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Los cuentos de Martínez Estrada

La serie del recienvenido, que dirige Ricardo Piglia para Fondo de Cultura Económica, publica este mes el volumen de Cuentos completos, de Ezequiel Martínez Estrada. Presentamos aquí el prólogo de Piglia que acompaña la edición: “Su estilo consiste en buscar un acontecimiento cotidiano, un detalle casual o una metáfora común y transformarlos en un universo denso e imposible”, dice.

Por Ricardo Piglia.

cuentos completosImagino que la extraordinaria calidad de estos cuentos es lo que explica su lugar secundario —y casi invisible— en la narrativa argentina actual. Son demasiado buenos y por eso no encuentran su lugar. Historias de un pesimismo puro, tienen un aire trágico que las aleja de la poética lúdica y exhibicionista que domina nuestra literatura desde Borges y Cortázar. Los relatos sin salida pero serenos de Ezequiel Martínez Estrada acumulan bíblicamente desgracias y desdichas en una sucesión irónica de catástrofes, grotescas y un poco cómicas, a la manera de Flannery O’Connor o de Thomas Bernhard. ¿Cómo entender, entonces, la colocación lateral de estos textos en el escenario de nuestra cultura letrada?

 

Un motivo podría ser que el autor ha conseguido una posición indiscutible como ensayista y, por lo tanto, sus ficciones han sido consideradas ejercicios menores y circunstanciales de un pensador muy reconocido. Sin embargo, en sus libros más famosos, como Radiografía de la pampa o La cabeza de Goliat, se ve que es, sobre todo, un narrador. Reflexiona con argumentos y con ejemplos, alegoriza el pensamiento y usa la ficción —el caso imaginario— en sus razonamientos. La noción central de los invariantes históricos que unifican sus libros es, de hecho, una ficción narrativa. La idea de un acontecimiento que se repite y se expande, cuyo origen está postulado pero no se demuestra sino que se conjetura, es desde ya una ficción que irradia sentidos múltiples. En sus ensayos se libera de la elaboración discursiva y se mueve con figuras narrativas. Personaliza los argumentos y construye una galería de fantasmas que lo ayudan a ordenar y a clarificar la experiencia histórica. En ese marco, sus relatos son una continuación destilada de sus libros anteriores. En su producción de los años cuarenta y cincuenta, bajo el peso demoníaco —para él— del peronismo, su prosa de ficción, liberada de las exhortaciones y de la interpretación, es un logro mayor y hace ver con claridad su percepción del mundo. Sus relatos no explican ni interpretan, dan a juzgar. La cuestión central aquí es —como siempre en literatura— la enunciación. El que narra es un coleccionista de calamidades, un sujeto distanciado que registra los hechos con cierta ironía y resuelve magistralmente, con detalles circunstanciales y diálogos de gran eficacia, la construcción de un mundo a la vez cotidiano y condenado.

Otro motivo que ha dificultado la difusión y la legitimidad de estos cuentos es que en su momento fueron publicados por pequeñas editoriales marginales, como Goyanarte, Futuro o Nova, y circularon en el espacio lateral de la cultura de izquierda. Martínez Estrada se había alejado de la revista Sur y se movía en aguas más cercanas a los jóvenes escritores. Recuerdo que fui leyendo sus libros mientras se publicaban, en 1957 y 1958. Luego, en Mar del Plata, un compañero de quinto año del Nacional me contó que era sobrino del escritor y que a veces lo mandaban con él a Bahía Blanca. Se quejaba porque su tío lo obligaba a leer todo el tiempo. Le pedí que me lo presentara cuando viniera a la ciudad y así lo conocí. Fue en mayo o junio de 1959. Cuando apareció, me sorprendí, era un hombre muy frágil, que avanzaba hacia mí sosteniéndose de las paredes con la palma de la mano, pero cuando se sentó y empezó a hablar, su voz adquirió un tono elegiaco y condenatorio que lo elevaba a la posición, un poco irreal, de un profeta. Recuerdo vagamente lo que hablamos, pero persiste en mi memoria con gran nitidez la imagen que usó para sintetizar o alegorizar su diatriba. “La Argentina se tiene que hundir”, me dijo, e hizo con las dos manos en el aire el gesto teatral de hundir a un niño en una bañadera de agua turbia. Luego, con las manos todavía en el agua imaginada, tronó: “Si merece vivir, saldrá a flote, y si no, mejor será que permanezca hundida en el pantano de la Historia”. Yo tenía 17 años y lo admiraba como escritor, pero me asusté un poco y me despedí atropelladamente.

