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Ficcion

El ángel Asael

Un cuento de Leo Perutz

Sus novelas cautivaron a personalidades tan distintas como Alfred Hitchcock, Italo Calvino, Graham Greene, Theodor Adorno o Jorge Luis Borges: nacido en Praga en 1882, este escritor y matemático austriaco de origen judío escribió poco antes de morir De noche, bajo el puente de piedra, publicado por Libros del Asteroide, del que tomamos esta historia.

Por Leo Perutz. Traducido por Cristina García Ohlrich.

En las noches de luna nueva un maggid, o ángel instructor, descendía de las órbitas celestes y penetraba en el aposento del gran rabino, a quien llamaban la Corona y la Diadema, la Llama y el Único en su tiempo. Le enviaban para revelar al gran rabino los secretos del mundo superior que ningún vivo es capaz de desvelar por sí mismo. Y los secretos son innumerables.

El ángel no adoptaba la forma humana. Nada en él asemejaba lo que acostumbran a ver los ojos humanos. Pero era de una gran belleza.

—Los signos que usáis para formar las palabras —le aleccionó— contienen las grandes fuerzas y el poder que mantiene el curso del mundo. Debes saber que todo lo que en la tierra aparece en forma de palabra deja su huella en el mundo superior. El alef, el primero de los signos, encierra en sí la verdad. Beta, el segundo, la grandeza. A continuación viene la elevación. El cuarto signo encierra la gloria del mundo divino y en el quinto reside la fuerza del sacrificio. Después viene la pureza, luego la luz. El poder de penetrar en las cosas y el conocimiento. La justicia, el orden que rige todas las cosas, el movimiento eterno. Pero el más excelso es el último signo, taf, con el que se despide el sabbat. En él reside el equilibrio del mundo que los cinco ángeles mayores deben proteger: Miguel, señor de las piedras y los metales, Gabriel, que domina sobre el hombre y los animales, Rafael, a quien obedecen las aguas, Feliel, a quien se ha encomendado la hierba y todas las demás plantas, y Uriel, que rige el fuego. Ellos vigilan que el equilibrio del mundo no se rompa, y tú, insensato, tan insignificante como un grano de arena, un hijo del polvo, te has atrevido a perturbarlo.

—Lo sé, Asael —le respondió el gran rabino al ángel instructor, y sus pensamientos se remontaron al día en que el emperador entró a lomos de su blanco corcel
 en el barrio de los judíos. Él, el gran rabino, le esperaba con la Torá en las manos y pronunció la bendición sacerdotal sobre él. Pero sucedió que un confidente del emperador llamado Wuk von Rosemberg, perteneciente a la aristocracia bohemia, había escogido precisamente aquel momento y lugar para atentar contra la vida del emperador, pues no admitía que fuera el heredero de la corona. Uno de sus criados se había escondido en el tejado de una casa judía. Arrancó del muro una pesada piedra y, cuando se oyeron las trompetas y el júbilo del pueblo estalló, la dejó caer sobre la cabeza del emperador. Después, sin cerciorarse siquiera del resultado de su acción, huyó deprisa para ponerse a salvo y difundir la noticia de que los judíos habían preparado un atentado mortal contra el soberano.

Pero el gran rabino vio la piedra antes de que cayera y, mediante el poder que le había sido otorgado, la convirtió en una pareja de golondrinas que se deslizó sobre la cabeza del emperador, elevándose después hacia las alturas y perdiéndose en la lejanía.

El ángel se adelantó a sus pensamientos y dijo:

—Al convertir aquella piedra inerte en golondrinas, te interpusiste en el plan de la creación y perturbaste el equilibrio del mundo. Porque en este mundo lo vivo prevalece sobre lo muerto. Has reducido el poder de Miguel y has acrecentado el dominio de Gabriel. De este modo ha surgido una disputa entre los cinco ángeles superiores, pues también los ángeles Rafael, Uriel y Feliel decidieron tomar partido e intervinieron en la querella. Y si esta disputa hubiera durado un poco más, los ríos y los torrentes se habrían revelado contra su curso, los bosques se hubieran movido y las montañas se habrían desplomado convirtiéndose en escombros. El mundo se hubiera desmoronado tal como ocurrió con Sodoma cuando el dedo de Dios la rozó.

Entonces llamó a Dios por el noveno nombre, a saber, Shadai.

—Pero finalmente se logró zanjar la disputa —continuó el ángel—. Los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob se levantaron, se reunieron y entonaron juntos una oración. Y esta oración, si son tres los que la rezan, tiene tal poder que convierte lo ocurrido en inexistente y lo inexistente en cierto. De este modo el equilibrio del mundo quedó restablecido y la concordia volvió a reinar en el coro de los ángeles.

—Lo sé, Asael. Estoy condenado a soportar el peso de mi doble culpa —dijo entonces el gran rabino al rememorar el día en que volvió a incurrir en falta a causa del emperador.

Mientras se adentraba en el barrio judío montado en su caballo, el emperador reconoció entre la multitud que se agolpaba a izquierda y derecha un rostro que le cautivó y del que no podía liberarse. En ese momento supo que jamás abandonaría su corazón. Le pareció que era el rostro de una niña, de una joven judía. Se había apoyado contra la columna de un portal, mirándole con sus grandes ojos, la boca entreabierta, y sus rizos morenos sobre la frente. Y como sus ojos no lograban apartarse de los de ella y, al ver que la dejaba atrás, una gran tristeza se apoderó de él, supo que se había enamorado.

