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Ficción argentina

La penitencia: un cuento de Inés Garland

Reeditan el libro en Club Cinco

"Ese verano podría haber sido como cualquier otro. Habíamos pasado Navidad en Buenos Aires y dos días después, como todos los años, papá y mamá nos llevaron al campo". Tomado de la edición de Una reina perfecta de Club Cinco, uno de los relatos breves que componen ese tomo que ahora regresa a las librerías.

Por Inés Garland.

Ese verano podría haber sido como cualquier otro. Habíamos pasado Navidad en Buenos Aires y dos días después, como todos los años, papá y mamá nos llevaron al campo. Ramona iba sentada entre Clara y yo, en el asiento de atrás, y miraba al frente, muy quieta. Siempre viajaba así, con los brazos cruzados y la espalda bien derecha; de a ratos movía los labios como si estuviera rezando y miraba a mamá, a la nuca de mamá, con unas miradas cortas y disimuladas.

Antes de llegar al camino de tierra mamá y papá nos anunciaron que ese año no podrían quedarse con nosotras ni una sola noche; unos amigos los esperaban al día siguiente. Clara se puso a llorar. Ramona siguió mirando al frente, pero apretó la mandíbula. Decidí que esta vez no iba a dejar que papá y mamá se fueran sin decirles cómo era Ramona con nosotras cuando ellos no estaban, pero a pesar de lo decidida que estaba, no se me ocurría cómo hacer para contarles todo sin que Ramona me oyera.

La solución se me ocurrió cuando vi el maizal crecido cerca de la casa. Mientras ellos bajaban las valijas y abrían la casa le expliqué, sin muchos detalles, el plan a Clara. La agarré de la mano, corrimos hasta el maizal y nos acostamos boca abajo en la tierra.

Mi plan era simple: mamá y papá iban a tener que buscarnos para despedirse -yo estaba segura de eso-; cuando se agacharan para darnos un beso, las hojas del maizal los esconderían y entonces, ahí abajo y protegida de Ramona, yo les iba a contar todo. Parecía tan fácil, tan perfecto.

Desde nuestro escondite escuchamos la voz de mamá que nos llamaba. Clara me miró con los ojos muy abiertos y me di cuenta de que quería levantarse, correr hacia mamá. Tenía cinco años: todavía pensaba que si lloraba mucho ellos no se irían. Yo le pasé el brazo por la espalda y la obligué a quedarse acostada. Temblaba contra mi cuerpo como un cachorro.

El ruido del auto se alejó y yo seguí acostada con el brazo sobre la espalda de Clara y el corazón a los tumbos hasta que no se oyó más nada. No se me había ocurrido que podían irse sin buscarnos. Cuando me paré sólo quedaba una nube de tierra que flotaba como una gelatina en el horizonte.

Clara debe de haber visto en mi cara que se habían ido. Gimió apenas y me clavó esa mirada que yo le conocía de memoria: los ojos tan negros que no se les veía la pupila. Me di cuenta de que pensaba que le había mentido, que yo había sabido desde el principio que mamá y papá se iban a ir sin despedirse, y le había robado la única posibilidad de impedirlo.

Ramona estaba parada en la galería con las manos apoyadas en el respaldo de una silla de mimbre. De lejos no parecía enojada pero al acercarnos pude verle la mancha de transpiración en el pecho. Siempre era una mala señal esa mancha que caía por el escote y terminaba en punta.

-Aparecieron –dijo, y podría haber sido sólo un comentario si no nos hubiera estado mirando de la forma en que nos miraba. De esta penitencia sí que no se salvan.

Clara se largó a llorar. Le agarré la mano. Ramona se dio vuelta para entrar en la casa y la seguimos en silencio. Sus piernas, de atrás, eran como ramas peladas, lustrosas, con la pantorrilla alta como un nudo de la madera, un puño cerrado que subía y bajaba cuando ella caminaba. El vestido se le había pegado a la espalda.
Esa tarde nos hizo jugar en nuestro cuarto. Ella se quedó en el suyo. No podíamos ver lo que hacía pero la oíamos caminar de un lado a otro y soplar como si silbara sin melodía, un soplido entrecortado que, decía, la ayudaba a pensar. En nuestro cuarto había olor a cal y a humedad. Nos costaba mucho jugar cuando no nos decía nada y soplaba así toda una tarde.

