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La mujer de Guatemala

Un cuento del inglés V. S. Pritchett

Un editor recibe la visita de una lectora que comienza a perseguirlo, de ciudad en ciudad, en sus conferencias. Ese es el plot de esta historia, pero es imposible resumir el viaje que supone ingresar en la narrativa del inglés V.S. Pritchett. Compartimos el cuento que da nombre al último libro que tradujo La Bestia Equilátera.

Viernes a la tarde, cerca de las cuatro, terminado el trabajo de la semana, con tiempo para matar: al editor le desagradaba esa hora sin carácter, cuando todos, excepto su secretaria, habían abandonado el edificio. Deslizó en su portafolios un par de apuntes para una charla breve que debía dar en un local de mala muerte de Londres, testigo mudo de dos generaciones de protestas contra tal o cual injusticia, antes de tomar el avión nocturno a Copenhague. Recién allí comenzaría realmente su gira de conferencias, que haría las veces de unas pequeñas vacaciones. Se puso a barajar los papeles como un jugador de naipes aburrido, lamentando no tener a nadie —salvo su tosca y laboriosa secretaria— a quien matarle el punto.

La única compañía que tenía en su oficina —y debía admitir que era un amigo malhumorado— era su propio retrato colgado a sus espaldas en la pared. El editor cultivaba la artera costumbre de obligar a la gente a hacer algún comentario tranquilizador acerca de la pintura. Que estaba “muy bien hecha”, como suele afirmarse en esos casos; quería escucharlos decir que el parecido era asombroso. Había un raro aire de rivalidad en ese cuadro, que, bajo un jocoso jopo de cabello blanco, exageraba su elegante mezcla de fauno pagano, bronceado por el sol, y santo cristiano, sombrío y fanático. A los treinta tenía el cabello gris; a los cuarenta y siete, por un golpe de suerte, se le había puesto sedoso y blanco. Tenía cara de actor: una nariz tallada a medida para las escenas dramáticas, unos labios dignos de la pantalla grande. Era un rostro vivaz y al mismo tiempo agobiado por las creencias y las dudas más elevadas. Cada mañana renovaba energías al encontrarse con esa imagen y, con un dejo de envidia, se despedía de ella cada noche. Las noches del retrato seguramente eran menos atormentadas que las suyas. Y ahora tendría que ocuparse de dirigir el periódico en su ausencia.

—Aquí tengo los pasajes —dijo su secretaria al irrumpir en la oficina—. Copenhague, Estocolmo, Oslo, Berlín, Hamburgo, Múnich… todo junto —dijo. Su absoluta falta de modales la convertía casi en una rareza.

La chica dio un paso atrás y recorrió con la lengua la cara interna de sus mejillas. Sabía captar como nadie la inquietud de su jefe. Lo adoraba; pero él la volvía loca y anhelaba que se fuera de una buena vez.

—¿Le interesa saber quién está afuera esperando? —dijo. Su voz sonaba ligeramente maliciosa—. Una mujer. Una mujer de Guatemala. La señorita Mendoza. Parece que tiene un regalo para usted. Lo idolatra. Yo le dije que estaba ocupado. ¿Le digo que se vaya? El editor se enorgullecía de su tolerancia, que se hacía por demás evidente en el hecho de haber contratado a una chica tan informal y confianzuda como su secretaria; su cabello rubio era débil y quebradizo, y su cara pecosa lo hacía tomar conciencia de su viril apostura y sus refinados modales.

—¡Guatemala! ¡Por supuesto que quiero verla! —exclamó—. ¿Cómo se le ocurre? Publicamos tres artículos sobre Guatemala. Hágala pasar.

—Usted se lo busca —dijo la chica, chasqueando la lengua. El editor, opinaba, “se moría por las extranjeras”, y ella solo pretendía recordarle que el mundo estaba lleno de chicas de su misma nacionalidad, como ella.

Toda clase de hombres y mujeres iban a ver a Julian Drood: políticos que le hablaban como si a través de su persona se dirigieran al electorado, escritores pendencieros, gente con causas, excéntricos y denunciantes; hasta criminales y locos. Pero sus visitantes no eran otra cosa que opiniones para él y casi nunca prestaba atención a su aspecto. Sabía que ellos lo estudiaban de pies a cabeza y que luego andarían por allí jactándose: “Hoy estuve con Julian Drood y me dijo que…”. Pero jamás en su vida había visto una persona como la que acababa de entrar. Al principio, quizás por obra del sombrero de tweed, pensó que era un hombre y hasta hubiera dicho que tenía bigote. Era un tapón, cuadrada como una caja, con una melena corta, oscura y tupida, pestañas gruesas y unos ojos amarillos incrustados en su piel cetrina como astillas de vidrio. Parecía una manifestación terca y asexuada del futuro —¿o en realidad del comienzo?— de la raza humana: torso largo, piernas cortas, como de madera. Aquella tarde, con el calor que hacía, llevaba puesto un grueso vestido de terciopelo color verde botella. Tenía sangre indígena, evidentemente; el editor ya había visto ese tipo de mujer en México. Ella le extendió una mano ancha y gruesa, que bien podría haber sostenido una pala; de hecho, aferraba una arrugada bolsa de papel marrón.

—Tome asiento, por favor —dijo el editor. Un par de pies pesados la trasladaron con paso sorprendentemente ligero hasta la silla. Se sentó muy rígida y lo miró sin expresión, como un accidente geográfico.

—Yo sé que usted es un hombre muy ocupado —dijo—. Gracias por cederle algo de su tiempo a una desconocida.

En efecto, le parecía extraordinariamente desconocida. Las palabras no le decían nada… ¡pero la voz! El editor había esperado que hablara español o un inglés chapurreado y lleno de ripios, pero en cambio escuchó la pequeña, susurrada y pajaril monotonía de una tímida niña inglesa.

—Sí, muy ocupado —dijo—. Tengo que dar una charla dentro de una hora y después viajaré a Copenhague para dar una conferencia… ¿En qué puedo ayudarla?

—Copenhague —dijo la desconocida, como quien toma nota.

—Sí, sí, sí —dijo el editor—. Voy a dar una conferencia sobre el apartheid.

