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Ficción argentina

Campaña

Ph | Eduardo Carrera

Un relato de Sonia Budassi

De la periodista y editora nacida en Bahía Blanca, Sonia Budassi -autora de libros como Apache. En busca de Carlos Tévez, que acaba de traducirse al chino, Mujeres de Dios y Los domingos son para dormir- uno de los relatos nuevos de Periodismo, en su segunda edición ampliada por 17 Grises Editora.

Por Sonia Budassi.

¿Sabés cuántos comerciales tengo encima yo? Más de doscientos… No podés decirme que está todo bien si todavía no chequeaste nada... Dejame ver... El personaje en cuestión toma al asistente del brazo —con una fuerza que la situación no amerita— y lo conduce hacia la mesa del catering de la filmación. Los allí presentes saludan con corrección (“Qué tal José María cómo le va”) o con obsecuencia (“Qué tal José María, qué bueno estar otra vez en su equipo”) pero en ningún caso obtienen respuesta porque él sigue concentrado en la observación de la bandeja de sandwiches de pan de figazza. Los demás se retiran y sólo quedan el asistente de dirección y él, los dos ante la bandeja de sandwiches. Se inclinan sobre ella hasta que sus ojos alcanzan la altura de la mesa para estudiarlos con detenimiento. Decime qué variedad de sandwiches había hasta hace diez minutos más o menos. Pensá... El asistente vacila y luego responde (“Creo que, no sé, de jamón y queso y de milanesa”). Sí, de milanesa, lechuga y tomate, muy bien. Ahora decime, ¿cuántos quedan de milanesa, lechuga y tomate, eh? El asistente mira la reducida montaña de sandwiches y trata de entender cuál es el punto al que desea llegar el Director, qué mensaje o enseñanza quiere darle con eso y responde (“Ahora ninguno... que yo vea, no sé”). El personaje en cuestión esboza una sonrisa. Entonces no me podés decir que está todo bien. Di órdenes expresas para que me guardaran un ejemplar de cada cosa que haya para comer, ¿sabés? Ahora quiero comer un sandwich de milanesa y no queda ninguno, ¿te das cuenta? ¿Me decís qué hago ahora? ¿Vos me vas a preparar otro sandwich de milanesa con lechuga y tomate ahora que tenemos que filmar otra vez? El asistente no responde.

Al día siguiente, en la productora que lleva el nombre del personaje en cuestión, se encuentran la recepcionista, el jefe de estudio, el Director de producción y la chica que limpia, sirve café, lleva termo y mate a distintas oficinas y que además realiza tareas que su función no exige pero de las que ha aprendido a encargarse en los diez años que lleva trabajando allí: Los cinco —es decir, no todos los que trabajan en la productora— llegan —como corresponde— a las nueve treinta de la mañana. Cuelgan sus abrigos para luego —con tranquilidad— dirigirse a la cocina. Como el día anterior la filmación se extendió hasta la madrugada, el personaje en cuestión necesita descansar y —se infiere— llegará alrededor del mediodía. El jefe de estudio ha comprado facturas en la panadería de enfrente y las dispone sobre la mesa mientras la chica que entre otras cosas limpia y hace mate prepara mate y ahora lo ceba. Cuando suena el teléfono, la recepcionista deja sobre la mesa el mate humeante que no ha tomado todavía y corre hasta la recepción. (“Productora, buenos días, ¿en qué puedo ayudarlo?”). Hola, Nati, cómo estás. Pasame con mi asistente. (“Eh... todavía no llegó, pero puedo ubicarlo en la casa o en el celular, si quiere...”). No, no, dejá, no importa. Decíme quiénes están. La recepcionista enumera sin mentir. Ajá. Bueno, igual yo voy a llegar después del mediodía. Pero cualquier cosa me llamás al celular.

Cuando él llega, lo primero que ve es a la recepcionista. La ve, la mira, ella saluda, él sonríe y también saluda. Buenos días, Nati, ¿cómo estás? Le da algo que intenta ser un beso en la mejilla pero que sólo es un roce y anuncia: Voy a mi oficina, que nadie me moleste. De inmediato, la chica que hace mate entre otras cosas deja de limpiar el piso de la cocina y deposita sobre el escritorio del Director el mate y el termo que ya tenía preparados para él. (“Permiso”). Gracias, Susi, ¿todo bien? El Director no espera ni desea una respuesta, enciende la Mac que acaba de sacar del portafolios y toma el teléfono. Nati, comunicame con Miami Films, de Los Estados Unidos. Sí, con Jane.

Minutos después, con cansancio en el rostro, en el cuerpo y en el alma, aunque eso último no pueda verse, el asistente llega, saluda a Natalia y, con cierta ansiedad, hace la pregunta de todos los días. (“¿Llegó José María? ¿Preguntó por mí?”). Cuando Natalia dice que llegó pero no preguntó por nadie, él se va por el pasillo en dirección a su lugar de trabajo y pasa por delante de la puerta de la oficina del Director que, aunque cerrada, no impide que se oigan los gritos; el asistente imagina una conversación telefónica ante la cual no puede evitar sentir curiosidad: sin pensarlo, se detiene y acerca la oreja a la puerta para oír mejor mientras, para disimular, hace que chatea desde su teléfono. Okey, okey that´s fine. Oh, well, you need más detaies, okey, yes, I tell to my productor que sé pre-ó-cu-pe more. Ok bye bye.