Estábamos por irnos a dormir cuando nos dio el colgante.

-Su madre les dejó esto -dijo–. No se lo merecen.
Una cadena con un dije redondo, de oro, que se abría para mostrar dos fotos, una de mamá y una de papá. En las fotos tenían anteojos negros y se reían. Clara empezó a llorar y a besar las fotos.

-Tenélo vos -le dije.

Yo no lo quería.

-Cuidadito con perderlo -dijo Ramona-, tu mamá me lo encargó especialmente.

Después de eso Clara siempre andaba con el colgante por todos lados y lo abría a cada rato para mirar las fotos.

Esa noche, como siempre, Ramona nos hizo rezar arrodilladas, una junto a la otra, con los codos apoyados sobre la cama. Mientras rezábamos, el ruido del motor explotó en el silencio y todas las luces se encendieron a la vez. La ventana se llenó de cascarudos voladores que golpeaban para entrar. Parecían lluvia.

-Ahora tengo que salir a saludar al puestero nuevo, pero mañana vamos a hablar sobre lo que hicieron -dijo Ramona antes de irse.

No podía dormirme. El motor de la luz sonaba en la oscuridad y Clara daba vueltas en la cama y hablaba en sueños. Mucho más tarde apagaron el motor y todo el silencio del campo cayó sobre la casa como una manta. Cada tanto se oía un perro que aullaba. Cuando me dormí soñé con lobos.

A la mañana siguiente, mientras tomábamos el desayuno, vino el puestero y preguntó por nosotras. Yo hubiera querido saludarlo -su voz parecía tan alegre- pero Ramona y él se quedaron hablando afuera, del otro lado de la puerta mosquitero. Ella cada tanto giraba un poco la cabeza para mirarnos sobre el hombro. No hacía falta que hablara para que supiéramos que no quería que nos acercáramos. Sabíamos leer su cuerpo; su cabeza de pelo crespo y corto -tan chica sobre la espalda ancha- se movía apenas para mirarnos, como si la nuca y las orejas pudieran vernos también.

Fue el puestero el que habló del pozo ciego.

-Todavía no lo terminé y la tierra está muy floja -dijo-. Tengan cuidado.

-No se preocupe -le contestó Ramona.

Pero lo primero que hicimos después del desayuno fue ir a ver el pozo ciego. Ella nos llevó y nos hizo parar en el borde. Sentí su mano caliente y húmeda en la nuca cuando me empujó apenas hacia adelante.

-No se ve el fondo –dijo-. ¿Se puede saber por qué se escondieron?

Me estaba mirando a mí sola y la pregunta inesperada, dicha ahí, me asustó. Traté de soltarme, pero Ramona apretó un poco los dedos y me quedé quieta.

-Era un juego –dije.

-Ah, claro, un juego -cerró los ojos un instante.

Después giró para enfrentarme y me fue mirando, con lentitud, como si tuviera que hacer foco para meterme de lleno en el centro de su mirada. Bueno, no importa mucho, ¿no? Igual voy a tener que pensar una penitencia. Una buena penitencia.

Clara se empezó a comer las uñas.

-Dejáte esos dedos -le dijo Ramona-. Tu penitencia ya la pensé.


-¿Y la mía no? -le pregunté.

-Estoy en eso -dijo.

En el fondo del pozo parecía de noche, sin estrellas y sin fin.

Ese día jugamos un rato en la galería y después nos quedamos en el cuarto de Ramona con los postigos cerrados y ella nos contó cuentos y nos trenzó el pelo.
-No me gusta tener que enojarme -le dijo a Clara mientras le hacía la trenza-. Me obligan a castigarlas.
Hablaba y tiraba del pelo para ajustar la trenza, los ojos de Clara se alargaban hacia atrás, llenos de lágrimas. El tic-tac del reloj de lata sonaba en el olor dulzón del cuarto.

