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Ficción hispanoamericana

Misa del árbol

Marosa di Giorgio

"Le miró la cara que se mecía un poco. Estaba dormida. Tenía un ojo cerrado. El otro ojo confuso y abierto, le decía: –Prosiga señor, no siga. Señor, prosiga". Uno de los relatos eróticos de la escritora uruguaya publicados por El cuenco de plata y tan extravagantes como magistrales, provisto de toda la imaginería que la caracteriza.

Por Marosa di Giorgio.

Al despegarse del árbol tomó por la callejuela; ésta iba empinada y en tramos, y hecha con baldosas rudas.
A ratos, pasaban las mujeres; jóvenes y viejas eran iguales bajo los negros hábitos y la trenza que las partía por la mitad desde la nuca al ano.
Vio que eran flacas como bien sabía. Con pechos gruesos, aunque no se veía. Algunas los llevaban sueltos y expuestos. Había tenido varias. Esta tarde iba de caza, también. Ellas, como siempre, no lo miraban.
El sol estaba aún radioso.
De pronto, una se perfiló en la altura, luego se puso de frente y empezó a bajar. Él empezó a esperarla. Como si hubiese salido a esperar a Una.
Cuando Una estuvo más cerca, se encandiló. Se dijo: –Quiero atrapar a Una.
Ella pasó delante de él y para mejor vio que bajo del pollerón negro relampagueaba una enagua de papel rosado. Los vuelos de la enagua hacían un bisbiseo, un susurro. Como si la enagua fuera el diablo.
–Una –le dijo–. Venga a mí, coneja, señora Una. Venga al árbol.
A las veras estaban los tazones (del tiempo de las reinas), era porcelana transparente, con un zapallo dentro, una albahaca, un cebollón emperlado. El vio eso vagamente, como si todo hubiese quedado ya sin precisar.
Señora Una miraba en otro jarrón y miraba mucho. –Tiempo Violena –dijo.
Y él no añadió nada. Pero adentro de eso, del jarro, iba una caballa con caracolillos insertos; se la comían viva.
–Tal vez –dijo él–, esto a la señora caballa dé placer. Es casi seguro: los caracolillos, al comerla, hacen de maridos.
(Y ¿cómo habría nacido esa caballa? ¿Habría llovido? No lo percibió.)
La pálida mujer opinó que sí, que la señora caballa tendría gusto en eso. Que ella era de buen oído y la oía gemir.
Su cara era en forma de almendra. Llevaba desde la oreja colgada la consabida cuchara de té. Es una virgen, entonces. Qué almíbar. Pero, no dejó de temer.
–Venga, señora. El árbol está cerca. Allá podrá quitarse los negros velos –decía sin sacar ojo de lo que había debajo, el revoltijo hechizado, el vuelo de las hortensias.
Con leves pies ella iba saltando hacia abajo, al parecer justamente adonde él ansiaba llevarla. –¡Con qué facilidad la traigo! –se decía.
Le dijo llamarse Manto –mintió como siempre, sonrió para sí– y tener una maravilla para ella.
Tendió los dedos y tocó la gasa incendiada, volante. Ella se estremeció. Como si la hubiese tocado allí adentro.
 
