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Ficcion

Señor Karol

Un cuento de Bruno Schulz

Uno de los 15 relatos que componen Las tiendas de color canela (publicado originalmente en 1934), libro de culto del pintor y escritor de entreguerras, traducido directamente del polaco al rioplatense por Dobra Robota. Un portal inmejorable para ingresar a su universo.

Por Bruno Schulz. Traducción de Enrique Mittelstaedt.

El sábado a la tarde, mi tío Karol, viudo provisorio, iba caminando hasta la casa de veraneo, ubicada a una hora de camino desde la ciudad, donde su mujer y sus hijos pasaban las vacaciones. 

Desde la ida de su mujer, el departamento no se volvió a limpiar y la cama nunca más se hizo. Karol regresaba a su casa bien entrada la noche, demacrado y devastado por las juergas nocturnas a las que lo arrastraban esos días calurosos y vacíos. Las sábanas frescas, arrugadas y desordenadas constituían para él una suerte de puerto plácido, una isla salvadora a la que llegaba con un resto de sus fuerzas como un náufrago azotado durante días y noches por un mar embravecido. 

A tientas en la oscuridad, se hundía entre las nubes blanquecinas, cúmulos y montones de edredón fresco, y así dormía, según cayera, en cualquier dirección, al revés, cabeza abajo, incrustado con la frente en el núcleo mullido de las sábanas como si en sueños quisiera perforar y atravesar esa masa colosal que crecía durante la noche. En sueños luchaba contra ellas como un nadador contra el agua, las sobaba y las amasaba con su cuerpo como si se hubiera hundido en una enorme artesa de pasta, y se despertaba al amanecer jadeando, cubierto de sudor, abandonado a la orilla de ese montón que no pudo vencer en las duras batallas nocturnas. Así, medio expulsado de las profundidades del sueño, quedaba inconsciente por un rato, colgado del borde de la noche, atrapando el aire en los pulmones mientras las sábanas se hinchaban, crecían y maduraban, y lo volvían a cubrir con una masa blanquecina y pesada. 

Así dormía hasta media mañana, mientras sus almohadas se acomodaban en una gran planicie chata por la que tranquilamente deambulaba su sueño. Por esos caminos blancos volvía poco a poco en sí, al día, a la realidad, y finalmente abría los ojos como un pasajero dormido cuando su tren se detiene en la estación. 

En la habitación colmada del sedimento de varios días de soledad y silencio había una semipenumbra. Solo la ventana hervía con un enjambre matutino de moscas y las cortinas ardientes deslumbraban. Karol bostezaba sacudiéndose de los recovecos de su cuerpo los restos del día anterior. 

Lo hacía de una manera tan convulsiva que parecía que los bostezos fueran a darlo vuelta. Así expelía esa arena, esa carga, los detritus no digeridos del día anterior. Aliviado y más libre, anotaba los gastos, calculaba, contaba y soñaba. Después se quedaba inmóvil por un largo rato, con sus ojos vidriosos de color agua, convexos y húmedos. En la penumbra acuosa de la habitación iluminada desde las cortinas por el reflejo del día caluroso, sus ojos, como espejitos, reflejaban todos los objetos brillantes: las manchas blancas del sol en las rendijas de la ventana, el rectángulo dorado de las cortinas, y reproducían como una gota de agua toda la habitación con el silencio de las alfombras y las sillas vacías. 

Mientras tanto, detrás de las cortinas, el día se movía flameante con el zumbido de moscas enloquecidas por el sol. La ventana no bastaba para contener ese incendio blanco y las cortinas se movían con ondulaciones luminosas. Entonces se arrastraba fuera de las sábanas y se quedaba sentado por un rato al borde de la cama gimiendo inconscientemente. Su cuerpo de treinta y tantos años empezaba a tender a la corpulencia. Su destino parecía estar madurando paulatinamente en ese organismo hinchado de grasa, extenuado por excesos sexuales pero siempre lleno de jugos exuberantes. 

Cuando se encontraba así, en un estupor sin sentido, todo convertido en circulación, respiración, pulsión profunda de jugos, desde lo hondo de su cuerpo transpirado y cubierto de pelo en varios lugares, crecía un futuro desconocido y no formulado como un tumor monstruoso que alcanza dimensiones inusitadas. Pero eso no lo asustaba porque ya sentía su identificación con ese algo enorme e ignoto que estaba por llegar y que crecía junto con él sin oponerse, en un extraño acuerdo, entumecido por un miedo pasivo, reconociéndose a sí mismo en esos florecimientos magnos, en esas fermentaciones fantásticas que maduraban ante su mirada interior. Entonces torcía uno de sus ojos hacia un costado como si se alejara hacia otra dimensión. 

Después de esos ensimismamientos absurdos y de esas lejanías perdidas, volvía en sí y al momento presente, veía sus pies sobre la alfombra, gordos y delicados como los de una mujer, y lentamente sacaba los gemelos de oro de las mangas de su camisa. Luego iba a la cocina, donde encontraba en un rincón oscuro un balde con agua, el círculo de un espejo silencioso y alerta que esperaba al único ser vivo y consciente en ese departamento vacío. Llenaba de agua una palangana y con su piel probaba su joven y dulzona humedad. 

Se limpiaba larga y minuciosamente, sin apuro, intercalando pausas entre las diferentes operaciones. 

Ese departamento vacío y abandonado no lo reconocía, los muebles y las paredes lo seguían con una mirada muda de desaprobación. 

Al entrar en su silencio, se sentía como un intruso hundido en un reino subacuático, en el que fluía un tiempo diferente. 

Cuando abría sus propios cajones, se sentía como un ladrón y, sin proponérselo, caminaba en puntas de pie, temiendo despertar un eco ruidoso y exagerado que acechaba el menor motivo para estallar. 

Y cuando por fin, yendo de un armario a otro, encontraba todos los elementos necesarios y terminaba su aseo, entre esos muebles que lo toleraban en silencio y con expresión ausente, ya listo, a punto de salir y con su sombrero en la mano, se sentía avergonzado por no haber podido encontrar las palabras que solucionaran ese silencio hostil. Entonces se alejaba lentamente hacia la puerta, resignado, con la cabeza gacha, mientras en sentido contrario, hacia la profundidad del espejo, alguien permanentemente de espaldas se alejaba despacio por una fila vacía de habitaciones inexistentes.

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