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Entre tibio y Tombuctú

Un cuento de Kurt Vonnegut

¿Qué es el tiempo y hasta dónde nos persigue? Un pintor que acaba de enviudar se propone un experimento para averiguarlo. Uno de los relatos geniales de Vonnegut que componen La cartera del cretino (Malpaso).

Por Kurt Vonnegut.

Un joven pintor, cuya esposa había fallecido en un accidente automovilístico dos semanas atrás, se encontraba de pie ante las puertas abiertas de su estudio en una casa silenciosa. Tenía los pies muy separados, como si se dispusiera a atacar a alguien, y el gesto de frustración de su rostro contradecía la apacible escena que tenía ante sí. Una loma verde, chispeada con resplandecientes hojas caídas de los arces, se deslizaba hacia un estanque que bordeaba la presa de rocas que él mismo había construido en primavera. Un anciano encorvado y de ojos brillantes, su vecino el granjero, recorría arriba y abajo el espigón de madera que se internaba en el estanque, arrojando al agua un cebo rojiblanco una y otra vez.

El pintor, David Harnden, sostenía en sus manos un pequeño diccionario y, bajo la frágil calidez de la luz del veranillo de San Martín, leía y releía la definición de la palabra situada entre tibio y Tombuctú: «la idea general, relación o hecho de una existencia continua o sucesiva».

De manera impaciente, David cerró de un golpe el libro entre sus largos dedos. La palabra era tiempo. Anhelaba entender el tiempo, desafiarlo, derrotarlo —ir hacia atrás, no hacia adelante—, volver a los momentos vividos junto a su esposa, Jeanette, esos instantes que el tiempo había barrido.

El carrete de pesca del viejo granjero cantaba. David levantó la vista a tiempo de ver cómo el brillante cebo impactaba contra el agua, se hundía e iniciaba su retorcido regreso hacia el espigón. Ahora colgaba en el aire, a escasos centímetros de la punta de la caña. Sus últimas ondas en la superficie del agua se disipaban al límite del estanque. Otro instante que se desvanecía... Que se iba, se estaba yendo, ya se había ido. Tiempo.

A David se le abrieron más los ojos. Sabía que su fascinación por el tiempo rayaba la insania y era poco más que una reacción a la tragedia. Pero en momentos más calmados experimentaba una firme y creciente convicción de que su deseo de viajar a un pasado más feliz podía ser algo de lo más razonable. En cierta ocasión, un amigo científico le había comentado, con unos whiskys encima, que cualquier avance técnico que pasara por la mente humana se convertiría algún día en realidad gracias a la ciencia. Era concebible que el hombre pudiera viajar a otros planetas, así que eso acabaría sucediendo. Era concebible fabricar una máquina más inteligente que el ser humano, así que acabaría fabricándose. Era concebible que David pudiese volver junto a Jeanette. Cerró los ojos. Era inconcebible la idea de no volver a verla...

Contempló al granjero mientras éste recogía el sedal para volver a lanzar el cebo. El espigón crujió. «Aléjese del extremo», le gritó David. Llevaba tiempo pensando en arreglar dos de los pilares, que estaban verdosos y astillados. El viejo no dio señales de haberle oído. David no estaba de humor para preocuparse por él. Al carajo con el pantalán: aguantaría. Regresó a su mundo interior.

Se tumbó cuan largo era en un sofá del estudio, dejó caer el diccionario al suelo y se perdió en una fantasía poblada por visitantes de otro mundo. Imaginaba seres infinitamente más sabios que los humanos, con más sentidos que los cinco habituales en el hombre; seres que podían hablarle del tiempo. Pensaba en visitantes del espacio que aportaban una comprensión del tiempo como algo que parecía sobrepasar los límites de la mente humana... De largo. Puede que hubiese en el universo ciertas formas de vida —los que iban en platillos volantes, pongamos por caso— que podían deambular a su antojo por el tiempo. Y seguro que se reían de los terrícolas, para quienes el tiempo era una calle unidireccional cuyo final se apreciaba a simple vista.

Si pudiera, ¿hacia dónde viajaría en el tiempo? David se incorporó y se mesó el cabello corto y negro. «Hacia Jeanette», dijo en voz alta... Hacia las imágenes, los sonidos, los aromas y las sensaciones de cierta tarde de mayo. El paso del tiempo había oscurecido, aplanado y enfriado esa preciosa visión. Podía recordar lo vital, lo feliz y lo perfecta que había sido esa tarde. Pero ya no podía verla con claridad...

Vagamente, mientras se le rompía el corazón, podía verse a sí mismo junto a la hermosa y radiante Jeanette tal como habían sido ese día. ¿El momento perfecto? Eran infinitos, y todos igualmente adorables. Casados hacía dos semanas, habían llegado a esta casa aquel día...

Habían explorado alegremente cada cuarto, alabando la verde y suave tranquilidad que enmarcaba cada ventana... Se habían apoyado en el dique de rocas, habían chapoteado con los pies descalzos en el estanque y se habían besado... Se habían tumbado sobre la hierba fresca de la loma... Jeanette, Jeanette, Jeanette...

