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Lenguas de piedra

Un cuento de Sylvia Plath

"Nada en el mundo podía tocarla. Hasta el sol brillaba lejos en una cáscara de silencio. El cielo y las hojas y la gente retrocedían, y ella no tenía nada que ver con ellos, porque dentro estaba muerta, y toda su risa y todo su amor ya no podían llegarle". Un cuento de la poeta y narradora estadounidense, tomado de La caja de los deseos (Nórdica).

Por Sylvia Plath.

El sencillo sol de la mañana brillaba a través de las hojas verdes de las plantas en el pequeño invernadero, creando una imagen limpia, y el dibujo de flores del sillón tapizado con cretona era naíf y rosa en la luz temprana. La chica estaba sentada en el sofá, con el cuadrado rojo irregular del punto en las manos, y se echó a llorar porque la labor estaba mal. Había agujeros, y la pequeña mujer rubia con el uniforme blanco de seda que dijo que cualquiera puede aprender a hacer punto estaba en el cuarto de costura enseñando a Debby a hacer una blusa negra con peces morados estampados.

La señora Sneider era la otra persona que había en el invernadero, donde la chica estaba sentada en el sofá con las lágrimas bajando como insectos lentos por las mejillas, cayendo húmedas e hirviendo en sus manos. La señora Sneider estaba junto a la mesa de madera, al lado de la ventana, haciendo una señora gorda de arcilla. Estaba sentada, encorvada sobre la arcilla, mirando enfadada a la chica de cuando en cuando. Por fin la chica se puso de pie, y se acercó a la señora Sneider para ver la señora hinchada de arcilla.

—Haces cosas de arcilla muy bonitas —dijo la chica.

La señora Sneider puso mala cara, y empezó a hacer pedazos a la señora, arrancándole los brazos y la cabeza, y escondiendo los trozos debajo del periódico sobre el que estaba trabajando.

—No hace falta, de verdad, ¿sabes? —dijo la chica—. Era una señora muy buena.

—Te conozco —siseó la señora Sneider, aplastando el cuerpo de la señora gorda, y volviendo a hacer con ella un pegote informe de arcilla—. Te conozco, siempre cotilleando y espiando.

—Pero si sólo quería verla —intentaba explicarse la chica cuando la mujer de seda blanca volvió, y se sentó en el sillón chirriante, pidiendo:

—Déjame ver tu labor.

—Está llena de agujeros —dijo la chica apagada—. No me acuerdo de lo que me dijiste. Mis dedos se niegan a hacerlo.

—Qué va, está perfecta —repuso la mujer, animada, poniéndose de pie para irse—. Me gustaría verte trabajar un poco más en ella.

La chica cogió el cuadrado rojo de punto, y le dio una vuelta despacio a la lana alrededor de su dedo, pinchando un punto con la resbaladiza aguja azul. Había cogido el punto, pero tenía el dedo rígido y lejos, y no quería hacer pasar la lana sobre la aguja. Las manos le parecían de arcilla, y dejó que el punto le cayera en el regazo, y volvió a echarse a llorar. Una vez se echaba a llorar, no podía parar.

Durante dos meses no había llorado ni dormido, y ahora seguía sin dormir, pero lloraba cada vez más, todo el día. A través de las lágrimas, miró por la ventana al borrón que la luz del sol hacía en las hojas, que se estaban poniendo rojo brillante. Era octubre; hacía tiempo que había perdido la cuenta de los días, y en realidad daba lo mismo, porque eran iguales, y no había noches que los separaran, porque ya no dormía nunca.

Ya sólo tenía el cuerpo, una marioneta aburrida de piel y hueso que había que lavar y alimentar día tras día tras día. Y su cuerpo viviría sesenta y tantos años o más. Después de un tiempo se cansarían de esperar y tener esperanzas y decirle que Dios existía, o que un día contemplaría aquello como si fuera una pesadilla.

Luego se le pasaban las noches y los días encadenada a la pared en una oscura celda solitaria con suciedad y arañas. Los que estaban fuera del sueño estaban a salvo así que podían hablar y hablar. Pero ella estaba atrapada en la pesadilla del cuerpo, sin mente, sin nada, solo la carne sin alma que engordaba con la insulina, y se ponía amarilla a medida que desaparecía el bronceado.

Esa tarde, como siempre, salió sola al patio cercado por muros detrás de la sala, llevando consigo un libro de cuentos que no leyó porque las palabras no eran más que negros jeroglíficos muertos que ya no podía traducir a imágenes coloreadas.