El asistente se descubre a sí mismo sonriendo al notar el lamentable inglés del personaje en cuestión y, al mismo tiempo, siente pena y satisfacción, a las que —de inmediato— se suma algo de vergüenza; no es de buena gente escuchar conversaciones ajenas y menos aún a la vista de todos. Con el deseo de no haber sido visto, sigue su camino. Deja la mochila en una silla de la cocina, se quita la campera —para que al verla el Director no note que acaba de llegar—, toma su carpeta, se sirve un café y baja las escaleras con dificultad: no hay un equilibrio natural entre la voluminosa carpeta que lleva en una mano y la taza pequeña y además demasiado caliente que sostiene en la otra. Con apuro, atraviesa el estudio para llegar al fondo de la productora, a lo que sería su lugar de trabajo —un espacio que de ningún modo merecería ser llamado “oficina” porque es apenas un cuarto de dos por dos, frío en invierno, caluroso en verano, de techo bajo y paredes de cemento, donde sólo cabe un tablón que hace de escritorio y donde se apilan una vieja computadora (aunque Macintosh), una impresora blanco y negro (láser) y un escáner. Se sienta en una silla —de mimbre, que él imagina traída de un balneario de Mar del Plata—, bosteza, enciende la computadora y toma el café mientras espera —tres minutos aproximadamente— a que la pantalla por fin se ilumine. Bosteza de nuevo y toma del estante —también improvisado con una tabla de madera— el disco duro externo "DIRECCION 8" donde deberá almacenar toda la información referida al último comercial. Un sonido o un temblor lo sobresalta. Gira y descubre al personaje en cuestión apoyado sobre el vano de la puerta, mirándolo mientras con nerviosismo pasa su mano por el pelo —no de manera simpática como lo haría el popular cantautor Sergio Denis sino con nerviosismo, según analiza el asistente que ahora se pregunta cuánto tiempo habrá pasado allí el Director. No lo pregunta enseguida porque sabe que sería descortés: primero hay que saludar. (“Hola, buenos días, me asusté, no lo sentí llegar. Qué buena filmación la de ayer, ¿no? Felicitaciones”). Ah, sí... igualmente. Pudiste descansar, ¿no? Después subí a mi oficina, cuando puedas, si no estás muy ocupado... (“No, está bien, enseguida subo”). Tranquilo, terminá el café, no hay apuro. El asistente interpreta que eso significa que debe subir de inmediato. Toma un último trago de la infusión y sube hasta la oficina de la puerta siempre —o casi siempre— cerrada. Golpea una vez y, como a la segunda tampoco obtiene respuesta, va hasta la recepción para preguntarle a Nati si el Director salió. Al verlo, ella gira la cabeza en la dirección opuesta y él prefiere creer que es porque está ocupada hablando por teléfono con alguien importante. Cuando vuelve y golpea por tercera vez, oye el grito. ¿Sí? El asistente abre la puerta (“Permiso”). Ah, sos vos, pasá. No lo mira, sostiene el teléfono con una mano y busca un papel en su portafolio con la otra. Lo extiende, el asistente lo toma y da un paso como para sentarse a leerlo —como suele hacer con todos los guiones— junto al personaje en cuestión, pero la voz lo interrumpe: Eh... bueno, mirá, este es un guión que llegó de Los Estados Unidos... no sé, vos sabías inglés, ¿no? Bueno, escuchame ¿era muy importante lo que querías decirme? Todo bien, pero ves que estoy con cincuenta cosas, tengo un día difícil, pero si es urgente contame... (“Eh, no. Yo vine porque...”). Sí, te escucho... (“No, está bien, no tengo apuro, pensé que...”). ¿Qué pensaste? A ver... (“No, nada, que cualquier cosa que necesite me llame; estoy abajo”) Okey. Empezá a trabajar en esto y cerrá la puerta.