Hay personas que escuchan; y hay personas a las que, más bien, lo dicho parece quedarles impreso o grabado. A ella, además, le estaban quedando grabadas las paredes, los libros, el escritorio, la alfombra, las ventanas de la oficina; estaba memorizando cada objeto. Hasta que al fin, como una niña ansiosa, dijo:

—He soñado con este momento durante años en Guatemala. Y me decía: “¡Si solo pudiera ver el edificio donde ocurre todo!”. No me atrevía a pensar que podría hablar con Julian Drood. Es como un sueño para mí. “Si algún día llego a verlo le diré”, me decía, “lo que ese edificio y sus artículos hicieron por mi país”.

—El edificio no sirve. Es demasiado pequeño —dijo él—.Estamos pensando en venderlo.

—Oh, no —dijo ella—. He cruzado el océano para verlo. Y para darle las gracias.

La palabra “gracias” sonaba a beso.

—¿Ha venido desde Guatemala? ¿A darme las gracias? —El editor sonrió.

—A darle las gracias desde el fondo de nuestros corazones por esos artículos —canturreó la pequeña voz.

—Entonces la gente lee el diario en Guatemala —dijo el editor, felicitando de manera tácita al país y pasando un manuscrito de una pila a otra sobre su escritorio.

—Somos pocos los que lo leemos —dijo ella—. Pocos pero valiosos. Usted nos ayudó a seguir vivos durante todos estos años oscuros. Usted mantiene encendida la antorcha de la libertad. Usted es un faro de civilización en nuestra oscuridad.

El editor se enderezó en la silla. Por supuesto que era vanidoso, pero además era un buen hombre. Y la virtud no suele ser recompensada. ¿Sería una nacionalista? ¿O no lo sería?, se preguntó. Miró el cielorraso y, como de costumbre —porque él lo sabía todo—, encontró los títulos principales de la situación guatemalteca. Los recorrió como se recorre el teclado de un piano.

—Colonialismo financiero —dijo—, monopolio extranjero, campesinos desarraigados, nacionalismo en alza, el dilema de las poblaciones de montaña, el problema de la costa. Bananas. Hace años que no como bananas —agregó.

Los ojos amarillos de la mujer aún no lo miraban de frente. Continuaba memorizando la oficina y acababa de posar la vista en su retrato. El editor estaba enfrascado en el problema de los monocultivos cuando ella lo interrumpió.

—Las mujeres de Guatemala —dijo la guatemalteca dirigiéndose al retrato— jamás podrán pagarle todo lo que ha hecho por ellas.

—¿Las mujeres?

Francamente no recordaba… ¿había escrito algo sobre las mujeres en esos artículos?

—Usted nos da esperanzas. “Ahora”, me digo cuando leo sus artículos, “el mundo escuchará” —dijo—. Somos esclavas. Las leyes hechas por los hombres, los curas y las tradiciones aberrantes nos tienen sometidas. Nosotras también somos víctimas del apartheid.

Ahora lo miraba directo a los ojos.

—Ah —dijo el editor. Las interrupciones a sus soliloquios lo aburrían—. Cuénteme un poco al respecto.

—Hablo por experiencia propia —dijo la mujer—. Mi padre era mexicano, mi madre era una institutriz inglesa. Yo sé lo que sufrió.

—¿Y usted qué hace? —dijo el editor—. ¿Supongo bien si digo que no está casada?

La rígida cara de la mujer pareció brillar al oír esa frase.

—No podría haberme casado después de haber visto cómo vivió mi madre. Éramos diez. Cuando mi padre tenía que viajar por negocios, nos encerraba a todos en la casa. Ella pedía socorro a los gritos desde la ventana, pero nadie hacía nada. La gente que pasaba por la calle se paraba a mirar y seguía de largo. Mi madre nos crio sola. Estaba exhausta. Una vez, cuando yo tenía quince años, él volvió a casa borracho y le dio una paliza. Ella estaba acostumbrada a que la golpeara, pero esa vez murió.

—Es una historia terrible. ¿Por qué no fue a ver al cónsul? ¿Por qué…?

—La molió a golpes porque se había teñido el cabello. Mi madre tenía el cabello rubio y pensó que si se lo teñía de negro como las otras mujeres con las que él salía, mi padre volvería a amarla —dijo la voz infantil.

—¿Porque se tiñó el cabello? —dijo el editor.

En realidad, el editor nunca prestaba atención a las historias extrañas de la vida privada. Le parecían frívolas. Los sucesos públicos del mundo moderno eran mucho más extravagantes. Por esa razón, escuchó la historia por la mitad. Rápidamente lo que había escuchado se transformó en párrafos acerca de otra cosa y empezó a hacerse preguntas generales. Le interesaba saber si la señorita Mendoza podía votar y, en ese caso, por cuál partido había votado. ¿Había un bloque indígena en Guatemala? Miró su reloj. El editor era un experto en aparentar que escuchaba, mostrarse encantador, hacer una pregunta divertida y luego acompañar a sus visitantes a la puerta sin que se dieran cuenta de que la entrevista había terminado.

—Fue un asesinato —dijo la mujer con satisfacción.

El editor despertó de golpe al escuchar lo que estaba diciendo.

—¡Pero me está diciendo que fue asesinada! —exclamó.

La mujer asintió. El tema ya no parecía interesarle. Le agradaba haber causado una impresión. Tomó la bolsa de papel marrón, extrajo una lata de galletitas y la apoyó sobre el escritorio.

—Le traje un regalo —dijo— con la gratitud de las mujeres de Guatemala. Son galletas escocesas. Hechas en Guatemala. —Sonrió orgullosa ante la rareza—. Ábrala.

—¿La abro? Sí, está bien. Permítame convidarle una —dijo para darle el gusto.

—No —dijo ella—. Son para usted.

Asesinato. Galletas, pensó el editor. Sí, esta mujer está loca. Abrió la lata, sacó una galleta y empezó a mordisquearla. Ella le miraba los dientes cuando mordía; para variar, estaba memorizando lo que veía. Estaba vigilando. Y, justo cuando él iba a levantarse para despacharla, ella estiró su brazo corto y señaló el retrato que colgaba de la pared.

—Ese no es usted —sentenció.