La imagen se vio alterada por un grito. «¡Socorro! ¡Ayuda!»

David se puso en pie de un salto. Los dos pilares del extremo del pantalán se habían quebrado de arriba abajo, extendidos en toda su longitud. Las planchas de madera más cercanas al agua colgaban absurdamente entre ellos cual trampilla abierta de un cadalso. El viejo granjero había desaparecido. Nada se movía en la superficie.

David echó a correr ladera abajo, quitándose la ropa por el camino, y se arrojó a un agua tan fría que dolía. Al fondo, bajo el espigón roto, empezó a quedarse sin fuerzas. Tenía ante él al granjero, hecho una bola, sin moverse como no fuese gracias a la corriente. David salió a la superficie, se llenó de aire los pulmones y volvió a sumergirse. Se hizo con un tirante del mono de trabajo que llevaba puesto el viejo y tiró de esa masa pasiva en que se había convertido. Ni pelea, ni resistencia ni el abrazo de la muerte.

David consiguió arrastrar el cuerpo hasta la loma. Perdió la cuenta de las veces que intentó desalojar a la muerte de los pulmones del granjero. Arriba, abajo, apretar, soltar... Arriba, abajo, apretar, soltar... ¿Cuánto tiempo había pasado desde que le gritó a aquel chaval que vio en la carretera que fuese a buscar a un médico? Arriba, abajo... Ni el menor atisbo de vida en ese rostro pálido con la boca abierta. A David le dolían los brazos y los hombros: ya no podía convertir las manos en puños. El tiempo había vuelto a ganar, le había arrebatado otro ser humano a la gente que lo quería. De repente, David tomó conciencia de que llevaba todo el rato hablando en voz alta, airado... Que no se estaba comportando con la severa preocupación de quien intenta salvar una vida, sino con la rabia de un matón. No sentía ninguna emoción hacia el hombre que tenía bajo las manos; lo único que sentía era odio hacia su mutuo torturador: el tiempo.
Los neumáticos sisearon sobre la espesa grava del camino de arriba. Un hombre bajito y obeso trotó ladera abajo, agitando compulsivamente un maletín negro.

David asintió preocupado. El maduro doctor Boyle, único galeno del pueblo, asintió a su vez mientras luchaba por recuperar el aliento.

—¿Señales de vida? —boqueó el doctor.

Había abierto el maletín y sostenía al sol una jeringa hipodérmica de larga aguja. Apretó el émbolo hasta que apareció una gotita en la punta de la aguja.

—Está muerto, doctor... Más muerto, imposible —declaró David—. Hace treinta minutos pensaba en el róbalo que se iba a tomar para cenar. Y ahora ya no está. Treinta minutos, todos ellos en la misma dirección, lo han dejado atrás.

El doctor Boyle le observó con leve estupor y luego se encogió de hombros.

—Le sorprendería ver lo difícil que es acabar con algunos de estos carcamales —dijo, casi con alegría.

David y él le dieron la vuelta al granjero. Yendo al grano, el doctor Boyle le clavó la larga aguja en el corazón al ahogado.

—Si le queda el más mínimo resuello, lo dejaremos como nuevo. Tal vez —volvió a poner el cuerpo sobre el estómago—. Bueno, ya ha descansado usted. Vuelta al trabajo, muchacho.

Mientras el doctor Boyle frotaba las extremidades del hombre y David le practicaba la respiración artificial, un atisbo de color rosáceo se asomó a esas mejillas de cera.

Tras un regüeldo y un suspiro, el viejo volvió a respirar.

—Ha vuelto de entre los muertos —susurró David, pasmado.

—Si le gusta ponerse melodramático, supongo que sí, que lo hemos rescatado de entre los muertos —dijo el doctor Boyle mientras encendía un cigarrillo sin apartar la vista del rostro del ahogado.

—¿Lo hemos hecho o no?

—Todo es una cuestión de terminología —dijo Boyle, dando muestras evidentes de lo mucho que le aburría el tema—. Los ahogados, los electrocutados y los asfixiados suelen ser personas en muy buen estado: buenos pulmones, buen corazón, riñones, hígado, todo en perfecto estado de revista. Lo único que les pasa es que están muertos. Si los pillas a tiempo, a veces puedes hacer algo al respecto —le puso otra inyección al granjero, esta vez en el brazo—. Pues sí, adiós a la muerte y hola a unos años más de pesca.

—¿Cómo será estar muerto? —preguntó David—. Igual nos lo puede contar.

—No seamos morbosos —dijo el médico en tono ausente. Y luego frunció el ceño—. ¿Qué hace un jovenzuelo como usted dándole vueltas a la muerte? Si a usted le quedan sus buenos sesenta años —se ruborizó y le puso la mano a David en el hombro—. Lo siento... Me olvidé.

—¿Qué nos contará? —insistió David, insensible al desliz del médico.

Éste le observó con curiosidad.

