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Ficcion

Doscientas sesenta y siete vidas en dos o tres gestos

Por Eugenio Baroncelli

Marina Tsvietáieva, Tólstoi, Franz Kafka, Sylvia Plath, Raymond Roussel: algunas de las vidas que el italiano bocetó en su libro de semblanzas, publicado por Periférica. Hay casi setenta, aquí van unas pocas a modo de prueba. Sin dudas, querrán el libro entero.

 

Por Eugenio Baroncelli.


Marina Tsvietáieva, la mujer que se equivocó de mundo

Yo no quiero morir, lo que quiero es no existir.
Marina Tsvietáieva 

Nació en Moscú en 1892, de un filólogo famoso y de una hosca música de origen germano-polaco. Fue la poeta menos romántica que se recuerda. Comparó la juventud con un zapato desparejado, al que le orde¬nó secamente: «¡Vete con los otros!». Desafió audazmente a la vida: «No me arrebatarás mi ímpetu, fuerte como la crecida de un río». Redujo o elevó sus versos a una tintineante trama fonética: «¿De qué otra forma diríamos con palabras el sonido de nuestros gemidos: a-a-a?». Fue extranjera dos veces, en su patria y fuera, en Berlín, en Praga, en París, adonde la arrastraba el viento de su destino nómada. Vivió en un mundo de hombres perdidos: un marido engullido por las ciegas purgas estalinistas, un hijo, Mur, que no era de su marido, desaparecido en el perfecto olvido, que ciego tampoco es. El 8 de agosto de 1941, al día siguiente de la invasión nazi de Rusia, dejó Moscú en un barco a vapor fluvial en dirección a Oriente, con su perfil de nariz aquilina y en la frente la apoteosis del enésimo cigarrillo. El día 25 desembarcó en Elábuga, un miserable pueblo de la República de Tartaria, y envió al Soviet del Fondo Literario esta súplica: «Ruego un trabajo de fregona en la cafetería que se va a abrir próximamente». Seis días después ató la cuerda del tendedero a una viga del techo de las letrinas, metió la cabeza en el lazo que la esperaba y alejó de una patada el taburete al que estaba subida. Acabó así, con una pirueta perteneciente aún a la vida.

 


Sylvia Plath, la niña que saltaba los charcos

Nació en Boston, de padre alemán y madre austriaca, en 1932. No fue ni americana ni inglesa, como una nave inmovilizada por una avería en mitad del Atlántico. Creyendo que el alma es como un cuerpo que enferma, la curó con la magia de las sílabas. Desde Inglaterra, adonde se trasladó en 1955, escribía a su madre firmando así: Your puddle-jumping daughter [«Tu hija saltacharcos»].
El 11 de febrero de 1963, en el corazón del invierno más espléndido del siglo, en la madrugada de una formal noche londinense, bajó a la cocina, selló la rendija bajo la puerta con cinta adhesiva y toallas mojadas, se tumbó en el suelo como una momia sobre sus vendas, metió la cabeza en el horno y abrió la espita del gas, aquella impertérrita llamita. Alcanzó así a los muertos, de quienes había intentado obtener su improbable atención, el padre amputado, estatua corroída por la diabetes, y los ahogados que albean el mar sin fondo de Finisterre. El día 4, una semana antes, había escrito: «El corazón se cierra, / baja la marea, / los espejos están velados».

 


Raymond Roussel, maestro de los escaques

La imaginación lo es todo.
Raymond Roussel

Nació en París en 1877, de Eugène, padre indefinido, y Marguerite Moreau-Chaslon, madre de aristocrática rigidez. De pequeño le divertía desmontar los relojes para ver cómo eran sus mecanismos. Más adelante recordará aquella felicidad, cuando para ver cómo funcionaban exploraba con su abecedario las palabras. Ya de mayor, tomó todas las precauciones posibles contra la insidiosa realidad. Utilizaba los calzoncillos una sola vez, las corbatas no más de dos y las camisas no más de tres. Sentía horror por las prendas lavadas, y lo evidenció en el momento de escribir, imaginando únicamente objetos a salvo del polvo, incapaces de proyectar la menor sombra. Parece también que en las horas del día en las que se sentaba ante su escritorio cerraba herméticamente las ventanas, para que otro sol, atraído por su pluma, derramase su luz sobre las páginas.
Su única esposa odiaba la expresividad de su literatura. Mejor los arbitrarios imprevistos de la creación que la conocida naturaleza de las imitaciones. Mejor imaginarse un mundo que no existe que representar aquél que ya es. Combinó billiard (billar) con pillard (pirata), y con la misma frase (Les lettres du blanc sur les bands du vieux…) hizo empezar dos historias diferentes: una de letras trazadas con tiza sobre el tapiz de un viejo billar, la otra de misivas enviadas por el hombre blanco a propósito de la banda de un viejo pirata. Llevó este ejercicio laborioso como un cilicio que santifica a quien lo utiliza. No es de extrañar que su prosa breve llegase a igualar en aridez a la del viejo Stendhal, de quien se dijo que plagiaba a la perfección el estilo del Código Civil.
Publicó, corriendo con los gastos, libros que nadie leyó. Incluso el distraído canciller de la Regia Pretura de Palermo registró entre las pertenencias del muerto «doce volúmenes intonsos del título Locus solus de Armand Roussel», atribuyendo burlonamente a otro la obra maestra de la que él había esperado en vano el éxito. En cambio, fue un maestro del ajedrez: saboreó la gloria de su fracaso e inventó el ingenioso movimiento que lleva todavía su nombre, el Mate del alfil y del caballo (los franceses lo llaman Fou et cavalier; resumiendo: loco). Sin embargo, aquello que llegó a Palermo en el verano de 1933 no era más que un San Sebastián, con su bello cuerpo lleno de tinta, pero un hombre, al fin y al cabo, desquiciado por el fracaso y por el abuso de las drogas. Acompañado por la señora Dufrène, fiel cuidadora de aquel niño de más de cincuenta años, bajó a la habitación 224 del Hotel de las Palmas, donde se había alojado Wagner para escribir su Parsifal y, absit iniuria, donde durmió también este vuestro biógrafo para documentarse sobre esta vida. La noche del 14 de julio, mientras en las calles de Palermo sonaban los ruidosos fuegos artificiales por las fiestas de Santa Rosalía y enloquecían los mítines fascistas para la empresa de Italo Balbo, mientras en su París se bailaba para celebrar el aniversario de la toma de la Bastilla, él tomó las últimas precauciones contra el mundo. Aterrorizado por el insomnio, vació una caja de Soneryl. Aterrorizado por la idea de caerse de la cama durante el sueño, arrastró el colchón hasta el suelo (milagrosamente, puesto que aquél pesaba como una roca y él estaba atontado por los barbitúricos), y sólo entonces consiguió dormirse. Incluso soñó. En el sueño vio que aquella noche de fiesta en un país extranjero era su locus ultimus. La mañana siguiente, a las diez, fue hallado muerto, con la cabeza entre dos almohadas. Camisón blanco, calzoncillos blancos, calcetines negros, camiseta color champán. Entre sus cosas se encontró el recordatorio de su cita con el doctor Binswanger: Kreutzlingen, 13 de julio, a las once. Demasiado lejos, demasiado tarde.