Llevó la cálida manta de lana blanca con la que por lo que fuera le gustaba envolverse a veces, y fue a echarse en un saliente de piedra bajo los pinos. Casi nadie iba hasta allí. Sólo las pequeñas ancianas vestidas de negro de la tercera planta andaban fuera, al sol, de vez en cuando, y se sentaban tiesas, apoyadas contra la lisa valla de tablas, mirando al sol con los ojos cerrados como escarabajos negros secos, hasta que las estudiantes de enfermería iban a llamarlas para cenar.

Mientras estaba sentada en la hierba, las moscas volaban a su alrededor, zumbando monótonamente al sol, y ella las miraba como si mediante la concentración pudiera reducirse a los límites del cuerpo de una mosca, y convertirse en parte orgánica del mundo natural. Envidiaba incluso a los verdes saltamontes que brincaban en la hierba larga a sus pies, y una vez atrapó un grillo negro reluciente, sosteniéndolo en la mano, y odiando al pequeño insecto, porque parecía tener un lugar creativo al sol, mientras ella no lo tenía, sino que estaba tumbada como una agalla parasítica sobre la faz de la tierra.

También odiaba al sol, porque era traicionero. Pero el sol era el único que seguía hablándole, porque la gente tenía lenguas de piedra. Sólo el sol la consolaba un poco, y las manzanas que cogía en el huerto. Escondía las manzanas debajo de la almohada, para poder meterse en el baño con una manzana en el bolsillo, y cerrar la puerta, y comer a grandes, voraces bocados, cuando las monjas iban a cerrar con llave el armario y los cajones durante el tratamiento de insulina.

Si al menos el sol se detuviera en lo más alto de su fuerza y crucificase el mundo, lo devorase de una vez por todas conella ahí tumbada boca arriba… Pero el sol se inclinaba, se debilitaba, y la traicionaba, y se deslizaba cielo abajo, hasta que volvía a sentir la eterna salida de la noche.

Ahora que tomaba insulina, las enfermeras la hacían ir temprano para preguntarle cada quince minutos cómo se encontraba, y ponerle las manos frías en la frente. Todo era una farsa, así que cada vez decía tan sólo lo que querían saber: «Me siento igual. Igual». Y era cierto.

Un día le preguntó a una enfermera por qué no podía quedarse fuera hasta que se pusiera el sol, porque no quería moverse, y sólo estaba ahí tumbada, y la enfermera le dijo que era peligroso, porque podía tener una reacción. Sólo que jamás tuvo una reacción. Tan sólo estaba sentada y miraba o a veces bordaba el pollo marrón que estaba haciendo en un delantal amarillo, y se negaba a hablar.

No tenía sentido cambiarse de ropa, porque cada día sudaba al sol, y empapaba la camisa de algodón de tela escocesa, y su largo pelo negro se ponía cada día más grasiento. Cada día estaba más oprimida por la sensación sofocante de que su cuerpo envejecía.

Sentía la sutil, lenta, inevitable corrupción de su carne, que se ponía más amarilla y blanda con cada hora que pasaba. Imaginaba los desechos que se apilaban en su interior, llenándola de venenos que se dejaban ver en la vacua oscuridad de sus ojos, cuando se miraba en el espejo, odiando la cara muerta que la saludaba, la cara estúpida con la fea cicatriz morada en la mejilla izquierda que la marcaba como una letra escarlata.

En cada comisura de la boca empezó a hacérsele una pequeña costra. Estaba segura de que era una señal de su inminente desecación, y de que las costras no se curarían nunca, se extenderían por su cuerpo, de que los remansos de su mente se romperían en su cuerpo en una lepra lenta, consumidora.

Antes de la cena, la estudiante de enfermería sonriente llegaba con una bandeja y un zumo de naranja con mucha azúcar para que lo bebiera la chica y acabar el tratamiento. Luego sonaba la llamada a la cena, y entraba sin decir palabras en el pequeño comedor con las cinco mesas redondas con manteles de hilo blanco. Se sentaba rígida enfrente de una mujer grande y huesuda, licenciada por Vassar, que siempre estaba haciendo crucigramas. La mujer trataba de hacer hablar a la chica, pero ésta solo contestaba con monosílabos y seguía comiendo.

Debby llegó tarde a la cena, sonrosada y sin aliento de andar, porque tenía permiso para salir al jardín. Debby parecía simpática, pero sonreía de forma taimada, y estaba conchabada con las demás, y no quería decirle a la chica: eres una cretina, y lo tuyo no tiene remedio.