—¿En qué consiste estar muerto? Pues en eso: en morir. En eso consiste —le aplicó el estetoscopio al viejo en el corazón, que volvía a latir— ¿Qué nos puede contar nuestro amigo? —meneó la cabeza—. Pues nos dirá lo de costumbre. Seguro que lo ha leído cien veces en los periódicos. Los resucitados no recuerdan nada, así que el noventa por ciento dice lo habitual para hacerse el interesante— chasqueó los dedos—. Y se trata de una chorrada. ¿Sabe a qué frase me refiero?

—No. Hasta ahora no me había interesado ese tema.

El doctor Boyle sacó los restos de un lápiz y una hoja de papel del bolsillo del chaleco. Garabateó una frase en el papel y se lo pasó a David:

—Ahí la tiene. No la lea hasta que nuestro protegido se recupere lo suficiente como para poder hablar. Le apuesto cinco dólares a que dirá lo que acabo de escribir.

David dobló el papel y se lo quedó en la palma de la mano. Juntos transportaron al granjero hasta la casa.

 

II

David y el doctor Boyle tomaron asiento en el sofá situado frente a la chimenea. David había encendido un fuego. Era de noche y ambos habían estado bebiendo. Desde el dormitorio adyacente al salón llegaban los suaves ronquidos del viejo granjero, que ahora dormía exhausto, envuelto en mantas. No había espacio para él en el hospital de diez camas del médico.

—Si hubiese aceptado mi apuesta, ahora yo tendría cinco dólares más —dijo Boyle con jovialidad.

David asintió. Aún tenía la hoja de papel en la que el médico había apuntado las palabras que esperaba oír del granjero. Cuanto éste recuperó las fuerzas suficientes para hablar, cosa de una hora atrás, había repetido esas palabras de manera prácticamente exacta: Mi vida entera ha desfilado ante mí.

—¿Se le ocurre algo más banal? —dijo el doctor Boyle mientras se rellenaba el vaso.

—¿Y cómo sabe usted que no es cierto?

Boyle, condescendiente, suspiró:

—¿De verdad cree que un hombre inteligente como usted necesita que alguien se lo explique? —alzó las cejas—. Si de verdad le pasó la vida ante los ojos, fue su cerebro el que la vio. Eso es con lo que todos vemos. Si el corazón deja de latir, el cerebro se queda sin recibir sangre. Y no puede funcionar sin sangre. Ni el cerebro. Por consiguiente, no podría ver desfilar su vida ante él. QED, quod erat demonstrandum, como decían en Roma y en tus clases de geometría del instituto: lo que debía ser demostrado, se demuestra —se puso de pie—. ¿Y si voy a por un poco más de hielo?

Se fue hasta la cocina, en la parte trasera de la casa, canturreando y sin tambalearse lo más mínimo.

David se levantó y se estiró, tomando conciencia del calor que emitían los troncos ardientes, de que tenía el estómago vacío y de que la rápida sucesión de cócteles había conseguido emborracharlo a conciencia. Se sentía animado, no extremadamente feliz, pero perspicaz. Tenía la vaga impresión de estar a punto de jugársela al tiempo, de estar a un tris de superarlo, de disponerse a viajar a su antojo por el pasado.

Ahora, sin acabar de entender muy bien por qué, se encontraba en el dormitorio a oscuras, agarrando del hombro al viejo granjero.

—¡Despierte! —le dijo con urgencia—. Venga, que tengo que hablar con usted.

Trataba al granjero con dureza, irritado ante el hecho de que éste siguiese durmiendo. Sin saber muy bien por qué, era de una importancia suprema hablar de inmediato con ese hombre.

—¡Despierte! ¿Me oye?

El granjero se movió y se lo quedó mirando con unos ojos rojos y asustados.

—¿Qué vio cuando estaba muerto? —le preguntó David.

El granjero se lamió los labios y parpadeó.

—Mi vida entera... —empezó.

—Eso ya lo sé. Lo que quiero es conocer los detalles. ¿Vio personas y lugares que había olvidado por completo?

El granjero cerró los ojos y, frunciendo el ceño, se concentró.

—Estoy tremendamente cansado. No puedo pensar —se frotó las sienes—. Iba todo muy rápido, como una película proyectada a gran velocidad, diría yo... Eran como fogonazos de los viejos tiempos.

—¿Consiguió ver algo con claridad? —le preguntó David, cada vez más tenso.

—Por favor, ¿puedo seguir durmiendo?

—En cuanto me conteste. ¿Puede describir algo de manera detallada?

El granjero volvió a lamerse los labios.

—Mi madre y mi padre... A esos los vi muy bien —dijo con la voz espesa—. Parecían muy jóvenes, casi una pareja de críos. Acababan de volver de la feria de Chicago, me habían traído recuerdos y no paraban de hablar de un tren eléctrico que recorría todo el terreno...—la voz se le iba apagando.

—¿Y qué le dijeron? —David le tiró nuevamente del hombro.

—Mi padre dijo que se había gastado menos de lo previsto —la voz se había convertido en un susurro. David tuvo que inclinarse sobre la cama para poder oír algo—. Dijo que le había sobrado mucho dinero.

—¿Cuánto?

—Dijo que le quedaban cincuenta y siete pavos —al granjero le dio un ataque de tos que le obligó a incorporarse.

—¿Y qué más le dijo? —inquirió David, muy excitado, cuando la tos se interrumpió.

