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Ficción argentina

Viento en contra

Ph | Lihuel González

Un cuento de Ana Ojeda

En medio de la noche, una mujer teclea. Encerrada en un ring doméstico de desprecio y desamor, la protagonista de este, uno de los relatos que componen Necias y nercias (Modesto Rimba), se las ingenia para convertir a la humillación en victoria del deseo propio.

Por Ana Ojeda.

Me lo dice pero no creo que lo piense. Pero me lo dice, por lo tanto: lo piensa. Está cansado y se pone molesto, chinchudo peleador. Yo también estoy deshecha: después de ocho horas en la oficina es volver a casa al malhumor del gordo (también exangüe tras horas ídem de colonia) y al desprecio de Amor, que tiene calor, tiene molestia, tiene grito atragantado en el ojete: pedorreo de iniquidades que sale sin esfuerzo. Yo ya estoy acostumbrada. ¿Qué voy a hacer? ¿Creerle? ¿Me lo voy a tomar a pecho? Ocho horas de comer vidrio en el laburo, aguantando el pis para que no rebalse porque no encuentro un minuto desorientado para hacer pausa antes de seguir y como corolario esto: Amor que vocifera y se la agarra conmigo y con el gordo, porque hay confianza, porque no duda del vínculo que nos une, porque se da cuenta de que por más que pinche y zarandee no se rompe.

Yo pienso que me ataca sin razón, pero él fundamenta, elástico en el origen. Está la diferencia: somos distintos, en todo. Le molesta que yo siempre quiera escribir. Y que me queje, porque después de ocho horas en la oficina, volver con la mochila y el gordo a cuestas, enchufarlo a la televisión, correr al supermercado a comprar para hacer de cenar, cocinar, luchar para bañarlo (últimamente tiene una como primavera adolescente que le pinta la ducha con cara de lepra, con lo cual defiende su vida y bienestar a las patadas, que por tamaño e ímpetu empiezan a hacer mal), leerle para que se duerma, preparar la ensalada de Amor, sazonarla para que tenga gusto a rica, a hecha con ganas, lavar los platos, atender el lavarropas que engulle y libera, engulle y libera, llega él y yo con la cara por el piso. Hoy, al final, no hice nada.

–¿Ya comiste vos?

–No, te esperé –a último momento intento ponerle onda con las cejitas hacia abajo y cara de virgen macanuda, para balancear la nube oscura que me nimba.

–¿Hiciste ensalada? –abre la heladera–. Como siempre: vacía.

–¿Qué hacés? ¿Adónde vas?

–A comer. Chau.

El portazo. El gordo duerme, ergo estoy inmovilizada en el interior zoológico del depto. Ergo yo no puedo salir a comer, ergo me tengo que clavar la ensalada. Entre hongos, palmitos, almendras, aceitunas rellenas con anchoas tengo $50 en el bol. Antes de correr el riesgo de que el revoltijo se marchite en el frío hostil de la heladera me la como, para ahorrar.

No es conmigo: lo sé. Ahora él se fue y yo en el comedor, de mal humor. Ahora sí perdí el día. Me quedan girones de horas nocturnas, depredadas, que no sirven para nada. Ahora yo estoy inutilizable. Quiero escribir y en cambio lo único que hago es chequear las pavadas que el mundo sube a Facebook. Es cruel el yermo de estas horas, constatación palmaria de que se quiere pero no se puede. La única opción es irse a dormir y despertar mañana: otro día a punto Mantecol sacrificado bajo las garras insaciables de la bulimia laboral. Otra tarde-noche como insomne, deseando una conexión de sinapsis imposible por falta de batería.