Si alguien le dijese eso una vez, la chica lo creería, porque sabía desde hacía meses que era cierto. Había seguido dando vueltas en el borde del remolino, fingiendo ser lista y alegre, mientras esos venenos se acumulaban en su cuerpo, preparados para derramarse detrás de las burbujas brillantes, falsas, de sus ojos en cualquier momento, gritando: ¡Idiota! ¡Impostora!

Luego llegó la crisis, y ahora estaba sentada, atrapada durante sesenta años dentro de su cuerpo decadente, sintiendo su cerebro muerto guardado como un murciélago gris, paralizado en la caverna oscura de su cráneo vivo.

Una señora nueva con un vestido morado estaba en el ala esa noche. Era amarillenta como un ratón, y sonreía en secreto para sí misma, mientras andaba con precisión por el pasillo al comedor, pisando con un pie detrás de otro, siguiendo una rendija entre las tablas. Cuando llegó a la puerta, se volvió de lado, con los ojos fijos recatadamente en el suelo, y levantó primero el pie derecho, luego el izquierdo, sobre la rendija, como si pasase por encima de un pequeño escalón invisible.

Ellen, la gorda doncella irlandesa que reía, no dejaba de sacar platos de la cocina. Cuando Debby pidió fruta de postre en vez de tarta de calabaza, Ellen le llevó una manzana y dos naranjas, y ahí mismo, en la mesa, Debby empezó a pelarlas, y cortarlas, y a echar los trozos en un cuenco de cereales.

Clara, la chica de Maine con el pelo rubio a lo garçon, estaba discutiendo con la alta, pesada Amanda, que ceceaba como una niña pequeña, y se quejaba constantemente de que en la habitación olía a gas de carbón.

Las otras estaban todas juntas, calientes, activas y ruidosas. Sólo la chica estaba sentada, congelada, retirada a su interior como una semilla dura, reseca, que nada pudiera despertar. Tenía el vaso de leche agarrado con una mano, pidiendo otro trozo de tarta para poder posponer un poco más el comienzo de la noche insomne que se aceleraría de la misma forma precipitada, sin detenerse, hasta el día siguiente. El sol corría cada vez más rápido alrededor del mundo, y sabía que sus abuelos morirían pronto, y que su madre moriría, y que finalmente no quedarían nombres familiares que invocar contra la oscuridad.

Durante esas últimas noches antes del apagón la chica había estado echada despierta escuchando el débil hilo de la respiración de su madre, queriendo levantarse y retorcer la frá- gil garganta hasta matarla, para acabar de una vez por todas con el proceso de lenta desintegración que le sonreía como una calavera allá donde fuera.

Se había metido en la cama con su madre, y sentía con terror creciente la debilidad de la forma que dormía. No quedaban refugios en el mundo. Volviendo entonces a su propia cama, levantó el colchón, encajándose en el hueco entre el colchón y el somier, deseando que la aplastase el pesado bloque.

Luchó contra la oscuridad para defenderse, y perdió. La habían vuelto a llevar dando tumbos al infierno de su cuerpo muerto. La habían levantado como a Lázaro de entre los muertos sin mente, corrupta ya con el aliento de la tumba, la piel amarilla, con moratones que se hinchaban en sus brazos y muslos, y una cicatriz en carne viva abierta en su mejilla, que convertía la mitad izquierda de su cara en una masa distorsionada de costras marrones y pus amarillo, de manera que no podía abrir el ojo izquierdo.

Al principio pensaron que se quedaría ciega de ese ojo. Había estado tumbada despierta la noche de su segundo nacimiento al mundo de la carne, hablando con una enfermera que estaba sentada con ella, volviendo el rostro invidente hacia la voz amable, y diciendo una y otra vez: «Pero no veo, no veo».

La mujer, que también creía que estaba ciega, intentó consolarla, diciendo: «Hay muchas más personas ciegas en el mundo. Un día conocerás a un ciego estupendo, y te casarás».

Y luego, el entendimiento completo de su condena empezó a retornar a la chica desde la oscuridad final en la que había buscado perderse. De nada servía preocuparse por sus ojos si no no era capaz de pensar o leer. Daba igual si ahora sus ojos eran ventanas vacuas, ciegas, porque no podía leer ni pensar.

Nada en el mundo podía tocarla. Hasta el sol brillaba lejos en una cáscara de silencio. El cielo y las hojas y la gente retrocedían, y ella no tenía nada que ver con ellos, porque dentro estaba muerta, y toda su risa y todo su amor ya no podían llegarle. Como desde una luna distante, extinguida y fría, veía sus rostros suplicantes, afligidos, sus manos que se extendían hacia ella, congeladas en actitudes de amor.