El granjero levantó la vista con miedo en los ojos.

—Dijo que le sobraban tres dólares para un nuevo horno de la marca Thermo King —se desplomó sobre las almohadas, con los ojos cerrados.

—¡Dave! ¡Salga de ahí! —le dijo el doctor Boyle con decisión. Su cuerpo redondo era un silueta beligerante en la puerta del dormitorio—. Todavía le falta mucho para recuperarse. ¿Acaso se lo quiere cargar?

Agarró a David por la solapa y lo sacó a empellones del cuarto.

David no se resistió, pues apenas era consciente de lo que le estaba pasando. No dijo nada y dejó sin tocar la copa que Boyle le había preparado. Se estiró en el sofá, escribió con sumo esfuerzo el número cincuenta y siete bajo la anotación en el papel y se quedó dormido... Para soñar con Jeanette.

 

III

—Lo siento, el doctor no atiende los miércoles por la tarde —dijo la enfermera de cabello blanco, arreglándose el uniforme por encima de sus huesudas caderas.

—Es una visita personal. Somos amigos. Tengo algo muy importante que mostrarle —dijo David, con la lengua fuera—. ¿Dónde está?... ¿En su estudio?

La enfermera parecía dudosa, pero pulsó el intercomunicador que tenía sobre la mesa.

—¿Doctor Boyle? Aquí hay un joven que dice que tiene algo importante que enseñarle. Dice que es amigo suyo. ¿Cómo se llamaba usted, joven? —lo contempló con suma atención, como si temiera que le fuese a robar la pluma con capuchón dorado y salir corriendo.

—David Harnden —se dio cuenta, por la manera en que ella le miraba, de que debía ofrecer un aspecto infame.

Hacía ya una semana, desde que había salvado al granjero ahogado, que no se afeitaba ni se lavaba, como no fuese para refrescarse la cabeza de vez en cuando con un trapo mojado. Había fracasado a la hora de estirarse el traje, que le cubría de arrugas todo el cuerpo. Los bajos del pantalón estaban salpicados de barro. Esa misma mañana, había atravesado una tormenta de lluvia metido en ese traje, en dirección a la biblioteca del pueblo, pasando por la verde y húmeda loma que había recorrido con Jeanette menos de seis meses atrás.

—El doctor Boyle está ocupado —dijo la enfermera—. Lo siento —añadió, aunque era evidente que no lo sentía en absoluto.

David se inclinó sobre el intercomunicador y le dio al botón:

—Escúcheme, Boyle. Esta vez tengo algo grande, definitivo. Hasta usted se convencerá cuando lo vea —agitó una fotocopia ante el micrófono.

—Mire, Dave... —la voz de Boyle sonaba cansada e impaciente—. El lunes tengo una reunión muy importante en Albany, y se supone que debo preparar una conferencia. Gracias a su acoso y a una epidemia de sarampión, aún no he pasado del primer párrafo. Sea lo que sea lo que tenga, puede esperar hasta el lunes. Hoy no le puedo ver, y no hay más que hablar —se oyó un crujido en el altavoz.

—No puede oírle —le dijo a David, chinchosa, la enfermera—. Se ha desconectado —fue hasta la puerta y la mantuvo abierta—. El doctor le recibirá el martes —dijo, como si únicamente ella pudiese escuchar lo que Boyle decía por el aparato—. Si quiere usted dejar ese papel —sea lo que sea—, puede que el doctor le eche un vistazo durante el fin de semana.

David miraba hacia arriba, hacia la escalera enmoquetada, preguntándose en qué rincón de esa enorme y antigua mansión podría encontrarse Boyle. De manera ausente, le entregó la fotocopia a la enfermera.

Ésta lo estudió desdeñosamente:

—¿Y qué se supone que debería hacer con esto? Dudo mucho que piense adquirir un horno de madera. «Señoras, cambien su viejo horno por un Thermo King». No lo pillo.

—Ni falta que hace —dijo David, irritado—.

Devuélvamelo. Se lo voy a entregar yo en persona, y ahora mismo.

La enfermera abrió un poco más la puerta y sostuvo la fotocopia ante su pecho plano:

—Yo se lo llevaré. Pero dígame de qué se trata.

—Dígale que esto es la prueba de que el granjero no mentía. La Feria Mundial de Chicago fue en 1893, y en 1893 se podía conseguir un horno Thermo King por cincuenta y cuatro dólares. Lo cual demuestra este anuncio de un periódico de 1893. Y eso son tres dólares menos de cincuenta y siete, que es lo que dijo el granjero —le dio la espalda—. Oh, váyase al demonio. Ni me está escuchando.

—Se te escucha por toda la casa —se lamentó el doctor Boyle desde lo alto de la escalera.

—Boyle, tengo la prueba de que a ese viejo sí que le pasó realmente la vida por delante. ¡Viajó en el tiempo hasta 1893!

—Pues debería haber aprovechado la ocasión para cargarse a su abuelo, ya que estaba allí. Y ahora yo igual podría disfrutar de la paz necesaria para terminar mi ensayito.

—¿No puede concederme ni un minuto? —dijo David.