Lo había obligado a comer una galleta y ahora estaba al mando de la situación.

—Sí que soy yo —dijo el editor—. Creo que es muy bueno. ¿Usted no?

—Está mal —dijo ella.

—Ah. —Estaba ofendido; automáticamente puso cara de santo.

—Le falta algo —dijo ella—. Ahora que lo estoy viendo me doy cuenta de qué es lo que le falta.

Se levantó para irse.

—No se vaya —dijo el editor—. Dígame qué le falta. Lo expusieron en la academia, ¿sabe? Empezaba a pensar que esa mujer era adivina.

—Soy poeta —dijo ella—. Veo en usted una persona con visión. Veo un líder. Ese retrato es el retrato de dos personas, no de una sola. Pero usted es uno y es único. Usted es un dios para nosotras. Usted comprende que el apartheid también existe para las mujeres.

Extendió una mano profética. El editor retomó su aspecto astuto y pagano y se la estrechó, con su mano bronceada por el sol.

—¿Puedo asistir a su charla de esta tarde? —dijo ella—. Le pregunté a su secretaria los detalles.

—Por supuesto, por supuesto, por supuesto. Sí, sí, sí —dijo el editor, y la acompañó hasta la puerta principal del edificio. Se despidieron. Él la miró alejarse con paso lento sobre sus piernas gruesas, como las de un soldado.

Entró en la oficina de su secretaria, que estaba poniéndole la tapa a la máquina de escribir.

—¿Usted sabía —le dijo el editor a su secretaria— que el padre de esa mujer mató a la madre porque se había teñido el pelo?

—Me lo dijo ella. Usted se la ganó, ¿no? ¿Qué le apuesto a que se aparece en Copenhague mañana, en la segunda fila de butacas contando desde el escenario? —dijo la chica bruta.

 

Se equivocó. La señorita Mendoza se sentó en la quinta fila en Copenhague. El editor no la había visto en la charla de Londres ni tampoco en el avión; pero allí estaba: retacona, simplona y morena entre los daneses altos y rubios. Al editor no le resultó fácil saber quién era porque tenía mala memoria visual. Para él, todos los rostros se mezclaban, reducidos al puñado de rasgos uniformes que asumen los que han sido convencidos. Pero la reconoció cuando bajó del escenario y la vio, bien plantada, al margen del pequeño círculo donde él asentía intermitentemente con la cabeza blanca hacia las distintas personas que le hacían preguntas. Ella escuchaba: giraba la cabeza y dirigía una mirada posesiva y crítica primero hacia el preguntón y luego, expectante, hacia él. Asentía y miraba con reprobación a los inquisidores cuando él les respondía. Era su dueña. Cada vez se acercaba más, cada vez entraba más en el círculo. El editor sintió olor a nuez moscada. Ella estaba a su lado. Tenía un sobre grande en la mano. El director del evento le dijo al editor:

—Creo que ya es hora de que lo llevemos a la fiesta.

Los invitados fueron en tres autos. Y allá estaba ella, en la fiesta.

—Hicimos los arreglos necesarios para que su amiga… —dijo el anfitrión—. Hicimos los arreglos para que usted se sentara al lado de su amiga.

—¿Qué amiga? —empezó a decir el editor. Entonces la vio, sentada a su lado. El danés encendió una vela pequeña. La piel de la mujer adquirió, ante los azorados ojos del editor, el resplandor de un ídolo. Estaba aburrido; cuando viajaba al extranjero le gustaba que las mujeres desconocidas fueran invariablemente hermosas.

—¿Nos conocemos de antes? —dijo—. Ah, sí. Ya recuerdo.Usted vino a verme al diario. ¿Está de vacaciones aquí?

—No —dijo ella—. Vine a beber de las fuentes.

Él imaginó que le gustaban los baños termales.

—¿Fuentes? —dijo, mirando al resto de los comensales—. ¿Hay muchos spas aquí? —No era bueno para las metáforas. Pero enseguida se olvidó de ella y se puso a hablar con sus vecinos de mesa. Ella no volvió a abrir la boca en toda la noche y al final se retiró junto con los otros invitados; pero todo el tiempo sintió su respiración pesada.

—Tengo un obsequio para usted —dijo antes de marcharse. Y le dio el sobre.

—¿Más galletas? —dijo el editor con voz zumbona.

—Es el canto inicial de mi poema —dijo ella.

—Lamentablemente —dijo él—, muy rara vez publicamos poesía.

—No se lo estoy dando para que lo publiquen. Está dedicado a usted. Y se fue. —Qué extraordinario —dijo el editor, y la miró partir. Luego se dirigió a sus anfitriones—: Esa mujer me dio un poema.

La risa cortés de sus interlocutores lo irritó. Casi siempre, la risa de los otros lo confundía.

El poema fue a parar a un bolsillo y quedó olvidado entre sus pliegues hasta su llegada a Estocolmo. La mujer de Guatemala estaba parada en la puerta de la sala de conferencias cuando el editor salió.

—Da la sensación de que nos estamos siguiendo —le dijo. Y a continuación le explicó a un ministro que lucía una corbata blanca—: ¿Conoce a la señorita Mendoza, de Guatemala? Es poeta —dijo, y huyó despavorido mientras los dos se saludaban.

Dos días más tarde, la mujer se apareció en su conferencia en Oslo. Ahora en primera fila. La vio un cuarto de hora después de haber empezado a hablar. Su presencia lo irritó tanto que comenzó a trabarse con las palabras. Una frase intrusiva le vino a la mente —“asesinó a su esposa”— y su voz, naturalmente aguda, subió un semitono más y estuvo a punto de contar la anécdota. Algunas damas del público apoyaban la mejilla en el índice, inclinando apenas la cabeza para contemplar su perfil. El editor hizo un gesto desdeñoso en dirección a la audiencia. Acababa de recordar cuál era el problema. No tenía nada que ver con el asesinato; simplemente se había olvidado de leer el poema.

Los poetas desconocían la misericordia, y el editor lo sabía. La única manera segura de quitárselos de encima era leer sus poemas de inmediato. Ellos miraban con piedad y desprecio mientras uno leía, y argumentaban ofendidos cuando él les decía cuáles versos le habían gustado. Decidió enfrentarla. Después de la conferencia, la interceptó.