Al mediodía, si tienen tiempo, los empleados se agrupan en la cocina para planificar, organizar y concretar el almuerzo. Es una de las tareas más esperadas del día: se analiza la posibilidad de compartir porción de pastel de papas (cuarenta pesos), pedir en forma individual porción de tarta de acelga (treinta pesos), comprar los elementos sueltos y elaborar ellos mismos una gran ensalada (diez, quince pesos per cápita) y, para los más innovadores, distintas alternativas en el menú de El Lavalle, conocido en el barrio por su calidad y sus buenos precios. Los freelance optan generalmente por salir a comer afuera, pero eso no sucede hoy: toda la gente de la producción Leche Condensada Conesalud —el último comercial— ha terminado su trabajo en la filmación, excepto el jefe de producción que, aunque no esté presente, se sabe, debe venir en la semana por la rendición. En ese contexto, la chica que sirve café entre otras cosas deja de lavar el piso de la cocina y termina en forma abrupta la discusión con el editor que ha dejado videos y discos rígidos externos tirados sobre la mesa donde sólo les está permitido comer y en ningún caso apoyar cosas. Es ella la responsable que esa disposición se respete y lo hace dándole la razón al editor aunque de hecho no la tenga, “está bien, tenés razón”, le ha dicho. Pronto coloca una pava con agua sobre la hornalla y busca en un cajón un sobrecito de sopa deshidratada dietética, acción que hace desechar la hipótesis de que prepara un mate. Los presentes conocen esta señal: el Gerente de Finanzas ha llegado a la productora. Se produce un silencio que deja oír con claridad el sonido del agua hirviendo en la pava aunque eso dura poco porque, pasados unos segundos, el silencio se disipa y se transforma en murmullo: cada uno de los presentes recuerda y comenta cuál es el tema que debe plantear y piensa en la forma adecuada para hablarle si es que él accede esta vez a recibirlos. Se escucha el sonido del portón del garage al cerrarse, la frenada de un auto y, luego, pasos que con firmeza suben la escalera desde el estudio hacia la cocina. El editor se asoma para averiguar qué auto trajo el Gerente de Finanzas esta vez y, con admiración, descubre un Alfa Romeo Triser último modelo que no había visto nunca. El Gerente de Finanzas termina de subir la escalera y todos dejan sus quehaceres de lado para verlo: aunque pretendan disimularlo no es fácil pasar por alto la camisa azul Francia de seda italiana que hace resaltar el volumen de su panza, ni la apariencia de fragilidad de los botones que precariamente sostienen la tela en esa zona de la prenda. Tampoco es fácil ignorar el bronceado del rostro que contrasta aún más con el blanco de su pelo blanco y los dientes también blancos y brillantes que él muestra al decir, sin mirar a nadie en especial pero dirigiéndose a todos los presentes, “Hola, muy buenos días” para luego continuar su camino y encontrar humeante la taza con sopa dietética de verduras que, como siempre, la chica que hace mate entre otras cosas, ha dejado sobre su escritorio.

Entre tanto, el personaje en cuestión abre el tercer cajón donde guarda distintos cambios de ropa y, sin ser visto, cambia su camisa de jean por una que él considera formal y moderna y cuyo logo bordado EXUS es similar al de la otra pero más visible. Nati, decile a Claudio que venga a mi oficina. Torrero golpea la puerta y entra sin esperar respuesta, privilegio que le brinda el cargo de Productor Ejecutivo. (“Hablé con la agencia y el cliente; vieron el material y están muy contentos”). Sí, los tipos estaban encantados… Pero, bueno, Claudio, mejor pensemos la estrategia para lo que viene que la reunión es ahora. El Productor Ejecutivo enciende un Camel y le convida otro al Director. Ambos tienen permitido fumar en cualquier lugar del inmueble. El Productor Ejecutivo da una pitada profunda al cigarrillo y habla (“Mirá, en cuanto a la producción, el proyecto es muy groso: seis jornadas de filmación, derechos para todo el mundo, buena guita para modelos con lanzamiento en el mundial de fútbol, es espectacular, considerá que es un lanzamiento… Por eso ahora lo importante es el respaldo económico que tengamos, más allá de la propuesta estética, digo, eso lo doy por descontado. Sé que es la primera vez que la productora tiene un proyecto de estas dimensiones, así que decime vos si podemos responder en esta primera fase que es la de inversión, porque...”). El Director reprime una sonrisa, apaga el cigarrillo consumido hasta la mitad y su boca se deforma hacia un costado hasta que la sonrisa toma verdadera entidad. Eso lo tenés que hablar con el Gerente de Finanzas, no conmigo, hace tiempo que yo delegué los asuntos comerciales, el que está al tanto es Gerardo. De todas formas, tengo entendido que nuestra situación financiera cambió radicalmente desde hace unos meses, en realidad desde que entró él, y por supuesto para bien... El Productor Ejecutivo interrumpe al Director y habla de nuevo (“Por supuesto que ya lo hablé con Gerardo, pero quería saber cómo lo veías vos, que seguís siendo el dueño...”). Mientras tanto, el personaje en cuestión marca el número de interno del Gerente de Finanzas y le pide que se presente en su oficina. Al colgar, se produce un silencio incómodo pronto interrumpido por el timbre del teléfono. Sí, Nati, decime...Ok, ya vamos, hacelo pasar y que le sirvan algo, lo que pida. Cuelga y con una nueva sonrisa dice: El presidente de Toyota nos espera. Entonces, sin haber llamado, entra Gerardo Gutiérrez y le da un abrazo al Director. (“¡Qué elegancia, José! Aunque demasiado moderno para mí…”). Bueno, si el comentario viene de alguien como vos, tengo que sentirme halagado, maricón. Le extiende la mano a Torrero y vuelve a hablar (“Muchachos, ¿cómo viene todo?”). Bien, acaba de llegar nuestro próximo cliente. Pero parece que antes de enfrentar la reunión nuestro Productor Ejecutivo quería estar bien seguro de poder afrontar la campaña, ¿qué nos decís? (“¿Me convidan un cigarrillo?”). Torrero le da un Camel. (“Muchachos, tranquilos. Mañana entra el pago de toda la campaña de American Express. Con eso hay respaldo de sobra. Los salarios de los técnicos pueden esperar, no van a armar quilombo gremial enseguida, ya hablé con SICA. ¿No te lo había dicho el otro día que me preguntaste?). Se dirige al Productor Ejecutivo (“Sí, ya sé que lo hablamos. Pero esta no es una campaña cualquiera... Es mucha guita, hay que sostenerla.... Por eso, en todo caso prefiero volver a preguntar y que todos estemos al tanto...”). El personaje en cuestión hace rato no sigue la conversación. Está concentrado en buscar el documento “Toyota” con la propuesta estética y creativa que supone su asistente ha preparado. Se escucha, estrepitoso, el sonido de la tapa de la Mac-Book Pro último modelo al cerrarse a causa de la desproporcionada energía que el Director ha utilizado en esa acción que, por otra parte, y aunque los otros no lo hayan notado, ha realizado sólo después de haber vacilado frente a la pantalla, mientras sus dedos tamborileaban sobre el escritorio, luego de haberse tapado la cara con las manos, de haber chistado y mirado con notorio disgusto a quienes lo acompañaban para expresar de esa forma su descontento, su malestar, su preocupación, su angustia. Productor Ejecutivo y Gerente de Finanzas sólo se sobresaltan ante esa última, ruidosa y extrema reacción; sólo se inquietan al ver al Director levantarse y salir diciendo: Ya vengo, atiéndanlo ustedes.

