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Narrar con el cuerpo

Rafael Spregelburd y Mariana Obersztern participaron del Festival Filba en el panel Narrar con el cuerpo, moderado por Federico Irazábal en Eterna Cadencia.

El anteúltimo día del Festival Filba 2011, Eterna Cadencia fue sede del panel que puso en relación el teatro con la literatura. Si bien la escritura narrativa y la dramaturgia utilizan elementos diferentes, ambas están signadas por una necesidad de expresión que surge de la palabra: oral o escrita. Por eso repasaron los puntos de contacto, las complementariedades y las diferencias entre estos dos tipos de escritura quienes conocen en profundidad estos aspectos por ser tanto dramaturgos como directores de teatro: Rafael Spregelburd y Mariana Obersztern.

El circuito de salas de Buenos Aires, el teatro de los noventa, el Paracultural, el material escenográfico, el cuerpo del actor y del espectador fueron algunos de los temas que se trataron en este panel a sala llena.

 

 

Federico Irazábal: Hay una aspecto que la crítica –la academia– ha ignorado profundamente, que es la faceta narrativa del teatro, si es que la tiene: dónde está la narración en el teatro. El título del panel es "Narrar con el cuerpo" y participan dos dramaturgos y directores con los que vamos a conversar sobre las particularidades del texto dramático. Esto en el marco de un festival de literatura, es interesante que el teatro forme parte de un festival literario, y a su vez en una librería. Si uno observa las librerías de Buenos Aires, la sección teatral suele ser escasa porque el teatro da batalla en relación con su inscripción al mundo de los libros y parece nunca tener del todo cabida. Es un espacio que todavía no se ha ganado, o que se ganó en algún momento y ahora lo perdió, pero con las editoriales y la cantidad de libros que aparecen, toma revancha para ocupar un espacio. La primera pregunta que les hago es cómo piensan este problema, si creen que el texto dramático forma parte de la literatura o si está bien como está, ahí al costadito.

Mariana Obersztern: No, no me gusta tanto a un costadito. En cuanto a similitudes o diferencias entre la narrativa y la literatura dramática, no encuentro diferencias sustanciales. La semejanza tiene que ver con el lenguaje, que es la piedra fundamental y lo que da lugar a todo. Hay algo de la contundencia y la potencia del lenguaje, la sintaxis, la posibilidad del lenguaje de articularse, eventualmente en relatos, o de generar voces o ilusiones de voces. A veces se le pone una carga mayor de la biografía de uno, a veces con un grado mayor de ficción... Es el lenguaje con grados de ilusión, grados de ficción, grados de relato, grados de poética. Si alguien, como estudioso, quiere encontrar las diferencias entre esos campos, se va a encontrar con que la línea es sinuosa. Habría que ir a buscar a las versiones más ortodoxas, comparar a Günter Grass con Ibsen. Pero en este momento las prácticas mismas hacen que cada estilo de trabajo vaya no sé si buscando límites, pero al explorar los límites se van poniendo. Entonces no es que sea igual una escritura narrativa que una dramática, pero en algunos casos se superponen. Hace poco me acordaba de las cosas de Puig, por ejemplo, Cae la noche tropical es una escritura muy parecida a la teatral, sin embargo está presentada como narrativa. Toda la acción está depositada en dos voces que van haciendo avanzar el relato y la voz del autor termina prácticamente desaparecida, los deja librados a su propio riesgo. Y también me acordaba de obras de teatro de él, que son francamente teatrales, y sin embargo no es lo que más me interesa de él. A lo mejor es porque me parece que los personajes por sí solos no producen una narrativa interesante y cuando cae la voz de Puig crea tejidos, explica cosas, dimensiona a los personajes creándoles historias, nuevas situaciones completa. Lo digo como para detectar una posible diferencia entre la narrativa y el teatro: la presencia de la voz del autor que se mete entre los personajes. Para mí el texto es teatral cuando se levanta del plano. Cualquier texto se me puede volver material teatral cuando se metaforiza y deja de seguir los pasos del autor. Por ejemplo Elizabeth Costello de Coetzee es un libro que me encanta, lo he leído varias veces. Hay un momento en el que uno va siguiendo al personaje imaginándose a dónde está llevando él a Elizabeth en cuerpo, es lo que pasa cuando uno lee y se va imaginando los lugares donde está, a veces se figura, otras se vuelve más difuso. Pero hay un momento en que dejo de imaginarme cómo es Elizabeth y empiezo a ver a una actriz a lo mejor contra un fondo de terciopelo con la cabeza gacha diciendo los textos. Se me abre otro plano y empiezo a trabajar para esa ficción, ahí se levanta del papel y puede pasar por distintas causas textuales.