La colonia la agradezco y la padezco en partes iguales. No es culpa lo que siento, pero no me puedo quejar al recibir un hijo colorado como una cereza, transpirado como una aceituna, sucio porco, los cordones desatados, la mochila abierta, la mitad de las cosas perdidas en la cotidianidad clubatlética, si soy yo quien lo matriculo, quien lo lleva con puntillosidad día tras día. Para poder estar de vuelta a las cinco, cuando aparece su pelambre dormida contra el vidrio de la combi, tuve que negociar cambio de horario en el trabajo. Ahora a la mañana tengo que fichar ocho y media. Un problema más porque casi nunca llego. Porque Amor de matina se levanta cariñoso, tal vez para balancear la osquedad nocturna, y quiere desayunar conmigo, hablar de muchas cosas, hacer planes. Y yo a todo que sí, qué lindo, Amor, qué bueno, mientras por adentro, una hilada de letras rojas corren de derecha a izquierda con locución de Crónica TV como fondo, tamborcito y corneta incluidos: el teléfono no está cargado-¿tenés plata en la billetera?-hoy caduca el segundo vencimiento de Fibertel-para mañana ya no hay fiambre-el de hoy es el último corpiño: si no lavás, no tenés-el raspón del gordo se está infectando, falta Pervinox y también algodón en el botiquín. Como el perrito que acapara pupila sobre el tablero del taxi: a todo que sí con cadencia. Hasta que en un momento se da cuenta de que estoy pensando en otras cosas, como perdida en mí misma, y activa su desdén. Entonces yo, para mitigar el efecto, saco a colación algo que me interesa, que me pone contenta, para compartirlo con él, para alegrarnos juntos.

–¿No sabés qué? ¿Te acordás ese cuentito que mandé hace un montón a la revista de Maryland? Parece que lo publican. ¿Qué tal, eh? ¿Te lo esperabas?

Peor, ¡peor! Lo que faltaba: ¡que viniera con pelotudeces literarias! A sus ojos es lo único que me interesa. Y a los míos también. ¿Está mal tener aspiraciones?

–Ah, casi me olvido. ¿Me podrás tener al gordo esta noche? Me invitaron a una lectura, es a las siete, y como vuelve tan cansado de la colonia no lo puedo llevar.

Claro: me podrás cuidar al gordo. Me de “a mí”, como si fuera sólo mío. Porque en un punto lo es. Yo soy su default. Se da por sobreentendido que yo me voy a ocupar, arreglar, que lo voy incluir en mis derivas cotidianas. Lo de Amor es más bien un valet parking: si alguna vez se lo lleva o lo cuida es simplemente en el viaje hacia mí, que soy puerto y ancla, guarida y final.

–Hoy yo tengo una cena.

Así se clausura su discurso: con prestancia plúmbea. No hay más que discutir.

–¿Pero qué pasa? ¿Estás enojado?

Su mutismo es peor que erupción inatendida del Copahue.

–Amor, ¿qué pasa? ¿Qué tenés?

–Nada, ¿no te estabas yendo? ¿No estabas tan apurada por llegar al trabajo que ni te podías tomar un café?

–Amor, mi horario de entrada es ocho y media. Son y cinco. ¡Voy a llegar tarde!

Odio llegar tarde. Odio las miraditas que no sé si son recriminación tácita o abulia matutina, odio los comentarios curiosos acerca de si pasó algo (no), odio el revuelo de copetín que se genera cuando ocupo mi cubículo color crema. Amor considera que los argentinos somos chantas y que nadie trabaja ni hace lo que dice. Y que yo puedo llegar cuando se me dé la gana porque alcanzo los objetivos que me proponen. A veces, cuando estoy con energías, me río y vuelo a colgarme de su cuello, para no discutir, para no tener que explicar (una vez más). Para él, la empresa y mi volición son uno y lo mismo: no hay más que mi deseo y la posibilidad de fijar las reglas del intercambio oficínico. Yo en cambio me siento chicle bajo la pantufla patronal: elástica y molesta en partes iguales.