Ahora lo que interesa es seguir al personaje en cuestión que camina rápido hacia la cocina, se detiene, gira, vuelve sobre sus pasos y se para frente a la puerta de su propia oficina. Por segunda vez, ante la puerta cerrada, gira la cabeza hacia la cocina, la vuelve a la posición anterior, avanza rápido hasta la recepción, de nuevo se detiene bruscamente. Mira a la recepcionista a los ojos y le dice: Pablo... decime dónde está Pablo. La recepcionista no responde porque no lo ha oído, aunque sí lo ha visto y eso es lo que hace que ansíe cortarle el teléfono al Director General Creativo de MacCann Erickson Argentina, cliente importante de la productora, quien acaba de hacer un chiste ante el cuál, ella sabe, debe reír —y en efecto ríe, y en ese acto sabe perdida la posibilidad de colgar aun cuando el Director golpea con fuerza el escritorio, quizá resignado, quizá impotente o quizá dispuesto a hacer algo drástico que se le ha ocurrido precisamente al ser ignorado por Nati. Eso aún no se sabe. El director se aleja otra vez en dirección a la cocina, ahora ante la mirada de Torrero y Gutiérrez que permanecen de pie junto a la puerta —ahora abierta— de su despacho.

¡Susi! (“Sí, Señor”). ¿Qué le serviste al Gerente de Toyota? (“Un agua mineral que pidió él”) ¿Lo viste a Pablo? (“Creo que está abajo trabajando en la computadora de abajo”). El personaje en cuestión apresura el paso y baja las escaleras ante la mirada de los editores que almuerzan sin hablar y fingen que nada les preocupa —aunque presientan un desastre inminente o se pregunten inquietos si alguno de ellos no ha sido el responsable de eso. Una vez seguros de que han hecho todo en tiempo y forma tratan de comer con cierta distensión, pero lo logran sólo en parte porque no pueden dejar de especular con lo que ha ocurrido y con lo que está por ocurrir.

¡Pablo!... ¡Pablo! El asistente escucha su nombre en la voz del Director; resuena por la acústica del estudio en una repetición de ecos graves que estremecen el pequeño cuarto de dos por dos. ¡Pablo!... El asistente teme y ese temor no admitido le provoca una ansiedad inmediata que le hace repasar el abanico de opciones con hipotéticos errores por él cometidos e imaginar los subsiguientes reproches que podría recibir. Las imágenes producen en su cuerpo un nivel de alteración que lo obliga a incrementar su actividad física. La conjunción de estos dos síntomas lo lleva a veces a ejecutar acciones absurdas como acomodar todos los elementos (lapiceras, pen drives, discos externos, marcadores para claquetas, chinches, etc.) sobre los estantes, apilar y guardar en carpetas la gran cantidad de papeles (guiones, anotaciones de preproducción, storyboards, listas de pedido para la librería, tatetís, su recibo de sueldo, etc.) sobre el llamado escritorio, encender un cigarrillo aunque no haya terminado el que estaba fumando, ordenar alfabéticamente los documentos de la computadora y realizar una serie de actos y operaciones mentales descoordinados sin sospechar siquiera la relación que existe entre el “proyecto Toyota” y el enojo del Director, y sin notar lo que a esa altura parece obvio: en el fondo, en momentos así, lo que en él se impone es el temor.

