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Ficcion

Matemáticas íntimas

Ph Anna Saint-Martin

Un cuento de Lori Saint-Martin

Traducido por Jorge Fondebrider, "Frutos", uno de los relatos que integran la nueva apuesta de Milena París, en su colección Montmirail. "Entre una mirada analítica y una materia íntima", este libro de la escritora y traductora canadiense nacida en 1959 es el primero que llega a Argentina. "Prefiero sugerir antes que decir", advierte. 

Por Lori Saint-Martin. Traducción de Jorge Fondebrider.

 

I

Mi amante no conoce mi lengua, pero yo conozco la suya. La mía es antigua, ceremoniosa, la lengua suave, triste y amable de la diplomacia y del amor. La lengua de él resuena, golpea, el poder y la ciencia, las tropas en el desierto, el puño cerrado. Su lengua es internacional; la mía, ​ ​ ya ​ ​ no. ​ ​ Yo ​ ​ aprendí; ​ ​ él, ​ ​ no. ​ ​ Necesariamente.

Mi amante es profesor, especialista en mi país. Quiere enseñarme de memoria, lección tierna. Yo sólo quiero el placer que nos damos, quemadura, fiesta, lujo, un puñado de cerezas perfectas ​ ​ en ​ ​ lo ​ ​ más ​ ​ amargo ​ ​ del ​ ​ invierno.

Presenté una conferencia en mi lengua, en su ciudad. Me escuchó sin comprender. Apenas ritmos, ​ ​ una ​ ​ mirada. ​ ​ Cuando ​ ​ uno ​ ​ no ​ ​ entiende ​ ​ nada ​ ​ –dice–, ​ ​ lo ​ ​ que ​ ​ queda ​ ​ es ​ ​ la ​ ​ voz. Mi amante no conoce mi lengua, pero yo conozco la suya. Trató, por mí –dice–, de aprenderla. Esfuerzo inútil: masacra cada sílaba, incluso las de mi nombre. Ha cambiado mi nombre, ​ ​ lo ​ ​ ha ​ ​ absorbido ​ ​ a ​ ​ su ​ ​ lengua. ​ ​ Me ​ ​ ha ​ ​ absorbido, ​ ​ cambiado.

Por él, estoy dispuesta a cambiar. Me vuelvo fluida, móvil, voz-camaleón. A veces, nos esperan cuartos en su país, en el mío. Cuando me despierto entre sus brazos, en el momento más oscuro de la noche, siempre sé dónde estoy. Sé qué palabras pronunciar, en qué lengua de ​ ​ amor ​ ​ y ​ ​ de ​ ​ sueño ​ ​ abrigado.

 

II

Desde que empezó su historia secreta, se citan en ese café. Cada vez, al pasar, ella se sirve de grandes boles blancos que hay sobre la barra rodajas de limón y de lima. Después, cuando se abrazan ​ ​ en ​ ​ el ​ ​ cuarto, ​ ​ ella ​ ​ le ​ ​ entrega ​ ​ los ​ ​ frutos, ​ ​ el ​ ​ fresco ​ ​ amargor.

Juntos, viven el hambre. Lejos de ellos, el amor que les quita el deseo de beber y de comer, hace que se debiliten, empalidezcan; viven el amor-apetito, el amor-deseo. Tienen hambre el uno del otro, hambre como el atleta después de la carrera. Sin embargo, hoy él no la mira. Con ​ ​ una ​ ​ voz ​ ​ que ​ ​ ella ​ ​ no ​ ​ le ​ ​ conoce, ​ ​ le ​ ​ dice ​ ​ que ​ ​ se ​ ​ acabó.