—Oh... De acuerdo. Le consideraré un paciente en situación crítica. Su estado mental deja mucho que desear, Dave. Necesita relajarse y descansar, como toda la gente que conozco, exceptuándome a mí. Vamos, suba.

—El doctor le recibirá —dijo la enfermera con brusquedad. Y le devolvió la fotocopia con paternalista deferencia.

—Puedo comunicarme muy bien sin la ayuda de un intérprete —dijo David con acidez, y luego subió los peldaños de dos en dos.

El doctor Boyle cerró la puerta del estudio y, con la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre la mesa, se dispuso a escuchar las novedades de David.

—Y este anuncio lo demuestra, ¿no? —estaba diciendo David—. El viejo volvió a cuando tenía siete años y oyó a su padre hablar del tren eléctrico de la Feria Mundial, para luego informarle de la marca y el precio del horno que pensaba comprar. ¡Todo encaja!

Boyle se abstuvo de alzar la cabeza:

—No sé cuál es la explicación, Dave, pero seguro que no es la suya. Puede que el tío tenga una memoria del copón. Vamos, sin duda. Puede que la experiencia por la que ha pasado le afectara al cerebro de alguna manera. A veces los hipnotizadores logran que la gente recuerde cosas como la marca del coche de su maestro de escuela. O algo parecido, tal vez. ¿Viajes por el tiempo? Hombre...

—Comprobé su memoria y no es nada del otro jueves —dijo David—. Le aseguro que llevo toda la semana dándole vueltas al asunto, desde todos los puntos de vista posibles. El viejo no sabía ni lo que le costó el horno que tiene ahora, y se equivocó con la marca —metió las manos en los bolsillos—. Deme una razón sólida contra los viajes en el tiempo. No hay ni una.

—La lógica, muchacho —dijo el doctor Boyle, paciente, mientras apretaba los dientes—. No tiene ningún sentido. Podrías volver atrás en el tiempo, cargarte a alguien y eliminar a no sé cuántos descendientes. Si te cepillas a Carlomagno, acabarás con la presencia del hombre blanco en la Tierra. ¿Por qué no dedicarse al tráfico de armas y venderles a los antiguos atenienses un par de ametralladoras para que puedan ganar la guerra del Peloponeso? ¿Por qué no ir hacia atrás e inventar la bombilla, el teléfono y el avión antes de que se les ocurrieran esas cosas a Edison, Bell y los hermanos Wright? ¡Pensemos en los royalties!

David asintió:

—Vale, vale... Esos razonamientos también me dieron qué pensar durante un tiempo. Pero luego me di cuenta de que los antiguos, si de verdad viajaron por el tiempo, no fueron a ningún sitio en el que no hubiesen estado ya. Si yo digo que un muerto puede regresar a cualquier instante de su propia vida, entonces esa lógica suya ya no le afecta. No creo que el hombre pueda cambiar nada de su existencia, como tan razonablemente apunta usted. Si viaja al pasado, sólo puede experimentar lo ya experimentado y hacer lo que ya hizo. Estoy convencido de que eso sí es posible.

—¿Y a quién le importa?

—A mí —dijo David como si fuese lo más normal—. Y a usted. Y a todo el mundo. Si eso es cierto, la vida es mucho más compasiva de lo que parece.

El doctor Boyle se levantó y, siguiendo el ejemplo de la enfermera, le abrió la puerta al visitante.

—Es una idea muy interesante, Dave, ideal para darle vueltas durante las largas noches de invierno. Usted se la cree y yo no. Ninguno de los dos tiene nada a lo que agarrarse. Y a mí no me queda tiempo para elucubrar, así que va a tener que disculparme, pero...

—Tiene que ayudarme a averiguar si hay alguna base —David se apartó de la puerta, se sentó con tozudez en un mullido sillón y encendió un pitillo.

—Mire, amigo mío —dijo Boyle, exasperado—, hace una semana apenas le conocía. Y ahora parece mi hermano siamés. Llamadas telefónicas, conversaciones interminables... Y siempre hablando del tiempo, del tiempo y del tiempo. No me interesa, ¿lo pilla? ¿Por qué no se engancha a alguien que sí lo esté? Un amigo íntimo, puede que un cura o un psicólogo, algún «ólogo» al que le puedan fascinar estas chorradas. Lo mío es la medicina general, que ya me tiene muy ocupado.

—Sólo un médico puede ayudarme con mi experimento, y usted es el único que hay en el pueblo —dijo David, indefenso—. Lamento estarle amargando la vida, pero es que el tema se me antoja de una enorme importancia. Pensé que usted también lo consideraría así y se brindaría a ayudarme. ¿Qué podría ser más importante que probar que estoy en lo cierto? Si su otra vida va a consistir en eternizar sus mejores momentos de ésta, ¿no le gustaría saberlo?

El doctor Boyle bostezó:

—¿Y si resulta que la propia vida da asco aunque uno no lo pretenda?

—Entonces se puede volver al vientre materno. Hay gente que con eso ya se conformaría.