—Qué suerte —dijo—. Pensé que había dicho que viajaba a Hamburgo. ¿Dónde se hospeda? Su poema me pesa en la conciencia.

—¿Sí? —dijo con voz aniñada—. ¿Cuándo vendrá a verme?

—La llamaré —dijo el editor en franca retirada.

—Iré a escucharlo en Berlín —dijo ella con toda intención.

El editor la evaluó. Había una mirada de magnético e inhumano afán en sus ojos. Pero no lo estaban mirando; más bien, lo leían. Ella conocía su futuro.

De regreso en el hotel, leyó el poema. El mensaje era claro. Empezaba diciendo:

 

He visto al liberador

El enemigo de la esclavitud

La deidad.

 

Continuó leyendo, salteándose un par de páginas, y levantó el tubo del teléfono. Primero oyó una respiración infantil, y después aquella voz pequeña y decidida. El editor le sonrió al teléfono y dijo, con voz indulgente, lo bueno que era el poema. La respiración se volvió pesada, como el sonido del océano. Parecía que estaba cruzando el Caribe o el Atlántico en vapor o en avión para alcanzarlo.

—Usted no ha entendido cuál es el tema —dijo—. Las mujeres estamos haciendo historia. Yo soy la historia de mi país.

Como ella no paraba de hablar, el aburrimiento se adueñó de él. Su rostro de hombre culto e instruido se volvió de piedra.

—Sí, sí, ya veo. ¿No hay una antigua creencia india que dice que un dios blanco vendrá del Este a liberar al pueblo? Extraordinario, totalmente extraordinario. Cuando regrese a Guatemala debe continuar su poema.

—Lo estoy haciendo ahora mismo. En mi cuarto —dijo ella—. Usted es mi fuente de inspiración. Trabajo todas las noches desde que lo vi.

—¿Quiere que le envíe este ejemplar por correo a su hotel en Berlín? —dijo él.

—No, mejor démelo en mano cuando nos encontremos allí.

—¡Berlín! —exclamó el editor. Sin pensar, sin darse cuenta de lo que estaba diciendo, prosiguió—: Pero yo no pienso ir a Berlín. Volveré a Londres hoy mismo.

—¿Cuándo? —quiso saber la mujer—. ¿Puedo ir a hablar con usted ahora?

—Lamentablemente no. Parto dentro de media hora —dijo el editor.

Recién cuando colgó el teléfono se dio cuenta de que estaba sudando y de que había dicho una mentira. Había perdido la cabeza. Peor aún: en Berlín, si es que se la cruzaba también allí, tendría que inventar otra mentira.

En efecto, fue peor todavía. Cuando llegó a Berlín, ella no estaba. Era casi perverso de su parte… pero su ausencia lo alarmó. Se sentía avergonzado. El aura sombría del santo reemplazó al pagano en su armonioso rostro. Por cierto, después de su conferencia un hombre del público dijo que se había mostrado evasivo respecto de la cuestión de la raza.

Pero en Hamburgo, al final de la semana, la voz de la mujer resonó en el fondo de la sala:

—Me gustaría preguntarle al gran hombre que esta noche llena todos nuestros corazones si alguna vez ha pensado que los peores racistas son los que oprimen y engañan a las mujeres.

Asestó el golpe y volvió a sentarse, desapareciendo detrás de los anchos hombros de los corpulentos varones alemanes.

La sonrisita inteligente del editor se esfumó. Echó hacia atrás la heroica cabeza como si le hubieran disparado, y recuperó el equilibrio apoyando las yemas de los dedos en el escritorio. Inclinó la cabeza y bebió un vaso de agua, parte de cuyo contenido derramó sobre su corbata. Miró a su alrededor como buscando ayuda.

—Amigos míos —hubiera querido decir—, esa mujer me está siguiendo. Me ha seguido por toda la península escandinava y Alemania. Tuve que decirle una mentira para escapar de ella en Berlín. Me persigue. Está escribiendo un poema. Quiere obligarme a leerlo. Asesinó a su padre… quiero decir, su padre asesinó a su madre. Está loca. Alguien tiene que sacarme de esta situación.

Pero logró recomponerse y se hundió en ese abismo de desesperación donde solo naufragan los aficionados y los oradores más mediocres. —Es una buena pregunta —dijo. Se oyeron dos risas irreverentes entre el público, probablemente de la colonia inglesa o la norteamericana. Había vuelto a quedar como un idiota. Con torpeza, al final atinó a aferrarse a esa deriva de generalizaciones históricas que casi siempre lo sacaba a flote. Oyó su voz navegando por el siglo XVIII, zambulléndose en Rousseau, deslizándose sobre Tom Paine y Los derechos del hombre.

—¿Este lugar tiene alguna salida por el fondo? —le preguntó al director ni bien concluyó la conferencia—. ¿Podría alguien vigilar los movimientos de esa mujer? Me está siguiendo.

Lo hicieron salir por la puerta de atrás.

En el hotel, alguien deslizó un poema debajo de su puerta.

 

Después de haber mamado de Rousseau

Fuerte y poderoso en el divino mensaje de la Naturaleza

Toma a Guatemala en tus brazos.

 

En el último renglón decía: “Habitación 363”. ¡Estaba alojada en el mismo hotel! Llamó a la recepción, dijo que no recibiría llamados y pidió que lo trasladaran a otro cuarto en un piso más bajo, cerca de la escalera principal y cerca de la salida. Una vez a salvo en su nueva habitación, cambió el horario de su vuelo a Múnich.

Había un mensaje para él en la recepción.

—La señorita Mendoza dejó esto para usted —le dijo el conserje— antes de viajar a Múnich esta mañana.

El mensaje estaba acompañado por un poema. Comenzaba así:

 

Famélica en la larga noche de los siglos

Esperé al que iba a liberarme

No podrá escapar de mí.

 

Su mano tembló al hacer pedazos el mensaje y el poema. Fue hacia la puerta. El botones corrió tras él con el comprobante de pago, que había dejado olvidado sobre el mostrador.