Escuchame, te quiero hacer una pregunta. El asistente se detiene y mira al Director a los ojos tratando de develar la falta cometida, en lo posible antes de escucharlo, y hacer lo que tampoco ha podido hacer hasta el momento: ensayar una respuesta, una excusa, un justificativo convincente, y proponer una solución. El Director se quita los anteojos y se acerca a él para hablarle en voz baja. Vos sabés quién está acá arriba, ¿no? ¿Sabés con quién tendría que estar reunido yo en este momento? ¿Lo sabés o no? (“No, José María, no escuché que llegara nadie, estando acá abajo...”). A ver… No quiero perder más el tiempo. Acordate de la última conversación que tuvimos exactamente en este lugar... (“Ah...sí, esta mañana. Usted me dijo que suba y después me dio el guión nuevo...”). Ahora, para decir lo que va a decir, el Director levanta la voz y se acerca aún más al asistente. Los dos quedan muy próximos entre sí como quienes estuvieran a punto de compartir un secreto aunque ahora la mano de uno muy cerca del brazo del otro, que retrocede por instinto da cuenta —en los hechos— de una velada amenaza. No, esta mañana no. El otro día antes de filmar te dije que me tuvieras listo todo lo de Toyota, ¿no? El asistente quiere hablar pero la voz cada vez más enérgica del Director se lo impide. Arriba está el tipo con el que durante toda mi carrera esperé reunirme para hablar de un guión. Arriba está el Productor hablándole sobre el presupuesto porque ellos la quieren filmar conmigo, ¿entendés? Pero resulta que en lugar de estar con ellos el Director tiene que venir hasta acá a hablar con vos. El Director se acerca todavía más pero luego retrocede a la posición anterior —quizá haya notado, durante esa fracción de segundo, su propia exaltación, la percepción de sus manos sobre el brazo del otro. Suspira y, en un acto de supremo autocontrol, prosigue. ¿No ves que no tengo forma de venderle al cliente ni a la agencia mi manera de filmar sus guiones porque no hay ninguna propuesta estética de mi parte para mostrarle? (“Ah... ¿la devolución creativa? Se la dejé anteayer en un pendrive sobre el escritorio. Habíamos quedado en eso. No la grabé en su computadora porque cuando terminé usted ya no estaba en la productora”). El asistente habla ahora, y lo hará en los próximos segundos, con seguridad.

Ya han llegado los creativos de la agencia y en este momento degustan con placer —al igual que el cliente— las deliciosas masas de dulce de leche y chocolate de la panadería de enfrente. A un par de metros de la sala de reuniones, editores, asistente de dirección y chica que sirve cosas entre otras cosas degustan masas similares. Ella misma las ha comprado para la ocasión y las ha separado con el propósito de convidar a sus compañeros a la hora del mate, hora que en realidad no tiene un rigor fijo sino que varía de acuerdo al trabajo que tenga cada uno y la distancia jerárquica que tengan respecto de lo que ellos denominan “la cúpula” —compuesta por Productor Ejecutivo, Gerente de Finanzas, Director dueño de la productora y Esposa del Director, a quien llaman así a pesar del empeño que ella pone en presentarse, fuera y dentro del lugar, como “Productora Internacional” por tener a su cargo los proyectos que llegan del exterior para ser filmados en Argentina y por gestionar también que el Director sea contratado por productoras del extranjero. De todas modos, esa mujer que se hace llamar “Productora Internacional” no representa una amenaza porque, salvo un caso excepcional (la poca disponibilidad horaria de su profesor de inglés que pueda obligarla a tomar su clase por la mañana, una conference call con la producer de Miami Films, una reunión especial de todos los directivos), suele llegar siempre después que el resto, aún después que el Gerente de Finanzas, de manera que ahora todos conversan con cierta libertad mientras la editora prepara el mate. El editor de offlines —el cargo de mayor responsabilidad dentro del área de postproducción— se acerca a ella y mira por sobre su hombro hasta acceder a la visión de la pava sobre el fuego. (“Mariela, cuidado, me parece que está por hervir”). La editora le responde al editor de offlines, pero no con enojo sino con confianza, con simpatía, con cierta gracia (“Bueno, che, hacelo vos si no te gusta”). Cuando el mate está listo, jefe de estudio y recepcionista se unen al grupo; ella debe ir y volver a su escritorio cada vez que suena el teléfono, pero de todas maneras hace el intento de permanecer con ellos aunque la experiencia le indique que rara vez puede terminar de tomar un mate y que el hecho de que eso suceda parece no importarle a nadie. El jefe de estudio hace una pregunta sin interlocutor fijo (“¿Qué pasa? ¿Alguien sabe por qué están todos ahí encerrados hace tanto tiempo?”). Es el asistente de dirección quien responde primero porque, como se sabe, es él quien está al tanto del tema Toyota y de casi todo lo concerniente al personaje en cuestión, aunque en este caso —como en tantos otros— sea la chica que compra masas entre otras cosas la que aporta el dato preciso y detallado que todos ellos desconocen sobre cada hecho que ocurre u ocurrirá en la productora.