—Tiene respuestas para todo, ¿verdad, Dave? —Boyle entornó los ojos—. ¿Y cómo podría ayudarle? ¿De qué va ese experimento del que habla?

Era una pregunta planteada en un tono muy cuidadoso, con el mismo tipo de cuidado al que Boyle recurría cuando palpaba un abdomen en busca de los músculos nudosos de la apendicitis.

David le pasó otro recorte de periódico, esta vez del día anterior. Temblaba ligeramente, controlando el genio. Ese medicucho petulante, de quien tanto dependía, carecía de las más mínimas dosis de curiosidad o imaginación. No se daba cuenta de que el tiempo —ni el cáncer ni las enfermedades coronarias ni cualquier otra dolencia que apareciese en sus librotes— era la plaga más terrorífica y destructiva de la humanidad.

El doctor Boyle leía el recorte en voz alta:

—Hummmm. «Los Ángeles... Hoy mismo, un cirujano del Hospital del Sagrado Corazón... » Ah, sí, ya lo he leído. El tipo se murió en la mesa de operaciones y el cirujano lo devolvió a la vida con un masaje de corazón. Ajá. Un caso muy interesante. Sobre todo para usted, intuyo. ¿De verdad cree que el paciente vio desfilar toda su vida ante él?

La pregunta era un puro sarcasmo.

—Hace una hora estaba inconsciente —dijo David.

—¿Y usted cómo demonios lo sabe?

—Porque llamé al hospital justo antes de venir aquí.

Al doctor Boyle se le dispararon las cejas hacia arriba.

—¿Que ha hecho qué? ¿Ha telefoneado a Los Angeles para preguntar por un perfecto desconocido? —le puso la mano en el hombro al visitante—. Usted no está bien, Dave. No me había dado cuenta de las dimensiones de su obsesión. Tiene que olvidarse de esa idea y descansar un poco... Y aléjese de esa casa tenebrosa. Órdenes del médico. Va directo a una crisis de padre y muy señor mío. Se lo digo en serio. Haga las maletas y lárguese hoy mismo.

—Ya descansaré después del experimento... Y a fondo —dijo David, tan tranquilo—. Pero el experimento es lo primero.

—¿Y en qué consiste ese experimento?

David vio en el enrojecido rostro de Boyle que el galeno se lo estaba oliendo:

—Lo que quiero de usted es una operación, doctor. Le pagaré lo que me pida... Lo que sea. Quiero comprobar personalmente lo del tiempo —su voz era prácticamente anodina, como si no le sorprendiera en absoluto lo que estaba pidiendo de grande que era su anhelo—. Quiero que me mate y que me devuelva a la vida.

—Fuera de aquí —dijo el doctor Boyle sin levantar la voz—. Y no vuelva a molestarme jamás, ¿de acuerdo? Y ahora, aire.

 

IV

Habían pasado dos meses desde que el doctor Boyle echó a David de su consulta. David se arrellanó en el sillón de su estudio, colocó los pies sobre la mesa de dibujo y marcó un número de teléfono.

—Consulta del doctor Boyle.

Era la voz de la enfermera. Se las apañaba para utilizar un tono destinado a que el que llamara, fuese quien fuese y por graves que fueran sus preocupaciones, sintiera que interrumpía con sus banalidades la actividad de una organización muy importante.

—Quisiera hablar con el doctor —dijo David—. Es urgente.

—Usted es el señor Harnden, si no me equivoco.

—No se equivoca.

—El doctor no quiere que le siga molestando. Pensé que le había quedado bien claro.

—Se trata de una emergencia —dijo David con astucia—. Si no me pasa ahora mismo al doctor Boyle, se convertirá en un angelito con muchos problemas.

Se produjo un largo silencio, roto únicamente por la profunda respiración de la enfermera. Finalmente, un clic.

—Doctor, vuelve a ser el señor Harnden. Ya sé que me ordenó que no le molestara, pero dice que es una emergencia.

La última palabra fue pronunciada en tono sarcástico.

Boyle suspiró:

—Vale, pásemelo.

—Ya estoy al aparato, Boyle. Estoy bien, pero no ando muy fino. De no ser así, no le robaría ni un segundo de su precioso tiempo. Tendrá que venir aquí.

—¿No puede trasladarse a la consulta? Tengo a diez pacientes esperando, y me ha pillado a medio enyesar un brazo roto.

—Lo siento, pero va a tener que venirse para aquí. Hace un frío que pela y yo estoy demasiado atontado como para conducir.

A continuación, David le recitó al médico una impresionante lista de síntomas.

—Será ese virus que ronda por la zona y que dura dos días. ¿No puede esperar hasta las cuatro?

—De acuerdo. ¿Promete estar aquí a las cuatro en punto?

—Lo prometo, Dave —dijo para quitárselo de encima. Se aclaró la garganta—. ¿Aún sigue liado con todo aquello del tiempo?

—No, eso se acabó. Se me había ido la olla, supongo, y me disculpo por ello. Seguí sus consejos, que eran muy buenos. Gracias.

—Me agrada oírlo —al doctor Boyle se le animó la voz—. Y lamento el duro tratamiento que le prescribí. Debería haberme mostrado más comprensivo. Mire, si cree que le podría ir bien cierta ayuda psiquiátrica, hay un tipo estupendo en Troy al que podría...