El editor era un hombre de cierta fama. Los periodistas iban a visitarlo. A menudo lo reconocían en los hoteles. La gente decía su nombre en voz alta cuando lo leía en las listas de pasajeros. Los caricaturistas tendían a alargarle el cuello cuando lo dibujaban porque habían detectado que tenía el hábito de estirarlo en las fiestas y reuniones con la esperanza de ver y ser visto.

Pero no estiró el cuello en el vuelo a Múnich. Se dejó el sombrero puesto y hundió el mentón en el pecho. Anhelaba el anonimato. Lo invadía una sensación que no había sentido en años, que jamás había vuelto a sentir desde los días anteriores al deshielo en Rusia; sentía que lo estaban siguiendo, no una sino varias docenas de personas. ¿Quiénes eran todos esos pasajeros del avión? ¿Esos dos hombres de impermeable habían estado en su hotel?

Subió al primer taxi que vio en el aeropuerto. En el hotel fue directo al mostrador de recepción.

—Señor Julian Drood y señora —dijo el conserje—. Sí. Cuatrocientos quince. Su esposa ya llegó.

—¡Mi esposa! —Estar rodeado por un grupo pequeño de gente siempre solía despertar al actor que había en él. Giró la cabeza para mirar al extraño parado a su izquierda frente al mostrador y soltó una risita jocosa—. ¡Pero si yo no estoy casado! —El extraño se retiró. El editor se dirigió entonces a una pareja que también estaba esperando—. Decía que no soy casado —dijo.

Y se dio vuelta para ver si podía convocar más oyentes.

—Esto es ridículo —dijo. Pero nadie le prestaba atención, de modo que le espetó al conserje en voz muy alta—: Permítame ver el registro de huéspedes. La señora Drood no existe.

El conserje puso cara de hombre de mundo para disipar cualquier preocupación acerca de la respetabilidad del hotel que pudiera asaltar a los huéspedes que todavía esperaban. Pero allí, en el formulario, vio escritas, con la letra de ella, las palabras: Señor Drood y señora.

El editor sacó a relucir una vez más sus dotes de actor y encaró al grupo.

—Una impostora —gritó. Y se rio, invitando a los presentes a participar de la comedia—. Una mujer que viaja por el mundo usando mi apellido.

El conserje y los extraños lo ignoraron. En todos los viajes siempre aparecen ingleses locos por todas partes.

La cara del editor se ensombreció cuando comprobó que había agotado la paciencia y el interés de sus congéneres.

—Cuatrocientos quince. Equipaje —llamó el conserje.

Un joven botones se escurrió rápido como un lagarto y recogió las valijas del editor.

—Espere. Espere —dijo el editor.

Frente a ese joven tan prolijamente uniformado tuvo la repentina sensación de estar casi desnudo. Se le ocurrió que, cuando llegara el Día del Juicio Final, a uno lo estarían esperando varios jóvenes mundanos, tarareando una melodía cuyo nombre no conoceremos, y cargarán con suprema indiferencia no solo nuestros pecados sino nuestras virtudes en un par de valijas, y sus rostros dejarán traslucir un conocimiento oculto.

—Tengo que hacer un llamado —dijo el editor.

—Por allí —dijo el joven, apoyando las valijas en el suelo.

El editor no fue hacia el teléfono sino hacia la puerta principal del hotel. Consideró la libertad de la calle. Lo más sensato que podía hacer era marcharse enseguida, pero sabía que la mujer estaría en su conferencia esa noche. Tenía que aclarar ese entuerto de una vez y para siempre. Y tendría que hacerlo ahora. Volvió sobre sus pasos y fue hasta la cabina telefónica. Estaba vacía, como una trampa. Pasó de largo. Detestaba el estilo vidriado, prostibulario e hipócritamente impersonal de las cabinas telefónicas. Siempre conservaban el desagradable calor de las emociones pasajeras que otros habían dejado. Dio media vuelta: todavía continuaba vacía. “¿Seguramente —hubiera querido decirles a las personas que iban y venían por el foyer del hotel— alguno de ustedes necesita llamar por teléfono?”. Era hiriente que a nadie le interesara lo que le ocurría. Era como si hubiese escrito un artículo y nadie lo leyera. Hasta el botones se había ido. Sus dos valijas lo esperaban en el suelo, apoyadas contra el mostrador. Él y ellas habían dejado de ser noticia.

Empezó a caminar rápido de un lado a otro, pero nadie se inmutó. Se detuvo en todo lugar donde pudieran verlo, sin pasar completamente inadvertido porque su hermoso cabello siempre hacía girar las cabezas.

El editor volvió a dirigirse a su público en silencio. “Ustedes no comprenden el meollo de la situación. Todo el que ha leído mis editoriales sabe que me opongo, por una cuestión de principios, a la idea misma del matrimonio. Y por eso el comportamiento de esta mujer es tan ridículo. Pensar en casarse en un mundo que atraviesa una de las etapas más abominables de su historia es pueril”.

Soltó una risita breve, sarcástica. El público se mostró indiferente.

Entró en la cabina telefónica y, dejando la puerta abierta para que todos oyeran, llamó a la habitación de la mujer.

—Soy Julian Drood —dijo bruscamente—. Es importante que nos veamos ahora mismo, en privado, en su cuarto.

La oyó respirar. ¡Era increíble que la raza humana pensara que bastaba con respirar! Uno hace una pregunta importante, trascendental… ¿y qué ocurre? Respiran. Entonces oyó la pequeña voz: hizo un sonido confuso, húmedo.

—Ah —dijo. Y volvió a jadear—: Sí.

Las dos palabras eran la cresta de una ola a punto de romper e irrumpir sobre la arena para luego retirarse con un prolongado e insidioso siseo.

—Claro —agregó. Y esa sola palabra era un largo, sediento siseo.

Al editor no dejaba de sorprenderle que su brusquedad recibiera una respuesta tan melancólica.

“¡Santo cielo —pensó—, ella está en esa habitación!”. Y debido a que ella era invisible, y a la distancia que la línea telefónica imponía entre ambos, él sintió que ella se deslizaba por el cable —la cabeza primero, con la boca abierta— y lo ahogaba. Colgó el tubo y se rascó la oreja; un pedazo de ella parecía haberse enroscado allí. La oreja del editor había oído pasión. Y pasión en clímax.