Rafael Spregelburd: Si la pregunta es exactamente por qué hablamos de literatura dramática como si no fuera literatura, no lo vamos a poder resolver acá nosotros ni se va a resolver nunca, me parece que es una discusión eterna. Escribimos, son palabras, en eso se parece a lo que hacen otros escritores, pero hay, para bien o para mal, algunas especificidades técnicas que son las que han entrado en crisis. Por eso como decía Mariana, uno toma un texto que es totalmente narrativo, una novela por ejemplo, y encuentra en él un nivel de potencialidad teatral y lo pone en escena. Y a veces obras de teatro envejecen con una velocidad tremenda y uno empieza  a ver sólo su literatura y ya no su capacidad de crear drama sobre el escenario. Eso me parece que tiene que ver por un lado por la extensión de ciertas fronteras, existen incluso en el teatro algunos géneros dramáticos que ya no sabemos si son o no, como las experiencias del biodrama, las obras escritas sobre las experiencias concretas. Es como si fuera periodismo-verdad sobre personas, que para lo que sería la historia clásica del teatro es una especie de aberración óptica, es lo que estaba prohibido con las reglas con las que el teatro se puede enseñar. Cualquier cosa que parezca ponerse arriba de un escenario podría tener capacidades teatrales, hoy por hoy. La pregunta es por qué editarlos, si no son libros. Porque si fueran libros nadie dudaría de que son un tipo de la literatura, como la poesía, la poesía es literatura, no tiene otro destino que ser leída, pero el teatro no está escrito para ser leído. Cuando se lo edita es una forma de protección cultural que existe sobre esa actividad porque el teatro es fugaz, desaparece, no va a quedar, los videos es mejor que no queden… Es preferible a veces que quede el libro con la obra que el video con la puesta. Uno ve obras filmadas de las que te hablan y te cagás de embole, son experiencias que no resisten cinco años de tiempo. ¿Por qué? Porque el video es un registro que tiene una apariencia de nobleza, como si pudiera garantizar “así era”. No, no era así, había que estar sentado ahí con tus contemporáneos discutiendo todos los mismo, que era lo que se veía. Estas cosas no pueden ser capturadas por el libro, y es mejor así, digo yo que tengo casi todas mis obras editadas y que no entiendo por qué. El destino del teatro es ser hecho, no ser leído, pero a veces como sólo queda eso, lo protegemos, es como una especia de reserva forestal. Pero tiene especificidades muy concretas. A veces uno lo ve sólo desde la perspectiva Argentina, donde se publica mucho teatro, aunque parezca una locura este es el país donde más teatro se publica de todos los que yo conocí. En Alemania, donde hay autores muy importantes y el teatro es prácticamente es una actividad estatal. Las casas editoriales teatrales no publican, tienen los manuscritos y se los envían a los directores potencialmente interesados en estrenar esas obras y a los directores artísticos de los teatros para que los tengan a su disposición. Nadie iría a leer esos textos contemporáneos; los que se publican son los clásicos, aquello que ha resistido al paso del tiempo entonces sí puede entrar al universo de la literatura. El teatro escrito no está pensado para que lo lea el público, está pensado para que lo lea un lector especializado, que es el director teatral. Por eso el teatro alemán está escrito de una manera que va dirigido a un director de teatro, no a un público lector, porque trabaja con especificidades: el uso del tiempo, las simultaneidadades, la acción, la situación. Leyendo una novela o una obra teatral escrita en un libro, uno empieza a leer cuando quiere, interrumpe, vuelve para atrás si quiere o si hay algo que no entiende. Nada de eso sucede en el teatro. El tiempo está gobernado por los actores y el director, y este factor es mucho más importante que el factor belleza de las palabras o que el factor rima, más específicos de la literatura. Además hay una cosa fundamental que hace que por ejemplo yo, que me considero dramaturgo, esté completamente inhabilitado para escribir narrativa. Me sale muy mal, no lo puedo hacer. Es la descentralización del texto dramático. Mientras que la novela aspira a tener una voz y a los autores se los valora por su voz, a los dramaturgos se nos pide que nuestra voz desaparezca a través de un mandato casi tácito: los que tienen que hablar son los personajes, de hecho cuando se ve demasiada manipulación del lenguaje de un personaje, se dice que el texto es excesivamente poético para el teatro. La “descentralidad” implica que en una buena obra teatral, tanto Hamlet como Claudio tienen que tener razón, ambos personajes tienen que tener los mismos motivos de razón, no me vale que uno sea malo y otro bueno y que por eso haya conflicto. En cambio en la novela puede nadie tener razón, el autor puede juzgarlos cómodamente y describir lo que quiera de ellos. En el teatro sólo hay que prestarles la voz, esa es una diferencia técnica fundamental, y si uno se entrena escribiendo dramaturgia se entrena para hacer esto, después si hay que retroceder… Yo no lo he logrado, no puedo hacer esta escritura omnisciente como es la literatura, donde le das tanta importancia a tu voz. Yo lo único que puedo hacer es crear un mundo donde cada uno de los personajes hable. Y a veces los autores de teatro nos encontramos en situaciones que a los autores de literatura no les pasa, por ejemplo los críticos te acusan de la ideología de tus personajes (bueno, a Houellebecq le pasa un poco). En general, si uno escribe una obra de teatro donde un personaje dice algo tremendo, fascista, algo con lo que uno no estaría de acuerdo, después el crítico o inclusive el público se enoja pensando que es la voz del autor. Shakespeare escribió Ricardo III y no es un asesino serial. A los clásicos se les permite, pero los contemporáneos tenemos una responsabilidad ética para con nuestras ideas, y los personajes, si dicen cosas horribles, tienen que ser condenados, cosa que en las novelas no pasa. Estos son equívocos de haber considerado siempre al teatro como una hermana menor de la literatura y de ver en ese corralito en el que se lo ha puesto qué cosas puede hacer y qué cosas no. Pero las diferencias técnicas y específicas existen, se pueden negar, se pueden violentar, se pueden desarrollar otros lenguajes, por supuesto, pero si uno es dramaturgo le da más prioridad a otras cosas.

