvió a casa con su libro y sus instrucciones apretadas contra el pecho; no se atrevía a leerlas en el colectivo.

Subió corriendo las escaleras y se puso a leer sentada sobre la cama. ¡Había tantos ángeles para contactar! Eso no se lo esperaba. Miguel, Gabriel, Rafael, Uriel, Chamuel, Jofiel, Zadkiel. Tenía que elegir uno. Primero decidió tomar nota del rito de purificación. Lo copió entero en su anotador, para recordarlo, como hacía con los textos de la facultad. Así los memorizaba mejor. Le llamó la atención que, al final, la explicación del rito dijera: “A veces da miedo”. Ella tenía mucho miedo. Pero tenía que ayudarlos, ayudarlos.

Antes de dormir, invocó a Zadkiel.

Que el espíritu maligno sea definitivamente aniquilado

y que el amor reine entre nosotros

así como Tu amor se nos manifiesta pleno e inagotable.

Amen.

 

***

 

Se lo encontró a la mañana, a los pies de la cama. No tenía el aspecto que esperaba. Ni manto ni alas ni juventud. Parecía de unos cuarenta años, con el cabello oscuro y engominado, traje azul oscuro y camisa blanca.

―¿Zadkiel? –dijo Marisa, y se dejó caer de la cama al piso. Ahí, arrodillada, rezó.

―Querida, hace años que esperaba tu llamado. De pie, por favor. O sentate en la cama, da igual.

―¿Zadkiel?

―No, él está ocupado. Yo soy Nicolás.

―“Que tu amor…”

―Gracias, querida, no hace falta tanta ceremonia.

El ángel resopló. Tenía ojos verdes y la frente amplia. Miró alrededor mientras esperaba que Marisa dejara de llorar y se sentara en la cama.

―Ay Lucifer, Estrella de la Mañana, estás obsesionado con este barrio, ¿no es verdad? ¡Sos tan obvio! Es claro que tu pecado fue la soberbia. ‘Existe una región fronteriza donde la urbe y el desierto se juntan en un abrazo combativo, tal dos gigantes empeñados en singular batalla. Saavedra es el nombre que los cartógrafos asignan a esa región misteriosa, tal vez para eludir su nombre verdadero, que no debe ser proferido’. La geografía ha cambiado un poco, la verdad. No es que te importe, lo sé.

Marisa lo miraba embelesada, aterrada.

―Perdón por la digresión, querida mía. Pero a quién se le ocurre vivir en Saavedra, me pregunto. En fin, al trabajo. ¿Cuántos años tenés?

―Veintiuno.

―La vida por delante. Bien. Lucifer Estrella de la Mañana se ha encarnizado con tu familia, ¿verdad?

―Necesitamos tu ayuda, amado Zadkiel…

―Nicolás. Claro que la necesitan y a mí no me queda otra.

El ángel se paró. Era muy alto, y delgado. No irradiaba luz.

―Va a ser duro, Marisa. Muy difícil. Lamentablemente, han quedado en medio de la batalla de los ángeles y los demonios que se disputan el alma… Bien, al trabajo. Soy Nicolás, el Purificador. Y debemos actuar juntos hasta el final. Atención: tu padre y tu hermana están poblando la ciudad de íncubos y súcubos con su lujuria. Desde hace mucho tiempo. Ni siquiera lo saben. Yo voy a guiarte, en cada paso.

Marisa lloraba a gritos, de miedo y agradecimiento. Tanto lloraba que pronto comenzaron los golpes en la puerta. Hija estás bien, qué pasa hija, decía papá. Marisa miró al ángel, que se encogió de hombros.

―Que pase –le dijo. –No puede verme. Soy tu ángel de la guarda. Invisible para los demás.

Marisa abrió y, temblando, comprobó que el ángel decía la verdad. Allí estaba todavía, sentado en la cama; su padre se sentó a su lado, y no notó su presencia en absoluto.

―¿Qué pasa, hija?

Tenía los ojos del muñeco. Marisa miró al ángel, que asintió.

―Papito, tenemos que rezar.

―Hija, basta con eso. ¡Basta! –y se levantó enojado, con los párpados rígidos. Marisa lo siguió, dejame en paz hija, voy al baño, y Marisa lo siguió. Cuando entró, vio reflejado en el espejo al muñeco verdadero, al que antes sólo había visto en la cara del padre, sonriendo. Ahí está, ahí está el diablo, gritó, y papá, enojado, le dio un puñetazo al espejo, que se rompió. Entonces apareció Inés, semidesnuda, y Marisa empezó a gritar y llamar a Nicolás. Papá hablaba de psicólogos y tranquilizantes; Inés murmuró loca de mierda, y se fue.

El ángel flotó sobre Marisa, que gritaba acostada en el piso del baño.

―A la cama –le dijo, y por primera vez su voz sonó poderosa, llenó el mundo, hizo temblar el espejo roto en el piso y aullar a Rocky, que subía y bajaba la escalera. –A la cama. Mañana será el día.

 

***

 

Nicolás le dijo que él se encargaría de que ninguno de los dos se resistiera. Llevó a papá y a Inés al cuarto que compartían a la medianoche. Parecía haberles quitado la voluntad. Con un gesto los obligó a arrodillarse y rezar, y ellos lo hicieron. Después mandó a Marisa a hablar con el dueño de la casa. No tenemos que ser interrumpidos, le explicó. Ella ensayó la excusa: “Con mi familia empezamos a ir a un centro religioso y vamos a hacer algunas oraciones”.

