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Mentiralandia

Un cuento de Etgar keret

Con portada a cargo de Liniers, Sexto Piso publica una nueva versión del libro de cuentos de Etgar Keret, escritor, guionista de televisión y director de cine israelí, considerado el máximo exponente de la narrativa moderna en hebreo, quien visitará Buenos Aires para la Feria del Libro. Compartimos uno de sus relatos.

Por Etgar Keret. Traducción de Ana María Bejarano.

Robi dijo la primera mentira a los siete años. Su madre le había dado un billete viejo y arrugado y le había pedido que fuera a la tienda a comprarle una cajetilla de Kent largos. Con el dinero, Robi se compró un helado. Las monedas del cambio las escondió debajo de una piedra grande en el patio trasero del edificio en el que vivían y cuando volvió a casa le contó a su madre que un niño pelirrojo con un aspecto horroroso y al que le faltaba uno de los dientes delanteros lo había parado en plena calle y le había dado una bofetada quitándole el billete. Ella se lo creyó. Y desde entonces Robi no ha dejado de mentir. Cuando estaba en la preparatoria se fue a Eilat y se tiró en la playa casi una semana después de haberle vendido al profesor de su curso el cuento de que a su tía de Beer-Sheva le habían diagnosticado un cáncer. En el servicio militar esa tía imaginaria ya se había quedado ciega y así es como pudo ayudar a Robi a salir del problema en el que se había metido por abandono del puesto de guardia, y eso sin ser detenido, ni siquiera arrestado. En el trabajo justificó en una ocasión un retraso de dos horas con la mentira de que se había encontrado un pastor alemán atropellado en la cuneta y que lo había llevado al veterinario. En la mentira el perro se quedó paralítico de dos patas y el retraso fue completamente olvidado. Fueron muchísimas las mentiras que Robi Elgrabli tuvo ocasión de contar durante su vida. Mentiras mancas y enfermas, violentas y malvadas, mentiras con piernas y con ruedas, mentiras con chaqueta y mentiras con bigote. Unas mentiras que se inventaba al instante, sin pensar en que un día fuera a tener que volver a encontrarse con ellas.

Todo empezó en un sueño. Un sueño corto y muy poco claro sobre su madre muerta. En el sueño estaban sentados los dos en una esterilla en medio de una plataforma blanca, sin más detalles, una extensión blanca que parecía no tener ni principio ni fin. A su lado, en la infinita plataforma blanca había una máquina expendedora de chicles, de las antiguas, con la parte de arriba transparente y una rendija por la que se echaba la moneda. Si se giraba una palanca le salía a uno un chicle de bola. En el sueño la madre de Robi le dijo que empezaba a fastidiarle eso de estar en el otro mundo, porque aunque la gente ahí era muy buena, no había cigarros.

—No es sólo que no haya cigarros, sino que encima no hay café, ni existe la emisora Reshet Bet. ¡No hay nada de nada! Tienes que ayudarme, Robi —le dijo—, tienes que comprarme un chicle. Recuerda que yo te crié, hijo mío. Durante un montón de años te lo di todo sin pedir nada a cambio. Y ahora ha llegado el momento de recompensar un poquito a tu anciana madre. Cómprame una bola de chicle. De ser posible, roja. Aunque si te sale una azul, tampoco pasa nada.

En el sueño, Robi rebuscó una moneda en los bolsillos, pero no encontró ninguna.

—No tengo dinero, mamá —le dijo bañado en lágrimas—, no tengo ni un centavo, he buscado bien en todos mis bolsillos.

Siendo como era que él nunca lloraba cuando estaba despierto, resultaba raro que ahora llorara en el sueño.

—¿Has buscado también debajo de la piedra? —le preguntó su madre, cubriendo con su mano la de él—, ¿estarán todavía ahí aquellas monedas?