La crítica los colocó a ambos dentro de lo que se llamó el Nuevo teatro argentino, allá por los años noventa, que fue en parte lo que empezó a poner en tensión esos límites, esa línea que Mariana decía que es sinuosa. Cuando uno lee Tito Cossa tiene una estructura profundamente clásica desde el punto de vista dramatúrgico: encontrás el acto primero, la escena, luego la introducción a la escena con la idea espacial, lumínica, vestuario, el autor se mete en el rol del director, y luego el nombre del personaje, dos puntos y a partir de ahí, las conversaciones y esos diálogos que tratan de bajar línea ideológica. En el teatro de los noventa algo de esta lógica de escritura dramatúrgica estalla y ya no se perciben tan claramente esos límites. Tal vez no hay ni siquiera una voz, tal vez es un discurso que va fluyendo y que atraviesa diferentes voces dramáticas o narrativas que luego son encarnadas por el actor. En la literatura o en el texto en sí mismo, el texto fluye con una lógica más literaria y trabaja sobre la belleza en la lectura silente. Estos son los problemas que después va a enfrentar el director si es que decide montar ese texto en el escenario, si es que el director no es a su vez el autor, que también es algo que avanzados los noventa empezó a ocurrir. Muchos autores empezaron a dirigir sus propias obras. Ustedes como integrantes de este teatro que puso en crisis el sistema tradicional de escritura, ¿creen que esa ruptura fue intencional, fue consciente, está inspirada en alguien en particular?