-Lo hago por el bien de ustedes -dijo.

Volví a preguntarle por mi penitencia. Traté de que mi voz sonara indiferente. Ella sonrió.

-¿Para qué me voy a apurar con todo el tiempo que tengo?

La penitencia de Clara fue la misma de siempre. Ramona llevaba a todas partes unas cajitas de cartón gris de las que se usan para guardar bijouterie barata. Cuando quería poner a Clara en penitencia, la encerraba en algún lugar oscuro con las cajitas y le decía que estaban llenas de bichos.

-Si te movés los bichos van a salir de las cajas y te van a comer –le decía.

Yo había tratado mil veces de convencer a Clara de que no había bichos adentro de las cajas. Una vez hasta le había explicado que ningún bicho que entrara en una caja tan chica podía comerse a una nena de su tamaño. Pero ella jamás ponía en duda la palabra de Ramona.

Esa tarde, sin gritar, se dejó encerrar en una casilla de madera que había servido alguna vez de baño y que ya nadie usaba. En la mano apretaba el colgante.

-Y vos te quedás allá -me dijo Ramona señalando el escalón que llevaba a la cocina-. Más te vale ni acercarte a tu hermana.

Entró a la casa y yo me senté en el escalón. La casilla donde estaba Clara oscilaba en el calor de la siesta. Cada tanto me parecía oír su llanto, muy bajo, como si hubiera tenido miedo hasta de llorar. El zumbido de un abejorro que perforaba la viga del techo llenaba el aire. Del agujero en la madera salía una llovizna de aserrín que se quedaba flotando al sol. Parecía que el tiempo se había detenido para siempre.

No me acuerdo qué pensé antes de pararme y correr hacia la casilla. Sé que abrí la puerta y levanté la tapa de dos de las cajas

-¿Ves que no tienen nada? -grité y saqué a Clara de ahí adentro.

Se quedó parada en el pasto seco sin poder sacar la vista de las cajas destapadas. Alrededor del cuello llevaba el colgante abierto con las caras sonrientes de mamá y papá. Se lo saqué. Todavía lo tenía en la mano cuando sentí un tirón muy fuerte: Ramona, que me había sujetado por el pelo y me obligaba a girar. Le vi la frente llena de perlitas transparentes. Las gotas de sudor más grandes empezaron a bajarle por la cara. Resbalaban y ella las dejaba caer, juntarse en la punta de la nariz, en el labio de arriba, en la pera, las dejaba bajar por el cuello hacia el escote sin secárselas, como si no las sintiera. No se movía. Y la mancha del escote se alargaba hasta terminar en punta como un mapa del sur. Los ojos se le habían achicado y ahora eran dos rayas de odio que me miraban a mí.

-Quién te creés que sos -dijo.

Y me llevó a la rastra clavándome los dedos en el brazo. Traté de soltarme y me abofeteó. Clara venía atrás, gritando, pero ella no parecía oírla. Me insultaba con voz ronca, con la voz desatada de cuando no había nadie más para verla así. Me arrastró hasta el borde mismo del pozo ciego.

-¿Ves que no tiene fondo? ¿Ves que de ahí no salís?
Me había soltado el brazo y me empujaba la cabeza hacia adelante. Yo sentía en la nuca la palma de su mano empapada.

-¿Eso querés?

Instintivamente estiré el brazo con el colgante sobre la boca del pozo. Ramona se quedó mirándolo. Yo lo tenía agarrado de la cadena con el puño cerrado. Las dos fotos en su cuna de oro se balanceaban como un péndulo. Ella soltó mi brazo para tratar de sacármelo. Abrí la mano y lo dejé caer. Ella manoteó el aire con desesperación y la tierra floja cedió bajo sus pies. Se aferró al borde del pozo con una sola mano, un instante. No sé si gritó cuando se alejaba hacia el fondo.

A veces sueño con Ramona. Siempre hace calor y yo le seco la transpiración con la palma de mi mano. Estamos de pie, enfrentadas, y la miro a los ojos. Trato de adivinar lo que va a decirme. En los sueños estoy por saber, por fin, cuál es mi penitencia.

 

 

 

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