Y entonces se despertó. Eran las cinco de la mañana de un sabbat y fuera todavía estaba oscuro. Robi se encontró subiéndose al coche y dirigiéndose al lugar en el que vivió de niño. Siendo un sábado por la mañana, sin tráfico en la carretera, le llevó menos de veinte minutos llegar. En la planta baja del edificio, donde en su día había estado la tienda de Pliskin, habían abierto una de esas tiendas donde todo cuesta lo mismo, y al lado, en lugar de la zapatería, había ahora una tienda de una compañía de celulares que tenía tal variedad de terminales en el escaparate que se diría que no existía el mañana. Pero lo que era el edificio en sí, seguía igualito que siempre. Habían pasado más de veinte años desde que se fueron y entre tanto ni siquiera lo habían vuelto a pintar. El patio también seguía igual, con unas cuantas flores, la llave, el viejo manómetro oxidado y un montón de malas hierbas. Y en un rincón del patio, al lado del tendedero que todos los años convertíamos en sukah,* estaba la piedra blanca.

Se quedó allí de pie, en el patio trasero de la casa en la que se crió, con el anorak militar, una linterna de plástico grande y sintiéndose muy raro. Eran las cinco y media de la mañana de un sábado. Si de repente llegaba a salir un vecino, ¿qué le iba a decir? «¿Mi madre muerta se me apareció en sueños y me pidió que le compre un chicle de bola, así que he venido por unas monedas?» Resultaba bastante raro que la piedra siguiera allí después de tantos años. Aunque pensándolo bien, tampoco es que las piedras se dediquen a marcharse por su cuenta a ningún lado. Levantó la piedra con cierto miedo, como si bajo ella pudiera encontrarse escondido un escorpión. Pero allí no había ni escorpión ni serpiente ni ningunas monedas de lira, sino un hueco del diámetro de una toronja que irradiaba luz. Robi intentó mirar el interior del hueco, pero la luz lo cegaba. Vaciló un instante, metió la mano y después el brazo entero, hasta el hombro. Se tiró en el suelo esforzándose por llegar a tocar algo en el fondo del foso. Pero éste no tenía fondo y lo único que consiguió tocar tenía el tacto de un frío metal. Como de una palanca. La palanca de una máquina expendedora de chicles. Robi giró la palanca con todas sus fuerzas y notó que el mecanismo le obedecía. Ahora había llegado el momento en el que un enorme chicle redondo debía salir recorriendo el camino que va desde el interior metálico de la máquina hasta la palma de la mano del emocionado niño que lo espera impaciente. Ahora era el momento en el que todo eso debía suceder. Pero no sucedió. Porque en el momento en el que Robi terminó de girar la palanca apareció aquí.

Ese «aquí» era otro lugar, pero también conocido. El lugar del sueño con su madre. Un lugar completamente blanco, sin paredes, sin suelo, sin techo, sin sol. Solamente blanco y con una máquina de chicles. Una máquina de chicles y un niño pelirrojo, bajito y feo al que Robi no vio en un primer momento. Y antes de que a Robi le hubiera dado tiempo de sonreírle o de decirle algo, el pelirrojo le dio una patada en la pierna con todas sus fuerzas haciéndolo caer de rodillas. Ahora, allí arrodillado y gimiendo de dolor, Robi y el niño eran exactamente de la misma altura. El pelirrojo miró a Robi a los ojos y, a pesar de que Robi sabía muy bien que nunca antes se habían visto, aquel niño le resultaba familiar.

—¿Quién eres? —le preguntó al niño pelirrojo que tenía delante jadeando.

—¿Yo? —le respondió el niño con una perversa sonrisa que dejó al descubierto que le faltaba uno de los dientes delanteros—. Soy tu primera mentira.

Robi intentó levantarse. La pierna en la que el pelirrojo le había dado la patada le dolía a rabiar. El pelirrojo, entre tanto, hacía ya rato que había salido huyendo de allí. Robi examinó de cerca la máquina expendedora de chicles. Entre las bolas de chicle se escondían unas bolas de plástico medio transparentes con sorpresa dentro. Buscó una moneda en los bolsillos y se acordó de que el niño pelirrojo le había arrebatado la cartera antes de escapar. Robi se puso a cojear sin rumbo fijo. Como en la plataforma blanca no había ningún punto de referencia que no fuera la máquina de chicles, lo único que podía hacer era intentar alejarse de ella. Cada pocos pasos volvía la cabeza para comprobar que realmente la máquina se iba haciendo cada vez más pequeña, y una de las veces que miró hacia atrás vio un pastor alemán y a su lado un hombre viejo y enjuto con un ojo de cristal y las dos manos amputadas. Al perro lo reconoció enseguida, por cómo avanzaba medio reptando, ya que las patas delanteras arrastraban tras de sí, con gran esfuerzo, la parte de atrás del cuerpo, la paralizada. Aquél era el perro atropellado de la mentira. Y el perro, jadeando por el esfuerzo y muy nervioso, estaba muy contento de verlo. Le lamió la mano a Robi mientras lo miraba fijamente. Al hombre flaco no conseguía Robi identificarlo. El anciano le tendió el gancho que llevaba montado sobre el muñón derecho para estrecharle la mano.

