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Ficción argentina

No sabés lo que me estás haciendo

Un cuento de Marina Yuszczuk

"Era un sábado lluvioso. Las luces de Corrientes brillaban más en la humedad pero brillaban para nadie. La avenida estaba inesperadamente vacía". Una mujer se mete en un cine y descubre un universo paralelo. O quizás mejor decir: una intimidad paralela. Tomado de Los arreglos (Rosa Iceberg).

Por Marina Yuszczuk.

Los viejos de la Sala Lugones. Sus pelos blancos, su costumbre de chistar. Su irritabilidad. Ese ruido de caramelos al abrirse, de las bolsas de nylon que les gusta llevar. El entusiasmo unánime por Amarcord, la indiferencia y los ronquidos frente a una película superior como Roma. Miles de veces me cambié de butaca, y me volví a cambiar, y de nuevo, para esquivar las cabezas canosas y las ganas de chisme fácil de las primeras filas. Yo sé de dónde vienen porque una vez lo vi, lo que espero es no volver a verlo. ¿Nunca se preguntaron por qué están en la sala pero nunca en la vereda? Los viejos de la Lugones entran a la sala para cada función, pero no es tan seguro que entren al teatro.

Era un sábado lluvioso. Las luces de Corrientes brillaban más en la humedad pero brillaban para nadie. La avenida estaba inesperadamente vacía, quizás por esa lluvia helada que con solo mojarte unos segundos te hacía sentir que nunca más ibas a estar caliente o cómodo. De todas formas me tomé un subte, atravesé esos pasillos caldeados escapando del ruido de cuchillas de los trenes y completé a pie las cuadras que me sepa- raban del San Martín. Era uno de esos sábados invernales que parecen domingos, desolados. Las únicas almas que pululaban por la cuadra del teatro eran las de esos solitarios que eligen cualquier película con tal de tener una excusa para salir de casa, se comen dos porciones de pizza de parados en alguna esquina después de la función, y vuelven a encerrarse cuando las personas que son felices o están acompañadas recién están saliendo.

Mal que me pesara, yo era una de ellos en esa tarde que empezaba a convertirse en noche. Sólo que no había elegido cualquier película: iba a ver Kiss me deadly en el cine. La había visto varias veces en copias malas pero quería darme el gusto con esa película que me encantaba porque al final, al abrir la valija con la extraña sustancia que funcionaba como eje arbitrario de la historia, se destruía todo. El final en la playa con una destrucción mirada desde lejos me daba una euforia que no puedo explicar; además, el Mike Hammer de Kiss me deadly es uno de los más fríos que recuerdo. Ver cómo cacheteaba imperturbable a los débiles viejos y mujeres de la película me parecía un plan de lo más refrescante, justo lo que necesitaba.

Sí, que se destruyera todo, ¡qué podía importarme! Las razones no vienen al caso pero era la noche perfecta para desear cosas terribles. Era eso, o ver chocar en masa los pocos autos y colectivos que bajaban por Corrientes, confundidos por esa especie de bruma que formaba la humedad en el asfalto, los vidrios, las ventanillas. Así que llegué a la puerta del teatro y esperé el ascensor, parada junto a dos viejos que parecían desear exactamente lo mismo que yo. Dos minutos más tarde estábamos en la sala, tratando de elegir el lugar más aislado y mejor ubicado frente a la pantalla, lejos de la gente. Por Dios, podía sacrificar un poco de visión pero era imprescindible estar lejos de la gente.

El público ocupaba en total un cuarto de la sala, pero estaba tan desparramado que fue difícil encontrar una butaca que me permitiera estar sola y tener un pedazo de pantalla despejada enfrente, libre de las malditas cabezas blancas. Al final la encontré y ocupé la butaca como una maniática, con el gesto más hostil que pude, como para desalentar cualquier intento de hacerme compañía. Fuera luces, cortinas, silencio cortado por alguna tos acá y allá, un avance por una ruta oscura y un jazz que te pateaba el estómago, me dispuse a entregarme una vez más a ese ritual que puede ser lo único bueno que me lleve de esta vida.

Antes de entrar completamente en trance, todavía me imaginé por un segundo las gotas gruesas cayendo allá abajo en la calle y pensé que algo bueno podía salir de esa tarde que todavía no terminaba y ya tenía ganas de olvidar. ¡Para qué! Madi Comfort estaba empezando por enésima vez con eso de “No sabés lo que me estás haciendo, me atrapó la telaraña” cuando la vibración en el bolsillo me sacó de la oscuridad como un piedrazo en la cabeza.

No hacía falta mirar. Yo sabía perfectamente que era él, y que el resto de la película ya no podía volver a ser lo mismo, después de esa llamada que estúpidamente había tratado de esquivar metiéndome en el cine. Él no podía dejarme en paz, dejarme sola. Maldita pelea. Maldito él y maldita la mujer más dócil en la que pretendía convertirme.

En un segundo volví a escuchar el chirrido del subte, los bocinazos en la calle, todo el trayecto que había recorrido con la mente en suspenso, tratando de escapar como una idiota de una presencia que ahora tenía en el bolsillo. Con esa esperanza ridícula que compartimos todos —la de que algo, afuera, pueda acallar ese tumulto interno del que no podemos correr por más que lo deseemos— o porque ya estaba ahí, seguí mirando la pantalla un rato más en el intento por volver a sumergirme. Era imposible. El aire estaba roto para mí. Y la película, una vez más, se me escapaba como una liebre desesperada al costado de la ruta. No tenía sentido seguir ahí.