—No, no. Estoy curado del todo. Lo que ahora necesito es un poco de la buena medicina de siempre para los dolores de garganta y estómago y para la fiebre.

—Muy bien. Pues aguante hasta las cuatro. Un par de aspirinas le ayudarán a resistir. Si la cosa empeora, vuélvame a llamar y me presentaré de inmediato.

—Aquí le espero —dijo David—. Pase sin llamar. Me encontrará acostado en el estudio —cogió de la mesita de al lado una jeringa hipodérmica y se dedicó a darle vueltas, atrapando la imagen de las tranquilas llamas azules de los troncos de olmo en la chimenea—. Aquí le espero —repitió, y colgó. Nunca se había encontrado tan bien en toda su vida.

Un alambre en espiral, enfundado en un cilindro de metal, estaba enganchado al extremo de una jeringa de manera tal que presionaba contra el émbolo. David llenó la jeringa de agua. Del cilindro salían dos cables que conectó a una batería y un interruptor. Le dio al interruptor y gruñó de satisfacción mientras un gatillo eléctrico liberaba el muelle, el émbolo llegaba a su destino y de la aguja salía un fino chorrito de agua.

Perfecto.

Se permitió el placer infantil de sentirse misterioso, de imaginar lo que un intruso podría deducir de la escena. Era un mediodía invernal, más oscuro que un anochecer de otoño y sin nieve alguna que alegrara el encapotado escenario campestre. A los ojos del intruso, David reflexionaba alegremente, le parecería que la naturaleza hacía juego con las macabras prácticas que tenían lugar en el estudio. Una lluvia intermitente, procedente de una bolsa de calor situada a cientos de metros del suelo, chispeaba y se congelaba en los alféizares.

El paquete enviado por el fabricante del instrumento había llegado hacía apenas una hora. David había colocado la jeringa hipodérmica especial y la cerradura con temporizador sobre la mesa. Parecían joyas envueltas en terciopelo negro. Sólo hacía falta conectarlas al circuito atornillado en el suelo. Todo lo demás ya estaba preparado desde hacía semanas: las correas clavadas al suelo, los barrotes en las puertas y en ambas ventanas, el motor... A la espera de los adminículos que David había sido incapaz de construir.

Ahora ya no necesitaba a Boyle. Por lo menos, al principio. Se apañaría estupendamente con la primera parte. Y luego el doctor tendría que echarle una mano. Desde un punto de vista ético, no podría negarse con el experimento ya en marcha.

Dejó la jeringa, la pila y el interruptor en el suelo, junto a las correas clavadas a los desnudos tablones. Ahora le tocaba al cronómetro con candado. Estaba montado en un plato de acero. David atravesó el plato con unos gruesos tornillos para los que ya había sendos agujeros en la puerta interior del estudio. Recogió los cables que salían del candado y los conectó asimismo al interruptor y la pila.

Volvió a accionar el interruptor. Una vez más, el émbolo de la jeringa se fue hacia abajo. David inclinó la cabeza mientras, al mismo tiempo, el reloj empezaba a moverse. Durante un minuto, y luego dos, y luego tres, no pasó nada más que el tictac del mecanismo. De repente, éste chirrió con vehemencia y la lengüeta del candado se echó hacia atrás, liberando la puerta.

David volvió a preparar el candado y el mecanismo de relojería, rellenó impávido la jeringa con un fluido aceitoso e incoloro y volvió a llamar por teléfono.

—Western Union.

—¿Podría darme la hora exacta? —preguntó David.

—Las doce horas veintinueve minutos quince segundos, señor.

—Gracias.

David puso su reloj en hora. Apenas faltaban tres horas y media. Tres horas y media sin sobresaltos, expectativas ni propósito alguno. No había nada más que hacer, nada que pudiese captar su interés en lo más mínimo. Se sentía como un viajero entre dos trenes, un domingo cualquiera en algún pueblo, sin deseo ni esperanza de cruzarse con un rostro familiar, fumando un amargo cigarrillo tras otro. Se sentía carente de identidad hasta el momento de ponerse en camino. Para hacer algo, comprobó los barrotes de las ventanas. Resistieron sin doblarse. Entre los barrotes y la cerradura con temporizador podrían mantener a raya a un regimiento, si era necesario, hasta que él estuviera preparado para recibir la ayuda que venía de camino.

Bostezó. Sólo habían pasado diez minutos. Se volvió a sentar en el sillón, tan hundido en sus mullidos cojines que las orejas del mueble le impedían ver los flancos. Su mirada cayó de forma natural sobre un desordenado rincón junto a la puerta. Al principio no le dio importancia a los objetos allí acumulados. Sintiendo una leve confusión y cierta sorpresa, los reconoció: sus lienzos, su caballete, sus pinturas. Le resultó difícil de creer que en tiempos fuese pintor —lo fue hasta poco meses antes— y que ese cuarto, con sus barrotes, sus correas y sus agujas, fuese tiempo atrás el lugar de nacimiento de naturalezas muertas, afectuosos retratos y sentimentales paisajes.