El editor de offlines quiere saber si, de salir el proyecto, los japoneses y los yanquis de Toyota le pagarían a la productora en dólares (“Si la película se hace a nosotros también nos deberían pagar en dólares, ¿no? Eso hay que hablarlo de entrada, chicos, si no, sabemos lo que pasa...”). La chica que hace mate entre otras cosas lo mira con severidad (“Mirá, Gabriel, a mí no me importa en qué me paguen; lo único que quiero es cobrar. ¿Sabés todo lo que me deben?...”). Al oírla, el jefe de estudio mira también con desaprobación al editor de offlines y toma la palabra (“Negro, yo hace siete años que trabajo con José María”). Se dirige a la chica que limpia para sentir que ella respalda sus palabras (“Siete años, ¿no es cierto, Gladys? Sí, yo entré dos años después que vos...”). Ella asiente y él vuelve a hablar (“Negro, en estos años la empresa cambió de razón social tres veces y así se fue acumulando todo lo que me deben. Siete años de bancarlo, ¿entendés? Y encima antes yo estaba más o menos como Pablo, porque antes no dirigía cine; acá se hacían fotos nada más y yo era su ayudante, y el tipo viene cagándome con la guita desde hace un montón, ahora me dice que tengo que volver a arreglar todo con este Gerente de no sé qué que para mí me va a seguir cagando”). El jefe de estudio termina de decir lo que acaba de decir y puede verse cierto cansancio en su rostro y en el gesto de acomodarse hacia atrás el pelo largo hasta los hombros que siempre —salvo en filmación— lleva suelto. El editor le sirve un mate y se lo alcanza (“Sí, Mariano, ya sé. Yo lo decía por eso, porque acá nunca te pagan en término y eso, viste, lo decía para que no nos caguen otra vez, yo sé que a ustedes les deben mucho más que al resto... aparte, acuérdense de que en la última producción de afuera a todo el equipo técnico freelance le pagaron en dólares y a nosotros no ¿se acuerdan?”). Responde el asistente de dirección (“Sí, en Budweiser”). El editor sigue hablando (“Encima, llamaron a un montón de gente freelance que no hacía falta, hasta llamaron a un asistente de dirección”) y el asistente de dirección contesta de inmediato (“No, pero eso estaba bien, era una producción de afuera...yo no tengo experiencia en producciones internacionales, la verdad que a mí eso no me molestó. Aparte bancarse a José María que se pone todavía más loco cuando vienen los yanquis...no, eso estaba bien. Lo que sí es cierto es que mucha gente de producción estaba de más”). La editora interviene para corregirlo (“No es así, Pablo. Vos ya estás canchero, ya tenés bastante experiencia; José María no tiene nada de qué quejarse. Laburás ochenta horas por día y laburás bien. Si sale lo de Toyota no es sólo por el presupuesto, es también porque vos hiciste una buena devolución... No sé, para mí lo más justo es que vos estés siempre como su asistente, cualquier producción que sea...no sé, también es como un reconocimiento. Aparte si me decís que te deja laburar con los otros Directores de la productora que son mucho más copados, todo bien, pero encima te quita esa posibilidad”). El asistente medita las palabras pronunciadas por su compañera (“Sí... qué se yo...”). La chica que hace mate entre otras cosas le quita el mate al editor de offlines (“Dame que eso ya no se puede tomar”) para cambiarle la yerba (“Pablo, para mí esta vez vos tendrías que ser el asistente. Yo creo que él sabe que ya estás en condiciones...”). El asistente, en silencio, muerde una masita de dulce de leche. El editor de offlines hace una pregunta en voz alta (“¿Harán el offline acá? Porque por ahí se llevan el material para editar afuera...”). La chica que hace el mate nuevo lo mira otra vez con desaprobación pero ni él ni casi nadie parece notarlo. (“Digo, ojalá que salga.... Si la productora gana ganamos todos, ¿no?”).

 

Abro la puerta, la cierro detrás de mí y, al quitarme la mochila, noto las llaves puestas del lado del pasillo. Menos mal que me di cuenta. A veces quedan toda la noche así y pienso que es un peligro, aunque la experiencia me indique que al final no entra nadie para asaltarme o para robar, ni siquiera para avisarme que dejé las llaves afuera. Hace frío, mejor enciendo la estufa. Pablo piensa eso pero, como siempre, lo primero que hace es sacarse los zapatos. A estas alturas, no necesita pensamientos de ningún tipo, ninguna indicación expresa de su mente que obligue a los pies comportarse de esa o de otra forma. Actúan solos como si en ese punto su sistema locomotriz hubiera adquirido una suerte de voluntad propia aceptada por él, que, ya descalzo, siente plena satisfacción.