Su rotundez me pone de mal humor: lógico. Me llamo a silencio y termino de empacar mis cositas en la mochila Puma que conseguí hace unos días en descuento total por cambio de dueños. Llego lista a la puerta, Amor sigue en el baño. Dejo escurrir un minuto, otro minuto. Son preciosos y los estoy dejando escapar. Sé que cuando salga, al final, lo va a hacer con cara de culo, respirando desprecio y mal humor. Otro más. Me voy porque si no no llego. Me acerco a la puerta que lo esconde y tímida:

–Chau, Amor, nos vemos a la noche.

Nada. Sé que me escuchó, pero elige no responder.

–Amor, me voy, ¿nos vemos a la noche? Pero tarde, porque yo tengo la lectura, acordate.

–¿No era que no ibas a ir? –ruido de lluvia entremedio.

–Con el gordo exhausto se me complica porque no quiere salir de casa, pero voy a tratar de ir, me invitaron, les dije que sí. Hace un mes que estoy escribiendo el cuento que voy a leer hoy. Pensé que como hoy es martes y es tu franco ibas a estar en casa y podías ocuparte de él.

Silencio de puerta sucia, con stickers pegados y sacados y vueltos a pegar. El marco tiene polvo, igual que el piso, los estantes. La cotidianidad no me alcanza para limpiar, siempre estoy remediando el desorden.

–Me voy, Amor.

–¡Pero andate de una vez, Carola, por Dios! ¡Dejá de perder el tiempo!

Al salir, evitar la despedida repetida, caso contrario: mal humor. Estoy con pollera y debajo, calzas. Las zapatillas que compré en súperrecontraoferta en Carrefour tienen suela de goma de geografía irregular y hacia adentro, agarre difícil para el pedal de la Aurorita plegable que todas las mañanas me deposita en la entrada del Infierno. Voy a trabajar en bicicleta. Hago como todos: aprovecho los intersticios de la coreografía automotriz para avanzar en quietud. Aprendí a andar de grande y a veces me falla la coordinación: tengo las canillas moradas por el golpe a traición del pedalito justo cuando tengo que escapar con el método airano de la fuga hacia adelante. Con el tiempo, me las fui arreglando mejor. Sobre todo es el ojo lo que se educa, porque el mecanismo de abajo es siempre igual: uno-otro, uno-otro.

En mi travesía interbarrial me suceden cosas. Desde autos que ralentan y me siguen, siniestros, vehiculando chofer con boca verborrágica (simulo mute para no darme por aludida), hasta tacheros que frenan simplemente para preguntar: “¿Adónde vas?” como si no fuera evidente. Estas cosas así no les pasan a todos, pero sí a todas. Ver una mujer en bicicleta es una golosina para la fauce del varón, que saliva ante la perspectiva. O porque es gorda y su gracioso culo se derrama sobre el disminuido sillín. O porque es delgada y musculosa y avanza con confianza y experiencia a la velocidad del viento. O porque se le nota la indecisión en el pedaleo. O porque sí. A los hombres, en cambio, a lo sumo los putean: son pares, iguales envarados en otro vehículo. Nosotras no, a nosotras se nos apostrofa, se nos sigue, se nos zumba en torno, se nos molesta. Ésta es mi sociedad: espacio íntimopúblico en el que el masculino performa su mandato y jerarquía en detrimento de los otros, abyectos, caídos en alter(n)idad.