Mariana Obersztern: Yo no provengo de la tradición del teatro. Mi primera formación, el momento en el que uno empieza a generar los primeros pensamientos nutricios, estuvieron más cercanos a las artes visuales que al teatro, entonces eso hizo que cuando empecé a trabajar en lo escénico no tuviera que pelearme con nada. En realidad me tomé bastantes libertades para trabajar y muchas veces digo qué raro que yo esté acá. Me siento agradecida porque creo que el teatro me albergó, pero no era la idea. Ni siquiera comuniqué mi primer espectáculo no como teatro, yo no sabía qué era, trabajaba con gente que venía de Naranja, era sobre Kandinsky… y fue levantado como si fuera teatro, apareció así en cartelera, las críticas que lo vieron fueron de teatro… Bueno, acá estoy, formo parte de esto y me quedé, me fui quedando, es como una especie de confusión, pero nada traumático: me siento cómoda y los elementos que circulan en el teatro son los que uso para trabajar. Pero aunque quedé en ese conjunto de personas que rompían con algunas cosas, yo personalmente no sentía estar rompiendo con nada, para mí era como una continuidad con las experimentaciones de Naranja y de las artes visuales. Hacíamos cosas raras con el lenguaje, tratábamos de abrir una veta con la solemnidad y con los grandes decires. Siguen estando los personajes en primera persona, pero bueno, a veces ninguno sabe bien qué está diciendo. Yo creo que la renovación del teatro tuvo mucho que ver con el lenguaje, con la carga, con el contenido, las cosas circulan en el terreno de la representación, pero todo el tiempo aparecen los autores, preguntan por sus elementos constitutivos, y hay una intervención intensa de los directores autores sobre sus obras. Que el autor se meta en la obra capaz era patrimonio de la narrativa, pero me parece que ahora los autores de teatro nos las arreglamos para meternos mucho en las obras. A veces están los personajes pero los hacemos rodar sobre algunas cosas, los interrogamos, en fin.