Debería lavar los platos. Son demasiados. Mejor después. Ahora tengo ganas de hablar con alguien. Prenso el televisor, ¿Qué día es hoy? ¿Habrá alguna película? No, mejor un noticiero. O un partido. Películas no; estoy harto del cine. Voy a hablar por teléfono. ¿A quién puedo llamar...? A mamá no. Me olvidaba, la estufa. ¿Qué podré comer? La heladera... Esto hay que tirarlo, lástima, el guiso de mamá me encanta. El ketchup este hace un montón que está acá... Vencido. La cuarta bolsa de residuos llena: hay que tirarlas. En el congelador Patys… Ensucia mucho y el olor... Más vale pido algo: pastas, o una milanesa, o mejor una pizza que es más barato. En el cuarto, ropa tirada en el piso; en la cama deshecha, más ropa; toda sucia. Tengo que ir al Laverap. Pero a esta hora ya está cerrado; mañana me levanto temprano y la llevo antes de ir a laburar, después busco una bolsa donde meterla, mejor llamo ahora antes de que se corte el horario de delivery. Listo. Ahora, mientras viene la pizza, llamo. Hola, ¿está Martín?, Ah, boludo, sos vos, Pablo te habla, ¿qué hacés? (...). No te quise dejar colgado, el sábado tuve que trabajar y terminé como a las dos de la mañana, creí que vos ya habías salido, ¿qué tal estuvo? (...). Cansado, no doy más (...). ¿Qué? Ah... no, todavía no. Justo iba a decirle hoy y al final no tuve tiempo, aparte el tipo estaba más loco que de costumbre y no sé, pensé que mejor mañana (...). No es siempre lo mismo. Pasa que estuvimos filmando mucho, terminamos ayer (...). Y ahora no sé, por ahí entra un proyecto de afuera y me ponen a mí como único asistente de dirección. ¿El sábado fueron todos los chicos?

Llega la pizza, mediana de muzzarella, y una botella de cerveza. Cena viendo en televisión una película que quizá pueda usar como referencia para algún comercial. Toma notas en su cuaderno. La película está bien de luz pero no de acting. Recuerda que un director de la productora —el más joven y agradable— lo criticó por usar esa palabra que en publicidad todos usan pero que ese específico director de publicidad odia por superficial y por snob. Recuerda el preciso momento en que, frente a él, se sintió incómodo e idiota por no haber optado por la palabra “actuación”. Con ese último pensamiento, Pablo se queda dormido. No termina de ver esa película que vio durante todo el tiempo que pudo a pesar de haberse dicho que estaba harto del cine.

 

Las dos. ¡Qué tarde se hizo! Está bien; los de agencia son así: toman, comen, hablan hasta tarde. Y yo con ellos, porque es así, porque por algo ocupo el puesto que ocupo y soy quién soy, lástima José María, pero con ellos dentro de todo la pasé bien, parece que igual él se divirtió o por ahí festeja las bromas aunque no le diviertan y saca temas de conversación aunque quiera irse, igual es eso lo que corresponde, el cliente es el cliente y él es tan ambicioso… Estoy algo cansado, cuánto aguantaré, cuántas cenas de este tipo, cuántos arranques de cuántos directores, cuántos presupuestos grandes, cuántos presupuestos justos, cuántas veces empezar de nuevo, pero cuánta plata por cobrar. No creo poder dormirme, pero no quiero tomar nada. Encender el tele estaría bien, sobre la mesa —impecable como me gusta— una nota de Luci. A ver...

Con desgano lee mientras se desabrocha el botón de los pantalones. La mucama pide disculpas por señalarle que olvidó dejar el dinero para viajar en colectivo de vuelta a su casa y que, en consecuencia, debió pedirle al portero. Por eso le ruega que le dé la cifra del pasaje adeudada al portero, quien prefiere dicha palabra para la designación de su oficio a la –según él- más vaga “encargado”. Todo esto expresado con frases simples y encadenadas, como en el final de la nota: muchas gracias y disculpe, vuelvo el miércoles a la mañana y lo llamó el señor Sebastián, que por favor lo llame. Con la firme determinación de no olvidarse del portero —no sabe cuánto cuesta un pasaje, ¿diez pesos, cinco?— ni de Sebastián, va hasta el toillete y, frente al espejo, se concentra en las arrugas casi imperceptibles que rodean sus ojos. Toma del botiquín una crema francesa en cuya etiqueta aún puede leerse el precio en dólares y, con dedicación, aplica un poco del contenido en la zona de los párpados, por supuesto después de haberse lavado la cara con el jabón hipoalergénico también francés. Conforme con los resultados de dicho tratamiento, vuelve a la cama a ver televisión. Nada de fútbol ni de noticieros; más bien alguna película. Cuando se acuesta suena el celular. Teme atender —quizá sea Sebastián— pero en el visor verde fosforescente identifica de quién es el llamado.