Escurrida la oficínica, vuelo a casa: entre mi vuelta y la suelta de niños que todas las tardes opera el micro de la colonia en la esquina de San Juan y Av. de la Plata median veintiocho minutos, a veces treinta, capitalizables para mí: sola en casa, soy. Tengo el culo espatulado por ocho horas de nido en la silla con ruedas, lo intento parada. Enciendo máquina y abro un documento blanco. Mientras intento focalizar mi atención en el cursor que titila remolón, mi visión periférica no se detiene, lo que significa: junto a la heladera, ropa de cuatro días hace pico en el metro sesenta, los platos emulan Aconcagua de cerámica en la pileta de la cocina (restos de comida expirada sobre diferentes utensilios explica el cónclave de moscas que sobrevuela el área), sobre el parqué de las habitaciones exóticas dunas de polvo, correlato del abandono plumeril de los estantes. El conjunto es desolador: juguetes desparramados por todos los suelos, calzoncillos enroscados en los rincones, que acaparan junto con hojitas secas sopladas por el viento a través de las ventanas. Estoy al tanto de todo eso y lo pongo en palabras: La noche se extendió plácida sobre la playa y ella lo esperó mirando las olas y observando sus zapatos, arruinados por el paso del tiempo, por el uso. Mientras tipeo advierto las migas de pan sobre el escritorio, por todos lados deditos aceitosos que pueden significar sólo una cosa: Mununi aprovechó mi knock-out técnico de ayer para prender la máquina y verse una película en Cuevana. Cómo lo logra es el misterio, si apenas sabe leer. Sin embargo, el clickeo investigativo le sale sin esfuerzos, como si el hombre fuera naturalmente homo clickensis. Sin quererlo, sin poder evitarlo, sopeso lo que las líneas de la pantalla me van a costar: corrida al supermercado mientras Mununi mira una película en el sillón del comedor, lavada de platos a las corridas y en combinación con puesta en marcha del lavarropas, arreo salpicado de ropa seca para liberar el ténder y las sogas, mientras –en paralelo– pugno por exprimirle algún tipo de magia culinaria a mis manos, por lo general abandonadas a un mediocre vuelo de bataraza.

–Sos una persona pobre: no cocinás, no te gusta viajar, no tenés curiosidad por nada.

Además de que a Mununi hay que atenderlo. Cortarle el duraznito, colgarle la ropita de la pileta para que se seque (enjugar primero para combatir los estragos del cloro), acompañarlo en el sillón luego de una eternidad de no verlo. Tengo ganas de estar con él, su vuelta me alegra, pero me obstino en la construcción de una playa y una pareja, una mujer que está sola y espera. ¿Por qué?

Y además está esta lumbalgia de mierda que me vuelve loca. Punzada candente en las cervicales bajas, casi coxis, que no me deja estar sentada un minuto más de las ocho horas en que me gano la vida. Tampoco hacer fuerza. La subida del changuito rebosante dos pisos por escaleras es, justamente por esto, interesante. Con Mununi friéndose los ojos en el televisor, me aplico ya sea a la cincuentena de viajes hacia arriba y hacia abajo por los escalones (termino exhausta), ya sea al remolque equino, clavar pantorrilla y tirar, fuerza con el pecho y la panza, apretada, tensa debajo de la fofedad estriada que me dejó la apoteósica culminación del embarazo en programada cesárea.

Quedan todavía algunos minutos. Sólo he exprimido un par de frases de mis dedos, la espalda me como tirita, a pesar de estar parada, acostada casi sobre el escritorio. La imagen me recuerda el afiche de Secretaria, puro culo enfundado en una pollera spandex negra y dos vertiginosas piernas cruzadas en x con medias de red.

–¿No soy sexy?

–Sos un cachivache.

Hasta que el tiempo vuelve a calzarse y correr. Son las cinco. Dejo todo encendido in medias res y me escurro escaleras abajo. Busco a Mununi en la esquina de San Juan y Av. La Plata, donde lo recibo hecho una piltrafa de cansancio, luego de horas de actividad al sol. Intento pasar por el súper en el camino de vuelta, pero Mununi no consiente: está agotado y quiere tirarse en el sillón del comedor a ver una peli. Lo instalo y salgo para el súper a comprar la cena.

–¿Otrrrra vez pasta con salsa de tomate, Carola? ¡Todos los días lo mismo, che! –es Amor, en fase con Mununi: lado A y B del mismo cassette–. ¡No tiene gusto a nada! Pasame el picante, por favor.

Como en un mal sueño, el tiempo se me escurre entre los dedos. Si alguna vez Amor lavara los platos, o me ayudara con la ropa o a barrer el piso. Es una condicional que prefiero no terminar. De plantearlo, desembocaría sin remedio en un conflicto, en una cadena discursiva que prefiero evitarme: quiero vivir en paz.