Rafael Spregelburd: Para entender esto de la ruptura es importante entender aspectos extrateatrales que tienen que ver con la historia de este país. A veces creemos que el teatro es importante sólo porque lo hacemos, pero no lo es. El movimiento no estuvo determinado por el teatro en sí mismo sino por el fin de la dictadura, eso determinó el quiebre tan abrupto. En otras culturas teatrales el pasaje de una generación a otra es más natural, la generación nueva no siente que deba destrozar lo que estaba armado, más bien mantienen una relación con sus maestros de un intercambio muy fluido. Aquí el cambio fue muy abrupto. Cuando yo estaba estudiando y me formaba como actor era la época del Paracultural. Durante los años de la dictadura, el teatro había sido tan solemne, tan serio, tan importante para decir algo que naturalmente todos sabían pero no se podía decir. Se escondió en el teatro aquello que era censurable, porque la dictadura militar persiguió la televisión, la radio, pero no el teatro porque jamás pensaron que fuera un fenómeno de masas, entonces la persecución fue mucho menor (por supuesto quemaron Teatro abierto cuando fue explícita la denuncia que el teatro quiso formular y fue un movimiento muy importante). Nosotros heredamos un paisaje que era más o menos así, la generación previa y su manera de entender este arte estaba acotada a un solo tipo de teatro, y todo el que no respondía a esa fórmula no prosperaba como tal. Siempre digo que si Heiner Müller hubiera  nacido en la Argentina, no habría pasado de ser un buen poeta, nadie habría considerado teatro a eso que él hizo en Alemania: una escritura críptica, poética, sin ninguna acotación del tipo “están en una casa de familia”, personaje, dos puntos y lo que dice. No se lo hubiera leído como teatro. Acá hay teorías muy encontradas y mi generación tiene tantas voces diferentes, que por eso hay tanto teatro diferente. En otra época el teatro no se peleaba con el teatro mismo, se peleaba con cosas de afuera. Pero la que creo yo que es la gran diferencia es que en aquel entonces era una práctica teatral simbólica: para poder pasar el filtro de la dictadura, debía decir con símbolos sus verdades, y los autores de esa generación se entrenaron en una única técnica, la simbólica. Para decir los militares son unos reverendos hijos de puta, Griselda Gambaro pone a un peluquero y a un cliente, no pone a un milico para que no le quemen la casa y a ella adentro, es lógico. El éxito de este teatro radica en esquivar los que se quiere decir y al mismo tiempo comunicarlo. Es una técnica digna de estudio, porque además generó formas opuestas: desde el realismo más costumbrista hasta Griselda o Tato Pavlovsky, que lo hacían de una manera que se llamaba absurdista. El modelo sólo podía contener esos dos polos opuestos y, como toda neurosis, es falsa. Todo lo que quedaba entre medio fue como un cuerpo entre dos cuerpos magníficos, chupado por una tendencia o por otra, lo cual fue anulando sistemáticamente las singularidades de los autores, que es lo que ahora se valora más. Los autores de teatro que son valorados en este momento, cuyas obras resisten al paso de los meses o incluso son valorados en el exterior, son aquellos que pueden demostrar una vez más su voz poética como cualquier escritor. Entonces apareció el fenómeno Paracultural, el teatro dejó de ser serio, solemne, dejó de encriptar un mensaje y ocurrían cosas extraordinarias, actores de una intensidad rarísima, como Urdapilleta, Tortonese, Las gambas al ajillo, y hacían experiencias aliterarias. Veías cosas rarísimas, decían unos textos muy poéticos mientras se metían zanahorias por el culo. Era una época en la que lo fundamental era salir a cuestionar la forma acartonada y solemne que había adquirido toda discusión, atravesada por el trauma de la dictadura. Todo esto empezó a liberarse, naturalmente se produjo una enorme confusión, hasta ideológica, que es producto de esa época: por un lado se ponía fin a la dictadura, pero por otro lado el precio que había que pagar era el indulto a todos los militares. Es decir, toda la situación de transición política se reproducía en una transición teatral. Después las cosas se estabilizaron. Ahora está más claro que teatro puede ser prácticamente cualquier cosa, se está esperando sobre todo que la novedad aparezca y no que alguien continúe con algo, mientras que antes era al revés: un texto era valorado por su parecido con aquello que se hacía, que se conocía como práctica. Creo que es bastante saludable y habla de un momento muy dinámico del teatro argentino. No en vano actores españoles vienen a estudiar teatro acá, les parece que acá está ocurriendo algo que en su país, a falta de esa explosión, no ocurrió. Eso produce también mucha confusión, muchas veces se pregunta si esa ruptura fue consciente o no. No, nadie se sienta y dice voy a escribir todo de una manera distinta… Lo que ocurre es que uno está a expensas de un ventarrón de influencias contradictorias, que a lo mejor en otras épocas no era así porque las influencias canónicas, lo que se estudiaba, lo que se respetaba estaba valorado por una sociedad que tenía un acuerdo. En esa época se acordó que Alezzo era un buen director, entonces lo bueno se tenía que parecer a eso. De pronto eso explotó, uno podía ver obras que continuaban con esa tradición simbólica (para transmitir un mensaje encriptarlo en metáforas pero cuyo desplazamiento fuera legible) y al mismo tiempo obras como la de Federico León, que más que interesarse por la representación simbólica de las cosas, le interesaban las cosas, entonces armaba una secuencia muy extraña sobre el escenario, pero con mucha intensidad. O lo que hace Bartis con la contracción del tiempo, dice que el teatro es una secuencia de momentos privilegiados y no se pregunta mucho por las estructuras introducción, nudo y desenlace, presenta sólo lo que es nudo. En este momento coexiste todo, hay un estallido bastante saludable de micropoéticas. Cada uno escribe de una manera muy diferente, algo que a la literatura no se le cuestionaría jamás, pero que al teatro por motivos históricos, sociales y políticos aquí se le cuestionó durante algunos años. Yo formé parte de un grupo, el grupo Caraja-ji, que fue rechazado por el Teatro San Martín por los mismos motivos por los que había sido convocado. Convocaron a un grupo de autores jóvenes para escribir unas obras jóvenes para la comedia juvenil y luego nos echaron porque esas obras jóvenes que nos habían encargado no les gustaban. Hubieran llamado a autores más viejos o nos hubieran pedido otra cosa. Esto jamás podría volver a ocurrir, es un ejemplo claro de lo que pasaba en ese momento.