¿Encima tengo que atender a las tres de la mañana? Hola (...). No, está bien, todavía no duermo (...). Sí, me parece que estuvo todo bien. Habrá que ver igual qué pasa en la semana, tampoco conviene darlo por cerrado (...). No, no digo que no, era obvio que todos estaban contentos (...). Claro, el poder del whisky, ja. Bueno, si te parece lo hablamos mañana (...). Aja... creo que los guiones están bien, y que las cuentas que tienen ellos son las más grandes, por eso nosotros también tenemos que esmerarnos (...). Sí, Echegoyen es un moderno, pero dejemonos de joder... la camisa que tenía hoy... los de la agencia son todos así, y más los de ésta (...). Escuché por la radio que iba a llover, cuidado en la autopista (...). Ah, de chico yo también usaba botas amarillas para la lluvia, pero las odiaba (...). Sí, es verdad, seguro que si ahora las uso para una reunión en la agencia soy tan puto y tan cool como Echegoyen (...). ¿Ya estás llegando? (...). No, no hay problema, sigamos hablando hasta que llegues, así por lo menos no te quedás dormido...

Así es como Claudio Torrero, hasta el momento en que José María llega a la puerta del barrio privado donde reside, continúa aplicado a la conversación: sus respuestas no se limitan al asentimiento o a la negación porque además él busca y propone tópicos, festeja chistes aunque no le gusten tanto, y aborda temas aunque ni esos temas ni la acción de dialogar en verdad le interesen. Por eso, al finalizar la charla y luego de haber apagado el celular y apoyado la cabeza sobre la almohada, sin proponérselo de manera consciente ni definitiva, renuncia a tomar un ansiolítico. Es una buena decisión: de inmediato el sueño pone fin a su jornada. Para el día siguiente quedará la película por televisión, los cinco o diez pesos para el portero y, tal vez, el llamado a Sebastián.

 

Saluda con un leve movimiento de cabeza al guardia de seguridad que, sin pedirle identificación, le abre la puerta de acceso al barrio más seguro de la Argentina —calificativo que José María y su esposa usan con frecuencia al referirse al Mapuche Country Club—, y la cierra luego detrás de él, que ahora conduce por la angosta calle de adoquines. Al llegar a las rejas verdes que rodean su casa, baja del auto y abre él mismo el portón. En ese instante, de pie sobre el pasto fresco respira profundo, mira la oscuridad en dirección al enorme chalet y sus ojos cambian de manera apenas perceptible: un brillo sutil en el iris o un gesto al pestañear. El motivo aún no se conoce hasta que luego, cuando su rostro es invadido por un regocijo sin contradicciones, la clara percepción de un sonido familiar le da la bienvenida: cuatro perros doberman, un caniche, un pequinés, un mestizo de bigotes largos y pelo corto, tamaño mediano quienes, al verlo llegar, ladran de alegría y corren a toda velocidad hacia él esquivando árboles, rosales, la fuente de agua y mármol y sonrientes enanos de jardín. Iluminados en forma irregular por la brutal luz de los faroles del auto en medio de la noche sin luna, los animales adoptan una apariencia monstruosa y, pletóricos de éxtasis y de ansiedad, llegan por fin al objetivo —el propio José María— que los espera con una gran sonrisa que enseguida se convierte en carcajada sin que él haya aún subido al auto. Porque, al parecer, tampoco él quiere demorar el encuentro, encuentro que, en definitiva, es el de mayor dicha de la jornada, tanto para los perros como para él. Al juntarse, de manera abrupta, los cuerpos de unos y el cuerpo del otro chocan a causa del salto de los primeros sobre el segundo para pronto caer al piso de manera violenta y formar una misma bola de ropa, pelos, patas, uñas y manos, lenguas de unos mezcladas con la desenfrenada risa del otro, los pisotones de unos enredándose en las desesperadas manos del otro, los hocicos húmedos sobre el rostro suave y, en fin, una sucesión de simpáticas muestras de cariño. La escena no dista demasiado de la imagen misma de la ternura e incluso de la felicidad o del amor o del Paraíso que muestran las películas de Disney y los cuentos infantiles, paraísos donde bestias y hombres de todas las clases conviven en armonía y en paz. Por esto, podría pensarse que quizá sea mejor abandonar a José María en este preciso instante, privarnos de seguirlo por el interior de su casa y de verlo encontrarse con su mujer, quien, esa misma tarde, se ha rehusado a acompañarlo a la cena sin dar explicaciones, de la misma forma en que nos rehusamos a compartir sus últimos pensamientos y de sentir sus últimas emociones antes de verlo vencido por el sueño; mejor dejarlo ahora que no intenta evitar el lamido de Francis Ford, ni los aullidos de Steven, ni los saltos sobre su pantalón y camisa al agacharse de Simón y Cacho, ahora que ríe y no se molesta por la tierra que Quentin le arroja en el rostro al excavar de alegría, ahora que José María juega con la materia de la que tal vez esté hecha la verdadera felicidad.

 

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