Esa tarde se reveló para mí su capacidad de construir imágenes instantáneas e imborrables. Su estilo consiste en buscar un acontecimiento cotidiano, un detalle casual o una metáfora común y transformarlos en un universo denso e imposible. Tiene la virtud de convertir lo trivial, por acumulación y expansión, en algo extraordinario. Cualquier travesía o viaje, o una simple caminata por el campo, se transforma en una aventura siniestra en la que el protagonista se extravía en un mundo paralelo. El héroe de sus cuentos es siempre un hombre —o una mujer— solo, empecinado y desprotegido que se hunde al intentar cumplir con las obligaciones cotidianas. Aturdido y humillado por la sucesión de contratiempos y diligencias incomprensibles, se pierde y fracasa. Percibimos ahí la gravitación de Kafka.

Uno de sus procedimientos o artefactos, digamos kafkianos, es la ampliación del espacio que se expande hasta ocupar todo el universo visible, por ejemplo, la casa de “Marta Riquelme”, o el hospital de “Examen sin conciencia”, o la escalera del relato del mismo nombre; son ámbitos fantasmagóricos y laberínticos donde los sujetos se extravían. La distancia adquiere una dimensión incomprensible y la trama se instala en esos territorios oníricos. La narración se abre a una serie de peripecias que se encadenan con gran elegancia y parecen no tener fin. De hecho sus relatos no concluyen, se interrumpen, podrían continuar ya que obedecen a la lógica serial de la nouvelle, una forma abierta que conviene muy bien a las intrigas circulares y obsesivas que brillan con luz propia en este libro. Por otro lado, a veces la narración se pliega a la intensidad de las formas breves y se sitúa en la media distancia en cuentos muy eficaces, como “Abel Cainus”, “No me olvides” o “En tránsito”. En el fondo, sus relatos actúan como rastros potenciales de historias siempre en expansión, como si fueran novelas condensadas y en movimiento.

El otro gran procedimiento de construcción es el despliegue de los conjuntos de individuos, de los sujetos que rodean al héroe y se convierten en una masa amenazadora, una muchedumbre en la que las personas privadas se debaten y se ahogan. La amenaza de un grupo hostil está presente en casi todos sus relatos. Actúan también en su ficción los invariantes históricos (con h minúscula). En “Sábado de Gloria”, uno de sus mejores textos, en medio de una trama burocrática que sucede en una oficina pública, cuando el personaje sale del ministerio y va al banco, al cruzar la Plaza de Mayo, Martínez Estrada intercala magistralmente páginas de historiadores argentinos (Mitre, Vicente Fidel López, Saldías) que narran la ocupación de Buenos Aires en distintas épocas por las montoneras bárbaras, como si las multitudes y la prepotencia militar definieran el ambiente intemporal de cualquier relato sobre una ciudad siempre atrapada en una pesadilla salvaje.

En medio de estos relatos, a la vez realistas y desmesurados, brilla un humor cáustico, un sarcasmo que fortalece su efecto perturbador. Quizás el hecho de no percibir el elemento cómico que hay en la tragedia fue lo que afectó la recepción de estos cuentos, cuyo humor destructivo y siniestro, nunca explicitado, es un fuego fatuo, una luz mala en el campo, que ilumina al lector y le promete la inminencia de una revelación. Sus epifanías negativas titilan debajo de la densa materia narrativa y hacen de sus cuentos pequeñas obras maestras líricas e inolvidables.

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