Muchas veces había oído hablar de la pasión. Muchas veces le habían hablado de eso. La había visto en la ópera. Tenía amigos —que generalmente acudían a él en busca de consejo— enredados en la pasión. Él jamás la había sentido y tampoco la sentía ahora; pero mientras caminaba desde la cabina telefónica hacia el ascensor supo que su papel había cambiado. Esa mujer no era un mero incordio: era como Tosca. El pagano se volvió perruno y el santo, furtivo al entrar al ascensor.

—Ah —suspiró en voz alta, dirigiéndose al ascensorista—. Les femmes.

Pero el alemán no entendía francés.

El editor salió del ascensor y, dejando atrás una vigilante puerta blanca tras otra, llegó a la 415. Golpeó dos veces. Como no obtuvo respuesta, abrió la puerta.

Sintió que chocaba contra una pared invisible de especias y perfumes y retrocedió, pensando que se había equivocado. Una muñeca de trapo de piernas largas y grandes ojos azules lo miraba desde la cama; en el suelo había una valija a medio desempacar de la que colgaban ropas raras. Había un par de zapatos de mujer encima del sofá.

Y allí, de espaldas al pequeño escritorio donde había estado escribiendo, se encontraba la señorita Mendoza. O mejor dicho el vestido color verde botella, la figura cuadrada de la señorita Mendoza; pero su cabeza no. Su cabello ya no era negro; era dorado. La cabeza del ídolo había sido cortada y reemplazada por otra: por una cabeza de mujer. La cara no tenía expresión alguna, hasta que reflejó la sorpresa del rostro del editor; después, una mirada escrutadora de horror se adueñó de ella: la mirada de alguien que fue sorprendido cometiendo una atrocidad. Bajó la cabeza, súbitamente acobardada y temerosa. Levantó con rapidez un par de medias que había dejado sobre la cama y las ocultó detrás de la espalda.

—Usted está enojado conmigo —dijo con la cabeza todavía baja, como una niña obstinada.

—Usted está en mi habitación. Usted no tiene ningún derecho a estar aquí. Yo estoy muy enojado con usted. ¿Cómo se atreve a registrarse con mi apellido…? Aparte de que, más allá de cualquier otra consideración, es ilegal hacerlo. Usted está al tanto de eso, ¿no? Debo pedirle que se vaya o de lo contrario tendré que tomar las medidas necesarias para que…

La mujer seguía con la cabeza gacha. Tal vez no tendría que haber dicho la última frase. Ese cabello rubio le daba un aspecto patético.

—¿Por qué hizo esto?

—Porque usted no quiere verme —dijo ella—. Usted ha sido cruel conmigo.

—Pero, señorita Mendoza, ¿no se da cuenta de lo que está haciendo? Yo prácticamente no la conozco. Usted me ha seguido por toda Europa; me ha acosado. Se mete en mi habitación. Finge ser mi esposa…

—¿Usted me odia? —murmuró ella.

Maldita sea, pensó el editor. Tendría que haber cambiado de hotel de inmediato.

—Yo no sé nada de usted —dijo.

—¿No quiere saber nada de mí? ¿No quiere saber cómo soy? Yo sé todo de usted —dijo ella, levantando la cabeza.

El reproche confundió al editor. Perdió el impulso de actuar. Miró su reloj.

—Dentro de media hora vendrá a verme un periodista —dijo.

—No molestaré —dijo ella—. Voy a salir.

—¡Cómo que va a salir! —dijo el editor. Entonces comprendió en qué se estaba equivocando. Había olvidado —quizás por obra de tantos viajes al exterior para dar conferencias, dirigiéndose siempre al rostro de la multitud— cómo tratar con personas difíciles. Empujó los zapatos a la otra punta del sofá para tener donde sentarse. Uno de los zapatos cayó al suelo, pero a fin de cuentas era su habitación y tenía todo el derecho del mundo a sentarse.

—Usted está enferma, señorita Mendoza —dijo. Ella clavó los ojos en la alfombra.

—No estoy enferma —dijo.

—Usted está enferma y, creo yo, es muy infeliz. —Puso voz de entendido.

—No —dijo ella en voz baja—. Soy feliz. Porque usted está hablando conmigo.

Usted es una mujer muy inteligente —dijo él—. Y por eso comprenderá lo que voy a decirle. Las personas talentosas como usted son muy vulnerables. Usted vive en su imaginación y eso la deja expuesta. Yo lo sé muy bien.

—Sí —dijo ella—. Usted ve todas las injusticias del mundo. Usted sufre por ellas.

—¿Yo? Sí —dijo el editor con su sonrisa de santo. Pero enseguida se recuperó de la alabanza—. Le estoy diciendo otra cosa. Su imaginación es parte de su talento poético, pero la somete a engaños en la vida real.

—No es así. Yo lo veo a usted tal como es.

—Siéntese, por favor —dijo el editor. No soportaba que estuviera parada, mirándolo desde arriba—. Cierre la ventana, hay demasiado ruido.

Ella obedeció. El editor se alarmó al ver que el cierre de su vestido estaba a medio subir, y mucho más todavía al ver asomar la parte superior de una prenda de ominoso encaje. No toleraba a las mujeres desaliñadas. Comprendió que la situación era urgente. Hizo un enorme esfuerzo para mostrarse afable.

—Fue muy amable de su parte asistir a mis conferencias. Espero que le hayan resultado interesantes. Yo creo, modestamente, que salieron bastante bien… me hicieron buenas preguntas. Pero uno nunca sabe, por supuesto. Uno llega a un lugar extraño y ve un salón lleno de personas a las que no conoce… Y usted tal vez no me creerá puesto que lo he hecho miles de veces… pero siempre es grato ver una cara conocida. Al principio, uno se siente perdido…

Esas palabras le dieron esperanzas.

Pero no era verdad. El editor jamás se sentía perdido. En cuanto se paraba en el estrado tenía la impresión de estar hablándole a toda la raza humana. Eso lo hacía sufrir. El sufrimiento humano generalizado había impreso ese rictus de dolor en su cara.