Cuando hablábamos al comienzo de la relación con la literatura, con los libros, ambos se refirieron de diferentes modos a ese texto que está siendo pensado para la escena y no necesariamente para una lectura silente de un lector solo en su casa, con la posibilidad de ir y volver en las páginas. En ese sentido esa voz que dijeron que ceden. Mariana planteó algunos puntos de intervención por parte de la voz narrativa, de cómo se apropia de algo en torno a la voz de los personajes. ¿Cómo se produce esa voz y en qué medida el tiempo y el espacio del escenario influye en esta escritura, siendo que los dos dirigen sus propias obras? Precisamente, ese tempo del decir y ese tempo del actor y la poética actoral argentina van determinando también el tipo de texto y el tipo de voz narrativa que se construye con los personajes.

Mariana Obersztern: La diferencia entre la escritura narrativa y el teatro es la interacción, el lugar y el momento en donde el autor interactúa con el espectador o receptor de ese material. El libro alguien se lo compra, se lo lleva a su guarida y a solas tiene la experiencia, en su living con un licorcito, ve cómo se la va bancando. El teatro es más tirano, se lleva el cuerpo del receptor a su casa. Cuando hablamos de narrar con el cuerpo en este panel la primera referencia es al cuerpo del actor, pero me parece importante también el cuerpo del espectador, que está presente en el teatro. Lo tengo ahí, lo siento, me adueño de él durante un rato, le presento la experiencia, que obviamente él procesará de acuerdo a lo que le pase, pero lo tengo de rehén durante un ratito y lo que pasa con el cuerpo del espectador en el teatro influye muchísimo. Se vuelve frágil, empiezan a pasarle cosas primarias, como sueño y hambre y frío, son síntomas de que el teatro captó ese cuerpo, lo tiene ahí. En el cine el cuerpo está mucho más distendido, es muy difícil para el espectador de cine indignarse. Se puede mantener una distancia con la película, el espectador va y viene, no está tan implicado o elige cuánto, es muy difícil que alguien diga qué porquería esta película. En cambio en el teatro eso pasa mucho. Yo soy muy paciente con el teatro porque sé desde adentro lo difícil que es armar dos minutos de algo sustancioso, pero en  mis distintas parejas, todas personas muy amorosas, pero muchas veces han dicho qué me hiciste venir a ver, resoplando, y yo creo que tiene que ver con esta implicación del cuerpo.