Por un momento, la habitación devino fea y aterradora, y a David le entraron ganas de echar abajo los barrotes, cubrir las correas con la cálida alfombra roja, decirle a Boyle que no viniese e invitar a una gran fiesta a los amigos olvidados.

Pasó ese impulso. La expresión de David se hizo nuevamente perspicaz y decidida. Su viejo enemigo, el tiempo, trataba de desanimarle, de invertir las siguientes horas en desesperarlo. Si se tiraba mucho más tiempo pensando en el experimento, puede que perdiera el valor antes de poder empezar el viaje a través del tiempo.
Se obligaría a pensar en otros asuntos. Cediendo a los viejos reflejos, colocó un lienzo en blanco en el caballete y empezó a extender pigmentos por la paleta. Se estaba obligando a ello, por lo que sus movimientos resultaban torpes y la elección de los colores, irracional. No podía visualizar nada en toda esa extensión blanca. Metió la espátula de la paleta en un montículo de pintura negra y recorrió el lienzo con un rutilante trazo.

En cierta ocasión, los críticos habían destacado sus meticulosas pinceladas, su finura en los detalles. Incluso en vastas extensiones de color, nunca había usado nada más que un pincel apenas más ancho que su anillo de boda. Ahora extendía el color en grumos con la ayuda de la espátula. Sus manos hacían lo que querían, como si las guiara un espíritu ajeno a su voluntad. No sentía nada más que la alegría pueril del chafarrinón.

David desvió la vista de la pintura al reloj con sorpresa. Las tres horas y media ya habían volado. Boyle llegaría en cualquier momento. Ya se oía en el exterior el ruido de los neumáticos recorriendo el camino de grava. El médico había llegado.

Se volvió a apoderar de David un terror pasajero y cierto estupor ante lo que le rodeaba. Estaba sin resuello. Se oía el crujido de unos pasos sobre la grava.

David cerró los ojos y se dijo nuevamente que ninguna expedición en la historia de la humanidad había sido más importante que la que ahora se iba a obligar a emprender. Moriría un instante, exploraría la eternidad, reviviría y les diría a sus semejantes que cada instante vivido formaba parte del universo de manera tan permanente como la mayor de las constelaciones. En la mente humana, el tiempo dejaría de ser un asesino.

Sonó el timbre. David se tumbó en el duro suelo y se apretó las correas en torno a los tobillos, la cintura, los hombros y el brazo izquierdo. Si las convulsiones formaban parte de la muerte, las correas le impedirían hacerse daño a sí mismo. Con la mano derecha libre, llevó la aguja hipodérmica hasta una vena del brazo izquierdo. El fluido que contenía le pararía el corazón. Volvió a sonar el timbre de la puerta.

David torció la cabeza para echar un último vistazo a su estudio. La puerta estaba blindada por el mecanismo temporal. El reanimador y una segunda jeringuilla hipodérmica —idéntica a la que Boyle le había clavado en el corazón al granjero ahogado— estaban a simple vista, disponibles. Al doctor Boyle le servirían para devolverlo a la vida.

David se llenó los pulmones de aire. Cogió el interruptor eléctrico con la mano derecha, expulsó el aire de los pulmones y activó el circuito. Un leve picor en el brazo izquierdo le dijo que la jeringa se había vaciado ya en su corriente sanguínea. No miró hacia allí, sino que clavó la vista en la pintura informe que había en el caballete situado a sus pies. Latía el tictac del mecanismo de la puerta. En cualquier momento, Boyle atravesaría el salón y se pondría a golpear la puerta.

Sonó el teléfono. De manera salvaje, David agarró el cable con la mano libre y arrastró el aparato por el suelo hacia él. ¡Mira que morir escuchando ese maldito ruido!

—Dave —dijo una voz débil y metálica a pocos centímetros de la cabeza de David—. Dave, soy Boyle.

Se volvió a escuchar en el sendero de entrada el ruido de ruedas sobre la grava, remitiendo esta vez, haciéndose cada vez más débil... Hasta desaparecer.

David carecía de la fuerza necesaria para torcer la cabeza hacia el teléfono. Quería humedecerse los labios, pero la lengua apenas se le movía. Casi ni oía las palabras que salían del auricular, y era incapaz de otorgarles ningún significado.

—Escúcheme, estoy en Rexford —decía la voz—. Es un parto prematuro y tengo que llevar al bebé a una incubadora. ¿Puede aguantar un par de horas?...

David concentró en el lienzo su cada vez más reducida consciencia. Es curioso, pensaba, es muy curioso que sólo ahora se diese cuenta de qué era lo que había pintado.

Ahora, desde una cierta distancia, los aparentes chafarrinones constituían un paisaje asombroso. Intentó sonreír, saludar inútilmente a su obra maestra.

Admiró esa loma verde calentada por la primavera... El estanque a sus pies, rebosando sobre las piedras de tan rudimentario dique... Los jóvenes amantes mojando los pies descalzos en la espuma del estanque... El rostro de la mujer era propio de un ángel... Y resultaba tan real que sus labios parecían a punto de moverse...

 

 

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