—Pero, como usted sabe —dijo con severidad—, nuestros sentimientos nos engañan. Sobre todo en ciertas etapas de la vida. Yo estaba preocupado por usted. Veía que algo andaba mal. Estas cosas ocurren muy de golpe. Sabrá Dios por qué. Usted ve a un hombre al que tal vez admira —aparentemente esto les ocurre más a las mujeres que a los hombres— y proyecta en él algún amor olvidado. En su caso, me atrevería a decir que probablemente haya proyectado una imagen de su padre, a quien odió todos estos años por lo que hizo cuando usted era una niña. Es así como, según dice la gente, uno se obsesiona o es presa de una ilusión. No me gusta esa palabra. Lo que quiero decir es que no nos enamoramos de un hombre o de una mujer reales sino de una visión, de una imagen que nosotros mismos proyectamos. Existen muchísimos ejemplos en los que podemos pensar…

El editor estaba sudando. Ojalá no le hubiera pedido que cerrara la ventana. Sabía que tarde o temprano su mente iba a derivar hacia los ejemplos históricos. Se preguntaba si convendría contarle la historia de Jane Carlyle, la esposa del historiador, que había ido a escuchar una conferencia del famoso padre Matthew sobre la templanza e, histérica y exaltada, había subido de un salto al escenario para besarle las botas. Y había otros ejemplos. Pero justo en ese momento no podía recordarlos. Optó entonces forzosamente por la señora Carlyle. Fue un error.

—¿Quién es la señora Carlyle? —dijo la señorita Mendoza con suspicacia—. Yo nunca besaría los pies de un hombre.

—Las botas —dijo el editor—. Ocurrió arriba de un escenario. —Las botas tampoco —estalló la señorita Mendoza—. ¿Por qué me tortura? Me dice que estoy loca.

El imprevisto giro de la conversación tomó por sorpresa al editor. Hasta el momento parecía marchar sobre rieles.

—Por supuesto que usted no está loca —dijo—. Una loca no podría haber escrito ese gran poema. Solo estoy diciendo que valoro sus sentimientos pero que no obstante usted debe comprender que yo, lamentablemente, no la amo. Usted está enferma. Está exhausta.

Los ojos amarillos de la señorita Mendoza se pusieron brillosos al escuchar sus palabras.

—Entonces —dijo en veta grandilocuente— no soy sino un fastidio para usted.

Se levantó de la silla y él vio que temblaba.

—Si es así, ¿entonces por qué no se va de esta habitación ahora mismo? —dijo.

—Pero —dijo el editor, riéndose—, si me permite recordárselo, esta es mi habitación.

—Yo firmé el registro de pasajeros —dijo la señorita Mendoza.

—Está bien —dijo el editor con una sonrisa—, pero eso no tiene importancia, ¿no?

El aburrimiento y la sensación de absoluta pérdida de tiempo (sobre todo si uno pensaba en las masacres, los bombardeos, los encarcelamientos que son moneda corriente en el mundo) inherentes a toda cuestión personal lo abrumaban. Nunca dejaba de sorprenderlo que durante una crisis espantosa —como la de Cuba, por ejemplo— tanta gente abandonara a su esposa, su esposo o su amante con una simple carta; la extraordinaria, irresponsable persistencia de los arrebatos amorosos. Una especie de guerra de guerrillas en otro contexto. Y ahí estaba él ahora, en medio de una. ¿Qué podía hacer? Miró la habitación a su alrededor como buscando ayuda. Ni el ruido del tráfico en la calle, ni la imagen borrosa de las personas moviéndose detrás de las ventanas en las oficinas de enfrente, ni la publicidad de cerveza podían ayudarlo. La humanidad lo había abandonado. Lo más parecido a algo humano —ahora volvía a verla— era la muñeca sentada encima de la cama, una marioneta absurda salida de un cabaret, de una rifa o del cuarto de los niños. Tenía un penacho de cabello rojo, tontas mejillas rojas y ojos azules salientes con largas pestañas de algodón. Vestía una falda corta y tenía piernas descabelladamente largas con medias a cuadros. Qué infantiles eran las mujeres. Por supuesto (recién ahora se le ocurría pensarlo): la señorita Mendoza era tan infantil como su voz. El editor dijo en son de broma:

—Veo que tiene una amiguita. Es muy linda. ¿Viene de Guatemala? —Y con frivolidad flagrante, porque el objeto no le gustaba, dio uno o dos pasos hacia la muñeca. La señorita Mendoza le dio un empujón y se la arrebató antes de que pudiera agarrarla.

—No la toque —dijo, diminuta y feroz.

Levantó a la muñeca y, abrazándola con miedo, buscó un lugar donde ponerla fuera del alcance del editor. Caminó hasta la puerta, pero enseguida cambió de opinión y corrió hacia la ventana. La abrió de par en par; el viento movía las cortinas y ella tenía una mirada extraña, como si acabara de ocurrírsele una idea desesperada: tirarse al vacío con la muñeca. Se dio vuelta para pelear, de ser necesario. Él estaba demasiado desconcertado para moverse y cuando ella vio que permanecía inmóvil, su rostro asustado cambió de expresión. Arrojó la muñeca al suelo y se dejó caer sobre una silla que estaba cerca; encorvando los hombros se tapó la cara con las manos y se puso a llorar, negando con la cabeza. Las lágrimas corrían entre sus dedos, derramándose sobre el dorso de las manos. Entonces bajó las manos y, suave y deshecha, corrió hacia el editor y se colgó de su chaqueta.

—Váyase. Váyase —gimió—. Perdóneme. Perdón. Lo siento. —Reía y lloraba al mismo tiempo—. Como usted dijo… estoy enferma. Oh, por favor perdóneme. No entiendo por qué hice esto. Hace una semana que no como. Debo haber perdido la cabeza para hacerle esto. ¿Por qué? No puedo pensar. Usted ha sido tan amable conmigo. Podría haber sido cruel. Tenía razón. Usted tuvo el coraje de decirme la verdad. Me siento tan avergonzada, tan avergonzada. ¿Qué puedo hacer?

No le soltaba la chaqueta. Sus lágrimas caían sobre las manos del editor. Estaba suplicando. Levantó la vista.

—Fui una tonta —dijo.

—Venga aquí, siéntese —dijo el editor, e intentó llevarla hacia el sofá—. Usted no es ninguna tonta. No hizo nada malo. No tiene por qué avergonzarse.