Siente que le sube un gusto amargo a los labios. Clava la mirada en una rodaja de limón fina, intacta en el platillo blanco. Detrás de su banqueta, está la reproducción de un cuadro célebre, inspiración del decorado real: una cafetería de los años cincuenta, toda en amarillo y verde, tres clientes, la noche. Un hombre y una mujer están sentados a la barra, uno al lado de la otra. Su posición autoriza todas las ficciones, y ella ha elegido la suya: entre ellos pasa el deseo, el movimiento. La mano del hombre roza el codo de la mujer, se inclina hacia ella. Del otro lado de la barra, un hombre, de espalda, los observa. El vestido rojo de la mujer es una mancha caliente en la noche. El deseo suprime las distancias, hete aquí la historia que ella se cuenta ​ ​ delante ​ ​ del ​ ​ cuadro.

Ya no nos veremos –le dice él–, se acabó. Se acabó el cuarto de hotel, pleno día sobre la piel desnuda, o luz azulada de fin del día, el invierno. Ella se equivocó de ficción, se equivocó de hambre. La mujer del cuadro mira sus propias uñas, absorta, egoísta. El hombre mira el vacío, no ​ ​ se ​ ​ ha ​ ​ sacado ​ ​ el ​ ​ sombrero.

La proximidad de la piel es un señuelo, un sueño. Aunque casi se tocan, codo a codo en la barra, ​ ​ no ​ ​ hay ​ ​ nada, ​ ​ absolutamente ​ ​ nada ​ ​ entre ​ ​ ese ​ ​ hombre ​ ​ y ​ ​ esa ​ ​ mujer.

 

III

“El sábado hacemos mermelada.” Una frase corta e Isa se imagina todo: la madera clara de la cocina, los cobres brillantes, las puertas abiertas sobre el jardín inmenso. Aromas de rosas y de pasto, sol pleno, una mujer morena corta frutillas en dos, ofrece al día su corazón fragante, más claro. En su mano izquierda brilla un anillo de oro, que tiene puesto desde hace tanto tiempo y que ya es parte suya, como sus uñas, como sus huesos. El hombre le roba una frutilla, le besa la nuca, y ella siente un escalofrío y se echa a reír. Se miran, avergonzados, alegres. Ardiente dulzura, delicias conyugales. Isa sabe que esa imagen es falsa (es a ella a quien ama el hombre). Pero la atraviesa como una verdad. Sólo la verdad puede herir a ese punto. Con las manos sobre las rodillas, espera al hombre, muy inmóvil en el lento crepúsculo.

 

IV

Se reencontraron en París, en un hotelito de la rue Madame. Ella era joven y le gustaban los libros; él era mayor y le gustaba escucharla. Entonces, ella habló, le habló de Gertrude Stein y ​ ​ de ​ ​ Colette, ​ ​ de ​ ​ la ​ ​ guerra ​ ​ y ​ ​ del ​ ​ salón ​ ​ de ​ ​ la ​ ​ rue ​ ​ de ​ ​ Fleurus, ​ ​ muy ​ ​ cercano.

Él volvía de un viaje de negocios por Asia; ella, de Montreal, donde ambos vivían. París era para ​ ​ ella ​ ​ nueva, ​ ​ como ​ ​ los ​ ​ viajes, ​ ​ como ​ ​ el ​ ​ amor. ​ ​ De ​ ​ Tailandia, ​ ​ él ​ ​ le ​ ​ trajo ​ ​ mangostanes.

La carne tiene una blancura viva, envuelta por una corteza roja, violácea. Ella saborea el azúcar y el agua fresca, la lejanía y la fuente. La joven no conocía ni el nombre ni el fruto. Era tan joven que aún creía ir de viaje en viaje, de fruto en fruto, tan joven que estaba segura de viajar siempre acompañada por el mismo hombre, quien, sin embargo, nunca iba a dejar a su ​ ​ mujer.

Pasaron diez años y ese gusto permanece incomparable. Diez años y, con todo, ella ve el cuarto, la cama deshecha, el amor y el fruto. Sonríe, confiada, joven, como si sólo tuviera que extender ​ ​ la ​ ​ mano ​ ​ para ​ ​ recoger, ​ ​ uno ​ ​ tras ​ ​ otro, ​ ​ todos ​ ​ los ​ ​ frutos ​ ​ del ​ ​ mundo.

 

 

 

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