Doce horas, dijo Nicolás, hasta la Purificación final. Le indicó que cerrara todas las puertas y ventanas, y que abriera todas las canillas de la casa: hacía falta mucha agua, fluir, fluir, le dijo. Y rezar. Los tres tomados de la mano, desnudos en la habitación, los colchones en el piso, de la mano. Marisa sentía la fuerza y veía los pies de Nicolás, suspendidos a la altura de sus ojos. Ahora irradiaba una luz negra, una sombra que delineaba su cuerpo, como la del trazo de carbón que había matado a mamá. Él mismo encendió velas en todas las habitaciones del piso de arriba y en la planta baja. Hablaba, pero Marisa no le entendía, salvo cuando le daba órdenes secas. Los salmos, ordenaba. Y Marisa y su hermana y su padre oraban, con la Biblia abierta.

Como escorias hiciste consumir a todos los impíos de la tierra;

Por tanto, yo he amado tus testimonios.

Mi carne se ha estremecido por temor de ti,

Y de tus juicios tengo miedo.

Juicio y justicia he hecho.

Justicia para mamá, fuera Satanás, gritaba Marisa y lloraba cuando veía que su padre se excitaba aunque cada vez que quería acercarse a Inés recibía un puntapié del ángel que flotaba envuelto en luz negra. La cara de papá, la del muñeco, ahora empezaba a desfigurarse por los golpes, el ángel insistía querida esto no es real, cuando termine tendrás a tu familia de vuelta, como antes, como debe ser. Rezaron de la mano hasta que el ángel los detuvo y volvió a tomar a papá y a Inés en sus brazos: tenía tanta fuerza, podía cargarlos a los dos. Ellos estaban como muertos, tan relajados que de entre sus piernas chorreaban excrementos y orina, y todo el pasillo apestó enseguida, a pesar de las velas y las hierbas aromáticas.

Voy a sostenerlo de pie, dijo el ángel.

Y Marisa supo que tenía que ser valiente.

Inés sólo observaba, aunque no parecía ver.

Marisa fue hasta la cocina, y trajo un cuchillo, el primero que encontró, uno pequeño, mango de madera, de filo serrucho. Miró al ángel, que tenía los ojos cerrados. Y le clavó el cuchillo en la cara al muñeco. Una vez, otra vez.

Saldrá por el pecho, dijo el ángel, aunque no movió los labios.

Papito perdón dijo Marisa y trazó un círculo sobre el pecho de piel fláccida con el cuchillo.

Y ahora el cuello, ordenó el ángel, y dejó caer a papá, y Marisa recibió el chorro de sangre en la cara y patinó en la sangre del piso. Sintió cómo el líquido caliente le empapaba la entrepierna, y también sintió un escalofrío desconocido. Esto es lo que siente Inés, pensó, cuando papá es el muñeco.

Otra vez la cara, para que el muñeco se fuera. Los párpados fijos pensó, y los arrancó. Papá tenía la boca abierta. ¿Estaría gritando? Ella sólo podía escuchar al ángel que ahora estaba al lado de Inés, sosteniéndola. Su hermana parecía despierta. No importaba. El ángel la soltó. Inés cayó sobre la sangre y se revolcó. Se reía.

Lucifer en la cara, dijo el ángel. ¡Vamos! Y Marisa se arrodilló y mordió al muñeco, para arrancarlo de una vez, de una vez. Volvió a sentir la humedad cálida entre las piernas. Es la sangre, es la sangre, pensó, y escupió carne, mejilla, labios. Se dio vuelta, con los dientes apretados. Y vio al muñeco en la cara de Inés, que se pasaba la sangre por los pechos, tan sucia, tan impura, puta, asesina de mamá, puta.

Entonces el ángel abrió los ojos y la sombra que lo rodeaba rugió. Intrusos, supo Marisa. ¿Cómo habían podido abrir la puerta?

―¡Váyanse! ¡Esto no es real!, gritó el ángel. Y cuando los intrusos intentaron detener a Marisa, se interpuso, y con un golpe de su mano los hizo volar hasta el otro extremo de la habitación, una y otra vez. Ella seguía con el cuchillo en alto.

―¡Soy el Purificador!—gritó el ángel. --¡Esto no puede detenerse!

Marisa sintió que se le aflojaban las rodillas. Intentó resistirse a los intrusos que querían atarle las manos a la espalda; intentó dar un salto y clavar el cuchillo en la cara de Inés, que era la del muñeco, ahora el muñeco estaba en su hermana pero también estaba en todas partes, y gritaba algo imposible de comprender, algo que hacía desaparecer la luz negra de alrededor del ángel, el ángel que ya no flotaba, que tocaba el suelo con los pies, cabizbajo, y le decía estúpida, débil, sin furia, resignado. Marisa miró a los intrusos, y dijo:

―El diablo estaba en papá. Mamita, mamita, ahora papito va a volver bueno.

Los intrusos la empujaron a la calle. Gritó el nombre del ángel, pero no tuvo respuesta. Lo último que vio, antes de que la taparan con una frazada, antes de que la encandilara el sol del mediodía, fue el techo lleno de sangre, y los ojos del muñeco, risueños, en los ojos de su hermana.

 

 

*Publicado originalmente en In fraganti, antología a cargo de Diego Grillo Trubba (Reservoir).

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