—No puedo soportarlo.

—Venga a sentarse —dijo él, rodeándole los hombros con el brazo—. Me sentí muy orgulloso cuando leí su poema. Mire —dijo—, usted es una mujer muy talentosa y sumamente atractiva.

No dejaba de sorprenderlo que una mujer tan pesada no fuera maciza al tacto, sino liviana y suave. Sentía su piel, ardiente debajo del vestido. Su aliento era ardiente. La agonía era ardiente. El pesar era ardiente. Su ropa, sobre todo, ardía. Tal vez fuera debido al calor que le daba la ropa que, por primera vez en años, tuvo la sensación de estar abrazando a un ser humano. Jamás había sentido eso cuando, en contadas ocasiones, había abrazado a una mujer desnuda en su cama. Entonces hizo algo increíble para sí mismo. Le besó con dulzura la coronilla, rozando apenas con los labios ese cabello rubio que no le gustaba. Fue como besar un felpudo recalentado que olía a quemado.

Con el beso, ella se aflojó y dejó de llorar. Se apartó de él, intimidada.

—Gracias —dijo con gravedad y él sintió que lo estaba estudiando, memorizándolo incluso, tal como había hecho en la primera visita a su oficina.

Ella recuperó su aspecto de ídolo. Luego pronunció una revelación.

—Usted no ama a nadie excepto a sí mismo.

Y lo peor de todo fue que sonrió. Hasta ese momento él había estado convencido, y eso le infundía terror, de que ella esperaba que volviera a besarla. Pero ahora no podía soportar lo que acababa de decirle. Sentía que la perdía.

—Tenemos que hablar —dijo, perturbado—. Nos encontraremos en la conferencia esta noche.

La sombra del futuro que le esperaba pasó por la cara de la mujer.

—Oh, no —dijo. Ya era libre. Le estaba advirtiendo que no podría sacar ventaja de su dolor.

—¿Esta tarde? —insistió él, e intentó tomarle la mano; pero ella la retiró.

Y entonces, para su enorme desconcierto, ella comenzó a evadirlo. Se puso a empacar. Metió como pudo algunas prendas en la valija. Después fue al baño y en el ínterin llegó el botones con las dos valijas del editor.

—Espere —dijo el editor.

Ella salió del baño, muy pálida, y terminó de guardar en la valija las pocas cosas que todavía quedaban afuera.

—Le pedí al botones que esperara —dijo el editor.

El beso, el cabello dorado, el calor de su cabeza hacían volar su mente.

—No quiero que se vaya así —dijo el editor.

—Ya escuché lo que le dijo al botones —dijo ella, cerrando apresuradamente la valija—. Adiós. Y gracias. Me ha salvado de algo espantoso.

El editor no pudo moverse cuando la vio partir. No podía creer que se había marchado. Aún sentía el rastro de su perfume en el aire y se dejó caer en una silla, exhausto, pero debatiendo con su conciencia. ¿Por qué le habría dicho ella que sólo se amaba a sí mismo? ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Ojalá hubiera alguien allí a quien pudiera explicarle, alguien a quien preguntarle. Se sentía solo, algo casi inaudito en su vida. Fue hasta la ventana para mirar a la gente que pasaba por la calle. Después miró la cama y lo que pensó lo dejó perplejo: “Nunca en mi vida tuve una aventura”. Salió corriendo de la habitación y fue directo al mostrador de recepción. ¿Ella todavía estaba en el hotel?

—No —dijo el conserje—. La señora Drood se fue en un taxi.

—Le pregunté por la señorita Mendoza.

—No tenemos ningún huésped registrado bajo ese nombre.

—Qué raro —mintió el editor—. Tenía que encontrarse aquí conmigo.

—Tal vez esté en el Hofgarten, pertenece a la misma empresa.

Pasó una hora entera en el teléfono, llamando a todos los hoteles. Fue en taxi a la estación de ferrocarril, después intentó con las aerolíneas hasta que luego, al caer la tarde, fue al aeropuerto. Sabía que no había esperanzas. “Yo también debo estar loco”, pensó. Miraba a todas las mujeres de cabello rubio que se cruzaban en su camino: la ciudad estaba llena de mujeres así. Con el ruidoso correr de la tarde cejó en su búsqueda. Le gustaba hablar de sí mismo y de sus cosas, pero nunca podría describir a nadie cómo había sido aquel día. No se atrevía a volver a su habitación; se sentó en el vestíbulo a leer el diario, luchando consigo mismo y mirando a todas las mujeres que pasaban. No pudo comer y ni siquiera beber y fue caminando hasta el lugar de la conferencia con la esperanza de encontrarla. Una o dos veces tuvo la impresión, que le provocó una risa amarga, de que recién había pasado por allí, dejando sus huellas casi imperceptibles en el pavimento. Lo más extraordinario de todo era que ella encarnaba exactamente la clase de mujer que él no podía ver ni pintada: cuadrada, retacona, fea. Debía ser horrible sin ropa. Intentó exorcizarla con imágenes obscenas. Pero las imágenes se disiparon para dar paso a una visión transformada, idealizada de ella. Empezó a verla alta y morena, o joven y rubia; sus ojos cambiaban de color, su cuerpo tenía curvas voluptuosas, o era atlético y delgado. Sentado en el escenario donde debía dar la conferencia, mientras escuchaba el discurso de presentación ponía caras que asombraban al público por su mecánico despliegue de ansiedad seguida de desprecio. Su mirada iba sistemáticamente de una hilera de asientos a otra, buscándola. Se puso de pie para hablar.

—Damas y caballeros —empezó. Estaba persuadido de que sería la mejor conferencia de su vida. Lo fue. Apremiante, cautivante, angustiante, elocuente. Le estaba pidiendo que regresara.

Y entonces, después de un farragoso debate que prácticamente no escuchó, volvió al hotel. Ahora tendría que enfrentar la burla de la habitación. Entró y efectivamente así fue. La mucama había vuelto a tender la cama y sobre el cobertor yacía la muñeca, las piernas prolijamente juntas, mirándolo con sus ridículos ojos azules. Le pareció que parpadeaban. Se había olvidado de llevársela. Había dejado atrás su infancia.

 

 

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