No había donde esconderse. Se hizo más y más consciente de los rincones oscuros y la promesa de los sitios secretos. Pensaba con anhelo en cajones y armarios y las negras gargantas abiertas de retretes y desagües de bañeras. Cuando salía a pasear con la terapeuta gorda, pecosa, anhelaba pozas lisas de agua estancada, la sombra seductora bajo las ruedas de los coches que pasaban.

Por las noches se sentaba en la cama envuelta con la manta, haciendo que sus ojos recorriesen una y otra vez las palabras de los relatos en las revistas destrozadas que llevaba consigo, hasta que entraba la enfermera de noche con su linterna, y apagaba la lámpara de lectura. Luego la chica se echaba acurrucada rígidamente bajo su manta, y esperaba la mañana con los ojos abiertos.

Una noche escondió la bufanda rosa de algodón de su impermeable debajo de la funda de la almohada, cuando la enfermera fue a cerrar los cajones y el armario para la noche. En la oscuridad, hizo un lazo y trató de apretarlo en torno a su garganta. Pero, justo cuando el aire dejaba de entrar, y sentía la circulación más fuerte en los oídos, sus manos siempre se aflojaban y soltaban, y se quedaba tumbada, jadeando, maldiciendo el bobo instinto de su cuerpo, que luchaba para seguir viviendo.

Esta noche, en la cena, cuando se fueron las demás, la chica bajó el vaso de leche a su habitación, mientras Ellen estaba ocupada apilando platos en la cocina. No había nadie en el pasillo. Una lujuria lenta se extendió en ella como la subida de una marea creciente.

Fue a su escritorio, y, sacando una toalla del cajón de abajo, envolvió el vaso vacío y lo puso en el suelo del armario. Luego, con una pasión extraña y pesada, como atrapada en la compulsión de un sueño, pisoteó la toalla una y otra vez.

No hubo sonido, pero sintió la sensación voluptuosa del cristal que se rompía debajo de los espesores de la toalla. Agachándose, desenvolvió los fragmentos. Entre el brillo de los trozos pequeños había varias esquirlas largas. Escogió las dos más afiladas, y las escondió debajo de la plantilla de su deportiva, volviendo a doblar la toalla con el resto de trozos.

En el baño, sacudió la toalla encima del retrete, y miró el cristal golpear el agua, hundiéndose despacio, dando vueltas, devolviendo la luz, descendiendo al oscuro agujero. El tintineo letal de los fragmentos que caían se reflejó en la oscuridad de su mente, trazando una curva de chispas que se consumían en el mismo momento en que caían.

A las siete, entró la enfermera, para ponerle la inyección de insulina.

—¿En qué lado? —preguntó, mientras la chica se doblaba de forma mecánica sobre la cama, y desnudaba su costado.

—Da igual —dijo la chica—. Ya no las siento. La enfermera dio un pinchazo experto.

—Vaya, sí que estás llena de moratones —dijo.

Tumbada en la cama, fajada con la pesada manta de lana, la chica se alejó a la deriva en una inundación de languidez. En la negrura que era estupor, que era sueño, le habló una voz, brotando como una planta verde en la oscuridad.

—Señora Patterson, señora Patterson, señora Patterson —dijo la voz cada vez más alto, levantándose, gritando.

La luz rompió en mares de ceguera. El aire se diluía.

La enfermera Patterson llegó corriendo de detrás de los ojos de la chica.

—Bien —decía—, bien, deja que te quite el reloj para que no le des un golpe con la cama.

—Señora Patterson —se oyó decir la chica.

—Toma otro vaso de zumo. La señora Patterson llevó un vaso blanco de celuloide con zumo de naranja a los labios de la chica.

—¿Otro?

—Ya te has tomado uno.

La chica no recordaba el primer vaso de zumo. El aire oscuro se había diluido, y ahora vivía. Los golpes en la puerta, el choque con la cama, y ahora estaba diciendo a la señora Patterson palabras que podían comenzar un mundo:

—Me siento diferente. Me siento muy diferente.

—Llevamos mucho tiempo esperando esto —dijo la señora Patterson, inclinándose sobre la cama para coger el vaso, y sus palabras eran cálidas y redondas, como manzanas al sol—. ¿Quieres leche caliente? Me parece que esta noche duermes.

Y en la oscuridad la chica yacía escuchando la voz del amanecer, y sintió que a través de cada fibra de su mente y su cuerpo ardía la eterna salida del sol.

 

 

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