Entonces se volvió y ordenó al criado que le seguía que permaneciese en aquel lugar, cerca de la muchacha, y que la siguiera a donde esta se dirigiera, pues estaba decidido a saber quién era aquella beldad y dónde podría encontrarla.

El criado hizo lo que se le había dicho. Se quedó atrás, buscó un lugar donde dejar su caballo y, cuando la muchedumbre comenzó a dispersarse, siguió a la muchacha hasta el barrio judío. Esta avanzaba sin mirar ni a izquierda ni a derecha, como si tuviera prisa por llegar a su casa. Tampoco se dio la vuelta, y cuando empezó a oscurecer el criado se le acercó aún más. Pero su mala fortuna quiso que, al llegar a una de las calles que conducen a la plaza de las Tres Fuentes, unos vendedores ambulantes de los que suelen recorrer el barrio judío con sus linternas y lamparitas se interpusieran en su camino para ofrecerle sus mercancías y, cuando logró quitárselos de encima, vio que la muchacha había desaparecido, no había ni rastro de ella, y todos sus esfuerzos por encontrarla fueron vanos. Y de este modo solo pudo decirle al emperador que la había perdido de vista en el barrio judío.

Al principio el emperador pensó que no sería muy difícil encontrar a la niña, si no era hoy sería mañana, y ordenó al criado que fuera cada día al barrio judío. Este recorrió todas sus calles husmeando por todos los rincones sin dar con ella.

Con el transcurrir del tiempo la esperanza del emperador de encontrar a su amada se fue desvaneciendo. Creyó que la había perdido para siempre. Pero no lograba olvidar su rostro, ni aquellos ojos que habían buscado los suyos. La melancolía se apoderó de él, y no encontraba consuelo de día ni de noche. Y como no sabía qué hacer mandó llamar al gran rabino.

Le contó lo que sabía de la joven que había visto de camino hacia el barrio. No entendía —se lamentó— cómo había sucedido aquello, pero no podía olvidarla, se había apoderado de su alma. Describió el rostro que lo obsesionaba y el gran rabino se dio cuenta de que el emperador había visto a Esther, la mujer de Mordejai Meisl, que era extraordinariamente hermosa.

Aconsejó al emperador no pensar más en ella, pues no podía abrigar esperanzas de hacerla suya: se trataba de la esposa de un judío y jamás se entregaría a otro hombre.

Pero el emperador no hizo caso de sus palabras.

—Me la traerás al castillo —le ordenó al gran rabino—. Será mi amante. Y no me hagas esperar mucho, no lo soportaría. Ya la he esperado bastante. No quiero a ninguna otra más que a ella.

—No puede ser —respondió el gran rabino—. Ella no desobedecerá el mandato divino. Es la esposa de un judío y no amará a ningún otro hombre.

Al ver que el gran rabino le contradecía por segunda vez y no se mostraba dispuesto a ayudarle, le sobrevino la ira cual tempestad, y le maldijo:

—Si no me obedeces y aquella que ocupa todos mis pensamientos no me ama, expulsaré a todos los judíos de mis reinos y dominios como si se tratara de traidores. Ese es mi deseo y mi voluntad, y lo haré, por los clavos de Cristo. Entonces el gran rabino fue y plantó a orillas del Moldava, junto al puente de piedra que lo cruza, en un lugar oculto, un rosal y un romero, y pronunció sobre ellos un conjuro.

Entonces se abrió una rosa y la flor del romero se acercó a ella y la abrazó. A partir de entonces, cada noche el alma del emperador se adentraba en la rosa roja y el alma de la judía en la flor del romero. Y noche tras noche el emperador soñaba que abrazaba a su amada, la bella judía, y noche tras noche Esther, la esposa de Mordejai Meisl, soñaba que dormía en los brazos del emperador.

La voz del ángel despertó al gran rabino de su sueño.

Percibió enojo y desaprobación en ella.

—Has roto la flor del romero —dijo el ángel—. Pero ¡no hiciste lo mismo con la rosa! El gran rabino levantó su rostro hacia él.

—No es a mí a quien incumbe —dijo— pesar el corazón de los reyes, no soy responsable de sus culpas. Yo no les he otorgado el poder que ejercen. ¿Acaso se hubiera convertido David en asesino y adúltero si Él, el Divino, le hubiera permitido continuar siendo un simple pastor?

—Vosotros, los humanos —dijo el ángel—, ¡cuán pobre y llena de sinsabores es vuestra vida! ¿Por qué acrecentáis vuestro dolor con el amor, que os perturba el sentido y destroza vuestro corazón? El gran rabino lo miró esbozando una sonrisa. El ángel conocía los secretos caminos y vericuetos del mundo superior, pero los caminos del corazón humano le eran ajenos.

—¿Acaso no amaron los hijos de Dios —le dijo— a las hijas de los hombres al principio de los tiempos? ¿Acaso no les esperaron junto a los pozos y manantiales y besaron sus bocas a la sombra de los olivos y los robles? ¿Acaso has visto belleza mayor que la de Naema, la hermana de Tubalkain?

El ángel Asael inclinó la cabeza y se trasladó con el pensamiento a través de los siglos hasta el principio de los tiempos.

—Sí, era muy hermosa la hermana de Tubalkain, el que forjó las hebillas y las cadenas de oro —musitó—. Era muy hermosa y llena de gracia. Hermosa como un jardín en primavera cuando llega el alba. ¡Cuán hermosa era la hija de Lameth y de Silla!

Y, al recordar a la amada de su lejana juventud, dos lágrimas cayeron de los ojos del ángel, iguales a dos lá- grimas de hombre.

 

 

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