Sin mucho cuidado, abandoné la fila golpeándoles las rodillas a dos o tres personas y salí, con los chistidos atrás de mi cabeza que llegaron puntuales a reclamarme un trato más civilizado. Irritadísima, atravesé las cortinas, crucé el hall y me hundí en las escaleras.

Bajé uno, dos, varios pisos sin llevar la cuenta, comiéndome los escalones como si esa caída controlada fuera una manera de apropiarme de esa otra caída que en el fondo de mí parecía mil veces más caótica. Estaba oscuro pero no me importaba, conocía bien el lugar y seguí bajando rápido hasta que al doblar un tramo, la cara de una vieja maquillada que me miraba fijo con su jopo de peluquería me cortó la respiración, casi me hizo seguir de largo del escalón que estaba a punto de pisar. No dije nada, solo la miré con pánico y seguí, convencida de que mi expresión era más efectiva que cualquier puteada destinada a hacerla sentir como la bruja que seguramente era.

Dos pisos más abajo y con el corazón todavía exagerando, el resplandor debajo de una puerta me convenció una vez más de que esa parte del teatro era terreno fértil para toda clase de fantasías. Alguien estaba detrás de esa puerta, eso se hizo evidente enseguida porque un ruido como de un sello pesado al caer salió de adentro de la habitación y me dio ganas de bajar más rápido, corriendo si era preciso. O más bien… quién sabe por qué uno hace las cosas, o por qué las hace cuando las hace. Normalmente hubiera volado escaleras abajo hasta alcanzar la calle, pero ese día me quedé. Bajé solo unos pocos escalones más y me escondí a la vuelta del próximo tramo, en un lugar desde el que podía ver perfectamente la puerta que brillaba pero en el cual —al menos eso creí— nadie podría verme.

Pasaron uno, dos, tres segundos que se hicieron muy largos. Segundos interminables de silencio interrumpido por el bum bum descontrolado adentro de mi pecho. Hasta que muy despacio, el resplandor creció y el crujido de unas bisagras me indicó, incluso antes de verlo, que la puerta se estaba abriendo.

Lo primero que apareció fueron pares de zapatos, masculinos y femeninos. Los de mujer con ese taco bajo que solo usan las viejas, los de hombre con cordones y muy lustrados. Me estiré todo lo que pude sin correr el riesgo de ser vista, y los zapatos se convirtieron en piernas que subían hasta terminar en unas cuantas cabezas, todas blancas. Ahí mismo, mientras salían del cuarto que brillaba, los pude ver, uno por uno, iluminados desde atrás por el rayo del que se alejaban al pasar por debajo de la puerta, para hundirse en la oscuridad.

Primero una vieja de cara casi blanca, empolvada, luciendo una sonrisa conmovida que podía haber enternecido de no ser por la inclinación levemente forzada de la cabeza, que le daba la apariencia de un cadáver mal acomodado en su cajón. Después, un viejo de bigotes amarillentos con la boca abierta en una carcajada sin sonido, los ojos como platos y la boca una caverna, apenas oculta por los dientes que ya eran marrones. Enseguida, otra señora de brushing altísimo con el ceño fruncido y un dedo huesudo sobre la boca, listo para chistar a quien osara quejarse de no poder ver por la altura de su peinado. Y así, toda una fila de viejos, portando muecas que recorrían el espectro de emociones usuales frente a cualquier película, inició un desfile escaleras arriba con paso mecánico. Cada cual congelado en su gesto como un maniquí, preparándose —eso entendí, y no podía ser de otra manera— para la próxima función.

Si esto se repetía, si esta escena demencial sucedía con frecuencia entre funciones, ¿cómo es que nadie podía verlos?

¿Cómo yo misma no los había visto? Pero no era momento para preguntas: desconcertada y levemente inquieta por no saber qué podía pasar si la fila de viejos descubría mi presencia, esperé hasta que desapareciera el último zapato escaleras arriba y terminé de bajar los pisos que me quedaban lo más rápido posible. Y no volví jamás, ni me di vuelta para mirar la puerta, esa luz atrayente que salía por abajo y que podía darme ganas de volver y arriesgarlo todo con tal de explicar lo inexplicable.

En la planta baja reinaba la normalidad, la gente hacía cola para comprar entradas o miraba unas fotos que se exhibían en el hall. La vendedora de la tienda del teatro hojeaba un libro, aburrida. Nada del otro mundo, nada fuera de lugar. Salvo por un detalle que quizás solo fue una visión perturbadora para mí: una mano anciana, cinco huesos con una capa de piel reseca que apenas alcanzaba a cubrirlos, llenos de anillos, desapareciendo detrás de la puerta del ascensor que terminaba de cerrarse, rumbo al décimo piso.

Me apuré más. En un segundo pisé la vereda y esquivé a todo el que se me cruzó por delante para salir pronto de Corrientes y doblar en una callecita lateral, la más solitaria que encontré, llena de joyerías con las persianas invariablemente bajas, como una sentencia. Recién ahí sentí en el pelo los puntazos helados de unas gotas que me devolvieron a la realidad, aunque ya no estaba muy segura de lo que era eso. Pero seguí caminando decidida a perderme bajo esa lluvia fría, lo más parecido al alivio que podía esperar por esa noche.

 

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