 


Kurt Gödel

Hospital de Princeton, enero de 1978. Es un paciente «amable pero ausente», como los fantasmas. La mañana del día 14, cuando su corazón se para, tampoco muere: se apaga para entrar directamente en este libro. Está flaco como un santo. También de los fantasmas tiene el peso: veintiocho kilos y medio. Desde hacía años, convencido de que alguien quería envenenarlo, no probaba apenas alimento. ¿De qué murió? Algunos dicen que de la «malnutrición provocada por los trastornos de personalidad». Otros dicen que para dejar una señal de que ni siquiera Dios es inmortal, él, que tenía dos en el apellido, uno inglés, God, y otro hebreo, El. Pero entonces, ¿de qué murió? Quién sabe. La verdad sería una sola, si la supiésemos.

 


Franz Kafka

Sanatorio de Kierling, Viena, finales de la primavera del año 1924. «Sanará», le había asegurado el joven Janouch tres años antes, pero él, el escritor que utilizaba los gestos como frases complementarias, se llevó el índice al pecho, donde se ocultaba su mal, y luego miró hacia Dora, y en vez de hablar, señaló las camas que llenaban la habitación, que iban vaciándose una tras otra, como si fuesen árboles de otoño y ellos, los enfermos, las hojas. En las últimas semanas, la tisis, aquella purga insensata que siempre vence, lo había dejado sin aliento y le había quitado también las fuerzas para comer. Hablaba únicamente para contarle a Dora historias de aquel padre tirano que también alguna vez se bebió con él una cerveza o lo llevó a nadar. Picoteaba aquí y allá en el pasado, como un pájaro en un mendrugo de pan duro. Escribía, pero también escribir era un tormento. Bajo los golpes de aquella tos eterna la mano tiembla y los ojos se le velan. Dora, que se enamoró de él a los diecinueve años y lo ha seguido hasta allí, es la única que lo ha visto llorar por el esfuerzo que le suponía corregir los borradores. El 3 de junio murió, pero no creáis: no cayó como nosotros en una emboscada cualquiera del calendario. Será desterrado del mundo con minuciosa lentitud, como se extrae la miel de las colmenas.

 


Robert Louis Stevenson

Upolu, Samoa, 3 de diciembre de 1894. Muere a los cuarenta y cuatro años al caer la tarde, fulminado por una hemorragia cerebral. Sobre la Wailima, la gran casa de madera a la cual ha ido a sanar, no verá ya ascender otra de esas lunas brillantes como la corona de un rey. Le ha tocado vivir una vida sutil como las nervaduras que la carcoma dejó en las patas de la silla Chippendale que se hizo traer de Inglaterra. Lo lloraron sus sirvientes indígenas, que vestían faldones cortados en forma de kilt y lo llamaban Tusitala, el contador de historias. Lo lloró su mujer, Fanny, que desde hacía nueve años le rodeaba la butaca de mesitas, para que, durante el dictado de sus magníficas historias, no se levantase y se pusiese a pasear excitado por la sala, fatigando inútilmente sus pulmones enfermos. A su tisis no le faltó ningún detalle. Le consumió tanto el cuerpo que hacia el final no alcanzaba los cincuenta kilos de peso. Le acortó la respiración y la vida.

 


Lev Tolstói

Si uno debe ser, mejor ser en medio de una palabra, que la muerte parte en dos.
Elías Canetti

1910, residencia de Yásnaia Poliana. Al alba del 28 de octubre escribió en su diario la última frase de su vida: Fais ce que dois, adv… Abandonado a la mitad aquel proverbio francés que continúa así: advienne que pourra, y que significa más o menos «Haz lo que debas hacer, pase lo que pase», salió con gran sigilo de la casa, tomó un tren directo al Sur, en un vagón de tercera clase sin calefacción, lleno de humo y de gélidas corrientes de aires, y diez días después fue a morir de pulmonía a la cabaña de madera del iletrado jefe de estación de Astápovo.

 

 

 

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