Entonces: bufidito. Sonrisa para recibir el pulgar al piso y encogimiento de hombros: no tuve tiempo.

–Tiempo tenés –Amor escanea la heladera casi vacía en busca de postre–, si no te la pasaras con la nariz pegada a la pantalla de la compu todo el santo día…

Otra condicional más hipótesis que condición.

–Nada, como siempre –concluye Amor la inspección pormenorizada de las tres gélidas rejillas metálicas–. Trabajás a veinte cuadras de tu casa, ¡ojalá yo pudiera laburar en Capital! –¡Ah!, la carta irrecusable: hora y media de ida y otra de vuelta para llegar a Malvinas Argentinas–. ¡Todas las comodidades tenés y lo único que hacés es quejarte!

Un desasosiego vago gotea sobre mí, que ovillo incomprensión en un rincón de la cocina. Mununi ya duerme y Amor cuestiona opciones de vida que le resultan ajenas junto a una pila de platos sucios, que no ve. No está de acuerdo con mi necesidad de darle todo el día a la tecla, en lugar de pasar un trapo o limpiar los vidrios de las ventanas, grises de tanto polvo adherido. De pronto, un desvío imprevisto:

–Mirate cómo estás, Carola, ¿de dónde sacaste esa remera, esos pantalones? Te quedan grandes, están desteñidos, pasados de moda. No te sabés vestir.

–Hoy en el laburo me la pasé para arriba y para abajo con la pollerita de secretaria ejecutiva. Quería estar cómoda.

Amor suspira, los ojos en blanco: Mejor no me hagas decir más. O sea: no es sólo que no sé llevar la casa, tampoco me preocupa arreglarme de manera de componer mi recubrimiento cárnico con lo que la época dicta para la arquitectura femenina de Occidente.

–Nunca tenés tiempo para nada –Amor insiste con rapacidad de cóndor–. Nunca tenés tiempo para ciertas cosas. Bien que para otras siempre estás pronta y dispuesta.

Acorralada, me nace una idea: dejo de trabajar. Lo pienso y en seguida sé que es absurdo: ¿cómo llegaríamos a fin de mes? Me descubro entonces en el lugar al que Amor estuvo arreándome durante toda la cena. Las palabras no quieren salir, tengo tan cerrada la garganta que vocalizar me causa dolor. Con un sonido finito, atiplado, susurro:

–Bueno, no sé, dejo de escribir –línea de voz que se quiebra sobre el final y cae en un abismo de silencio.

Amor no tiene objeciones ni remarcas ni sí ni no. Está cansado luego de la jornada laboral y se mete en la cama a consultar el Facebook desde su smartphone. Hostigada por la imagen negativa que se tiene de mí en mi propia casa, levanto la mesa para atenuar la culpa y en soledad me aplico a lavar los platos sin poder quitarme el peso que me atenaza la garganta y se precipita por mis ojos. Me escurro la humedad con el repasador, apago la luz y me acuesto junto a Amor, que se incinera las pupilas en silencio. Hasta que se le acaba la batería y él también se apaga, rodeado por la oscuridad del fin, de la noche.

No duermo. No logro conciliar el sueño. Cambio de postura, doy vueltas, con almohada, sin, con un pie fuera del colchón, con el codo hacia el techo o en escuadra con la palma debajo de la cabeza. No logro. De pronto comprendo que Amor sí, escucho su respiración acompasada, de cara a la pared.

Me levanto. Así como estoy, torso desnudo y bombacha, enciendo la computadora familiar, en el comedor. Le robo a Amor un cigarrillo, que agarro del bolsillo de su campera, colgada en el perchero de pie de la cocina. Lo chupo con suavidad, los ojos extraviados en el cielorraso. La hora de la impunidad, pienso, al fin. Abro un nuevo documento de Word, que intitulo “Viento en contra”. Escribo: Me lo dice pero no creo que lo piense.

 

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