—Robi —dijo éste con una inclinación de cabeza.

—Igor —se presentó el anciano, palmeándole la espalda a Robi con uno de los ganchos.

—¿Nos conocemos? —le preguntó Robi, tras unos segundos de vacilante silencio.

—No —respondió Igor, levantando la correa con uno de los ganchos—. Estoy aquí por él. Te ha olido a varios kilómetros de distancia y se ha puesto muy nervioso. Ha querido que viniéramos.

—Entonces usted y yo no tenemos nada que ver —dijo Robi con cierto alivio.

—¿Tú y yo? —dijo Igor—. En absoluto. Yo soy la mentira de otra persona.

A Robi le habría encantado preguntarle de quién era la mentira, pero no estaba muy seguro de que resultara educado hacerlo. En realidad, quería preguntarle también qué lugar era aquél y si había allí mucha más gente, o más mentiras, o como quiera que se llamaran a sí mismos, fuera de él, pero temía que esa pregunta resultara también demasiado delicada. Así que en lugar de hablar se limitó a acariciar al perro cojo de Igor. El perro era muy cariñoso. Parecía estar muy contento de ver a Robi y éste se compadeció de él y se sintió culpable por no haber inventado una mentira menos trágica y dolorosa.

—La máquina de los chicles —le preguntó a Igor tras unos minutos—, ¿con qué monedas funciona?

—Con liras —le dijo el anciano.

—Antes estuvo aquí un niño que me robó la cartera —le dijo Robi—, pero aunque no lo hubiera hecho no llevaba liras en ella.

—¿Un niño al que le faltaba un diente? —le preguntó Igor—. Ese pájaro roba a todo el mundo. Hasta las croquetas del perro. Nosotros, en Rusia, a un niño como ése, lo sacaríamos en camiseta y calzones a la nieve y no lo dejaríamos volver a entrar en casa hasta que no tuviera todo el cuerpo bien azul.

Igor se señaló con uno de los ganchos el bolsillo trasero del pantalón.

—Ahí hay unas cuantas liras. Tómalas, es un regalo que
 te hago. Robi, confuso, sacó una lira del bolsillo de Igor y, tras darle las gracias, intentó ofrecerle a cambio su reloj Swatch.

—Gracias —sonrió Igor—, pero ¿para qué necesito yo un reloj de plástico? Además, nunca tengo prisa por llegar a ningún sitio.

Y al ver que Robi buscaba otra cosa para darle, en vez del reloj, se apresuró a tranquilizarlo:

—Pero si el que está en deuda contigo soy yo. Si no fuera por tu mentira del perro, ahora me vería aquí completamente solo. De manera que ya estamos en paz.

Robi se fue cojeando muy deprisa en dirección a la máquina de chicles. La patada del niño pelirrojo le seguía doliendo, pero menos. Echó la lira en la máquina, aspiró profundamente, cerró los ojos y giró la palanca con rapidez. Se encontró tirado en el suelo del patio de su antigua casa. La primera luz empezaba ya a pintar el cielo de un tono añil. Robi sacó la mano apretada en un puño del profundo foso, y cuando la abrió descubrió en ella un chicle redondo y rojo.

Antes de marcharse puso la piedra en su sitio. No se preguntó qué era lo que exactamente había pasado allí, en el foso, sino que se limitó a montarse en el coche, puso marcha atrás y se fue de allí. El chicle rojo lo metió debajo de la almohada, para su madre, por si volvía en sueños.