Las jarras con flores y gruesas caballas se sucedían a los costados. Él iba un poco detrás de Una (sin comprometerse), que no hablaba casi nada; a ratos, se mordía los labios.
Comenzó, como era lógico, a anochecer.
–Es raro, pero no pasa más nadie –comentó ella, y fue lo único que habló durante todo el rato.
–Es una suerte –pensó él.
En realidad, parecía haberse acabado ya todo, de un modo singular. Él, algo perplejo, indicó: –Llegamos a mi habitación. Es allí. Es esa planta.
Ella se dirigió a la planta como si la conociese, estuviera segura de algo. Quedó de pie. El viento le levantó el vestido, se lo llevó cerca del óvalo y quedó fuera la enagua rosa, el color de las fresias.
Pero, ¿qué significaba todo eso?
Él ordenó con una sonrisa arriba del bigote: –Arrodíllese, señora. Oremos. Es bueno rezar antes. Porque después se peca tanto. Que a eso vinimos. Como usted sabrá. A pecar.
La miró. Ella asintió apenas.
Así, se hizo; rezaron un poco. Señora Una parecía de almendra, que le hubiesen quitado la piel marrón y estuviese blanca y expuesta.
Él le preguntó: –¿Le duele algo? ¿Está bien, señora? ¿No tiene padres?
Sobre esto escuchó.
A todo respondía vagamente, con un leve movimiento de boca que no se sabía qué era.
En un instante él tuvo intenciones de deshacerse de ese fardo místico, que se fuese por la escalinata, por el aire de donde había surgido.
El árbol se iba entretanto prendiendo despacio, se iba volviendo de hilos con rubí; se le aparecían unas pajarillas rígidas, apenas vivas, que movían apenas la cabeza, y eran de todos colores, a cuál más luciente. Y entre ellas unas varas rectas de azul violeta con globos lilas. Todo rígido y resplandeciente.
Querida Una estaba tendida en la mesa; era en el pasto pero parecía la mesa, como esperando el regalo, sin mayor apuro ni sorpresa.
Él tironeaba de la enagua en flor advirtiendo con espanto que la enagua procedía de ella; estaba hecha de su misma leve carne, sujeta con pedúnculos vivos a todo el cuerpo.
Era una gran enagua sexual, todo de ovarios, todo de clítoris recios, como pimpollos de rosas rojas en hilera.
–Está usted colmada... Hay muchos, varios –le decía él, triste sin saber por qué, y gozosamente.
Buscaba enceguecido entre todo, entre todo el vuelo, como eligiendo.
Debería haber un punto único, el nervio central que atacar.
Lástima que ella no guiase en nada.
Era terrible aquel delantal.
Y el árbol que se hacía inminente, que casi estorbaba con su mascarilla. ¿Por qué se había puesto así tan guarnecido y tan rígido?
La almendra tendida en el piso esperaba. Quizá qué.
Él escudriñó el viso hecho de rosas moradas. La luz del árbol caía sobre las rosas. En el árbol se encendían lirios catedralicios, que no ayudaban en nada. Al contrario.
La trenza de ella se había deshecho secretamente. Estaba todo el pelo bajo de ella como una frazada de seda.
¡Qué momentos!
Él le preguntó si no había estado casada. Ella le contestó que muy poco, un rato.
–¿Cómo muy poco? ¿Cómo un rato?
–Un ratito. Y hace mucho, mucho, señor –agregó Una.
Él buscó con su cuchillo sexual entre todo lo del viso buscando la almeja céntrica. Ella se estremecía como si la hubiese atado al cielo. Pero a la vez parecía lejos, como si no fuese ella.
Él pensaba: Habrá tenido otros maridos. Todas tienen.
Y le buscó la caravana que ya no estaba, tal si ella dijese: –Ahora, sí, la quito.
Este detalle leve lo apresuró; la acomodó a su gusto, a su interés. Ella caía de espaldas, se quedaba como de papel. Las manos se le volvían ramos.
En ese instante surgió lo que buscaba. Las dos valvas críticas, perfumadas, y de grana. Tuvo miedo que se le esquivasen otra vez entre los tules y demás cosillas de fuego de la enagua. La sujetó bien e hincó el puñal. Ella dio un leve “ay”. El pimpollo hizo un leve “plop” como si se cruzaran dos papeles.
Había desde el árbol un sonido.
Ella parecía estar ajena a todo. Pero seguía viniendo un leve rumor de pericos y de lirios.
–¿No escucha nada? –dijo él–. ¿Es todo de flor, señora? Acabo de comerle la rosita. ¿Le gustó? Veo que tiene muchas.
Vaciló. Subió a mirarle los senos. Se había olvidado de eso que nunca olvidaba; miró. Grosor, bellos. Y habían quedado fuera. Con ellos no copuló.
Le miró la cara que se mecía un poco. Estaba dormida. Tenía un ojo cerrado. El otro ojo confuso y abierto, le decía: –Prosiga señor, no siga. Señor, prosiga.
Él miró el árbol, rojo de misa. Era incomprensible, pero dudaba. ¿Sentarse otra vez a seguir? Cruzó la callejuela, y como no supo bien qué hacer, miró los vasos (de un tiempo de reinas), en uno salía la flor de zapallo y seguía viaje. En otro bogaba una caballa pasada por un pez largo.

 

 

 

 

 

Este texto fue tomado de El gran ratón dorado, el gran ratón de lis, los relatos eróticos completos de Marosa di Giorgio que publicó El cuenco de plata. 

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