Durante los primeros días Robi todavía pensó mucho en aquello, en el perro, en Igor, y en sus demás mentiras, con las que, por suerte, no se había encontrado. Porque estaba aquella extraña mentira que una vez le había dicho a Ruti, su novia anterior, cuando no había ido a la cena del viernes a casa de los padres de ella y le dijo que su sobrina que vivía en Netania tenía un marido muy violento que la amenazaba con matarla y que por eso había tenido que ir allí a calmar los ánimos. Hasta hoy no entendía cómo había sido capaz de inventar una historia tan demencial como ésa. Quizá fuera porque creía que cuanto más complicada y retorcida fuera la excusa, Ruti más se la creería. Hay personas que cuando no van a cenar a la casa a la que están invitados el viernes por la noche se limitan a decir que les duele la cabeza, mientras que por culpa de esa mentira que él había dicho, ahora vivirían no lejos de allí, en una especie de foso bajo tierra, un marido loco y una mujer maltratada.

No regresó al foso, pero algo de aquel lugar seguía en él. Al principio todavía siguió mintiendo, pero decía mentiras positivas, nada de pegar palizas, ni de personas que cojeaban o que tenían cáncer. Llegaba tarde al trabajo porque había tenido que ir a regar las plantas a casa de una tía suya que se había ido a visitar a su maravilloso hijo a Japón; no había podido asistir a una fiesta de britah* porque una gata había parido en su puerta y él se había tenido que ocupar de los gatitos. Y cosas por el estilo. Pero el problema con todas estas mentiras positivas era que resultaba mucho más difícil inventarlas. Por lo menos las que sonaban creíbles. Porque cuando uno le cuenta a alguien algo malo, enseguida se lo traga y le parece de lo más normal. Mientras que cuando te inventas cosas buenas, la gente tiende a sospechar. Así que poco a poco Robi se encontró con que cada vez mentía menos. Sobre todo por pereza. Y con el tiempo también fue pensando cada vez menos en aquel lugar. En el foso. Hasta la mañana en la que oyó en el pasillo
 a Natasha, la de presupuestos, hablando con el jefe de su departamento. Le estaba pidiendo que le diera urgentemente un permiso de unos pocos días porque su tío Igor había sufrido un infarto. Un pobre viudo con muy mala suerte que había perdido las dos manos en un accidente de tráfico en Rusia y que ahora se encontraba completamente solo y desamparado. El jefe le dio el permiso y Natasha se fue a su despacho, tomó su bolsa y salió del edificio. Robi la siguió hasta el coche. Cuando Natasha se paró para sacar las llaves del bolso, él también se detuvo y ella se volvió hacia él.

—¿Trabajas en compras? —le dijo—. Eres el ayudante de Zaguri, ¿verdad?

—Sí —asintió Robi—, me llamo Robi.

—Vaya, Robi —exclamó Natasha dedicándole una nerviosa sonrisa rusa—, pues ¿qué cuentas? ¿Qué querías?

—Es por lo de la mentira que le acabas de decir al jefe de tu departamento —tartamudeó Robi—, yo sé quién es.

—¿Me has seguido todo este rato hasta el coche sólo para acusarme de ser una mentirosa? —le soltó Natasha.

—No —se defendió Robi—, si no te estoy acusando de nada, de verdad. Que seas una mentirosa me parece genial. Yo también lo soy. Pero al Igor de tu mentira lo conozco. Tiene un corazón de oro. Y tú, perdona que te lo diga, te pasaste inventándole más desgracias. Así que lo que te quiero decir es que…

—¿Podrías quitarte? —lo cortó Natasha con frialdad—. No me dejas abrir la puerta del coche.

—Sé que suena demencial, pero te lo puedo demostrar — dijo Robi, ahora ya muy nervioso—. Igor sólo tiene un ojo, bueno, quiero decir que es tuerto. Seguramente una vez mentiste diciendo que Igor había perdido un ojo, ¿cierto?

Natasha, que ya se estaba subiendo al coche, se detuvo en seco.

—¿De dónde sacas tú eso? —le dijo con recelo—. ¿Eres amigo de Slava?

—No conozco a ningún Slava —balbució Robi—, sólo a Igor. Si quieres te puedo llevar hasta él.


Estaban en el patio trasero del edificio. Robi quitó la piedra, se tiró en la tierra húmeda y metió el brazo en el agujero. Natasha estaba allí de pie a su lado. Él le tendió la mano libre y dijo:

—Agárrate fuerte. Natasha miró a aquel hombre tendido allí a sus pies. De unos treinta y pico, guapo, vestido con una camisa blanca, limpia y muy bien planchada que ahora, en realidad, estaba menos limpia y muchísimo menos planchada, con un brazo metido en un agujero y la mejilla pegada al suelo.

—Agárrate fuerte —repitió Robi, mientras ella no hacía más que preguntarse a sí misma, mientras le daba la mano, cómo era posible que siempre se las arreglara para dar con tarados como ése. Cuando él había empezado con sus tonterías junto al coche, Natasha había creído que quizá sólo se tratara de una clase de humor algo especial, o de alguna estúpida broma típica israelí para la cámara indiscreta, pero ahora se daba cuenta de que aquel chico de mirada tierna y azorada sonrisa estaba de psiquiatra. Sus dedos se aferraron con fuerza a los de ella. Se quedaron así, completamente quietos por un momento, él tirado en el suelo y ella de pie, un poco encorvada y mirándolo confundida.

—Muy bien —susurró Natasha muy bajito y con un tono casi de terapeuta—, ya estamos agarraditos de la mano, ¿y ahora qué?

—Pues ahora voy a girar la palanca —dijo Robi.

Les llevó muchísimo tiempo dar con Igor. Primero se encontraron con una mentira peluda y jorobada, por lo visto la mentira de un argentino que no hablaba ni una palabra de hebreo, y después con otra mentira de Natasha, un policía religioso de lo más pesado que estaba empeñado en seguirlos para que le mostraran la documentación y que, encima, ni siquiera había oído hablar de Igor. La que terminó por ayudarlos fue la sobrina maltratada de Robi, la de Netania. Se la encontraron dando de comer a los cachorritos de la gata de la última mentira que él había dicho. La tal sobrina hacía ya unos días que no veía a Igor, pero sabía dónde podrían encontrar al perro. Y éste, cuando terminó de lamerle las manos y la cara a Robi, pareció encantado de guiarlos hasta la cama de su amo.

Igor estaba bastante mal. Tenía la piel completamente amarilla y se encontraba empapado en sudor. Pero al ver a Natasha esbozó una enorme sonrisa. Estaba tan contento de que hubiera ido a verlo, que hasta se empeñó en levantarse para abrazarla, aunque apenas se podía parar. Cuando la abrazó, Natasha se soltó a llorar y empezó a pedirle perdón, porque el tal Igor, además de ser una de sus mentiras, era tío suyo. Un tío que ella se había inventado, sí, pero su tío al fin y al cabo. Igor le dijo que no tenía por qué disculparse y que aunque la vida que había inventado para él no siempre fuera de lo más fácil, él disfrutaba de cada momento y que no tenía por qué preocuparse, ya que en comparación con el accidente de tren en Minsk, el rayo que le había caído en Vladivostok y el ataque de la jauría de lobos rabiosos en Siberia, el infarto que acaba- ba de sufrir era una menudencia. Después, al regresar a donde estaba la máquina de chicles, Robi metió por la ranura una mo- neda de lira, agarró la mano de Natasha y le pidió que hiciera girar la palanca.

Cuando estuvieron de nuevo en el patio del edificio, Natasha vio que tenía en la palma de la mano una bola de plástico con una sorpresa dentro, un feísimo colgante de plástico amarillo con forma de corazón.

—¿Sabes? —le dijo a Robi—, esta tarde tenía que marcharme al Sinaí con una amiga para pasar unos días, pero creo que lo voy a cancelar y que mañana volveré aquí para cuidar de Igor. ¿Quieres venir conmigo? Robi asintió. Sabía que para poder ir con ella mañana tendría que decir alguna mentira en la oficina y, aunque todavía no había planeado exactamente cuál, ya sabía que se trataría de una mentira alegre y que tendría mucha luz, flores, sol y, quién sabe, puede que hasta unos cuantos bebés sonrientes.

 

 

En la Feria del Libro: sábado 29 de abril a las 18hs., presentación de De repente un golpe en la puerta y de Los siete años de abundancia, de Etgar Keret. Entrevista pública con Claudia Piñeiro. Sala Roberto Arlt.

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