Rafael Spregelburd: Evidentemente, se trata de estar ahí, mientras que en la literatura uno se arma el momento como quiere disfrutarlo. El teatro te ataca. Mucha gente no lo soporta. Hay un autor español, Juan Mayorga, que reflexiona mucho sobre esto, es filósofo y matemático, y dice algo muy claro y muy contundente: el teatro siempre es político, no importa su contenido, porque ocurre delante de una polis que se reúne para debatir. El cine en cambio puede no ser político, vos como espectador sentado en la oscuridad de la sala no te sentís increpado porque quienes han hecho la película no están allí, han mandado una lata, entonces tu indignación o tu risa o tu acompañamiento no será leído porque no te estás comunicando con ellos. A partir de eso tampoco te estás comunicando con el de al lado salvo para decirle que no coma pochoclo. Es decir, la polis se reúne en el cine, pero no va a debatir la película, va a disfrutarla. El teatro nadie va a disfrutarlo. Uno se siente, como actor enfrentando la masa oscura de ese público, saliendo a una arena: yo sé que la gente está en mi contra, ya lo sé, lo que tengo que hacer es ver si logro arriar para mi corral a la mayor cantidad posible de espectadores, pero de movida están en contra. Vienen a evaluar: a ver, ahora, vos, de qué me querés hacer responsable, a ver si soy ese burgués que paga tu entrada y al cual vas a insultar. Yo también soy espectador, así que hablo de esto sin ningún tipo de prejuicio. Uno va al teatro a oponerse a aquello que le muestran, y a veces la ilusión es tal, es tan poderosa, que te seduce y uno se va contento. Como decía Mariana hay que tener paciencia, porque decís le salió mal, es ingenuo, no me va a involucrar nunca, y al mismo tiempo te das cuenta de que los espectadores la están pasando bárbaro y te enoja más todavía. En el cine no te pasa, vas a ver una película muy mala y te reís de lo mala que es. En teatro no tenés esa chance porque hay una especie de responsabilidad, como decía Mariana, primaria, esa es la palabra. Está en el orden del sueño: si la obra es mala te da sueño. Nadie se duerme en la plaza mirando los patos del lago, que no tienen más actividad que la que pueden tener los actores de una obra, pero en el teatro te dan muchas más ganas de dormirte que en la plaza mirando los patos. Ese pacto de responsabilidad, ese pacto político de que somos una sociedad que se da cita para debatir nuestros problemas, puede ser traicionado por la frivolidad de la pieza, por la ineficacia de los actores, por el manejo equivocado del tiempo, por desactualización con respecto a otras experiencias que uno tiene. La gente ve Lost en televisión, entonces después cuando va al teatro ya no soporta que el tiempo corra de manera lineal: introducción, nudo y desenlace. Y no estoy hablando de Lost como si fuera una genialidad, hablo de cosas que influyen a la gente en otras áreas y hacen que después la experiencia teatral esté infinitamente detrás de tu experiencia cotidiana, que está atravesada por un montón de aspectos. Esto tiene que ver con la cultura pop, el teatro por su condición responsable ha desalojado a la experiencia pop de su hacer, pero es innegable que el ojo del espectador está entrenado por todo tipo de experiencias, algunas banales, otras importantísimas, y el teatro debe actualizarlas todas, no puede negar algunas de ellas. No lo puede hacer porque si no se torna solemne o parece estar diciendo: estoy dirigiéndome a un tipo de espectador que no es usted, señor, que no es usted, señora, lo lamentamos mucho si no la está pasando bien, es para otro. Eso no puede ocurrir porque estamos aquí, porque ya fuimos, porque no hay forma de desaparecer en el aire, a la gente le da pudor pararse e irse del teatro y en la mayoría de las salas argentinas no se puede porque para salir pasás por adentro del escenario. Algunos espectáculos esperan que la gente se vaya porque es parte de su propia estética, hay espectáculos que invitan a hacerlo y a las puteadas. Hay de todo. Lo que es innegable es que la estructura de ese debate se parece mucho a la discusión política, es por eso que genera este apasionamiento o este aburrimiento letal, porque está atravesado por una función que va más allá de la estética, no es sólo estética, es profundamente político.

Volviendo al tema de ustedes como dramaturgos y como directores, vamos al momento del montaje, cuando aparece un actor que va a poner su cuerpo, su voz, su tono, su energía, su timbre, todo lo que aporta. ¿Ustedes entienden ese texto que actualmente se piensa incompleto, como un texto puesto para ser actualizado luego por la voz y el cuerpo del actor? Como directores, ¿entienden que el trabajo del actor es un fenómeno de transposición o simplemente buscan que el actor ponga toda esta información que está literariamente presente en el texto?

Mariana Obersztern: Me parece que hay momentos distintos donde prima una cosa o la otra. A veces cuando estoy escribiendo, cuando estoy divagando, ese aspecto empieza a emanar algo para mí que me dan ganas de quedarme y empiezo a trabajar ya con el cuerpo de los actores. Tomo prestados algunos cuerpos, me empiezo a imaginar para tal personaje a alguien y cuando ya están tiradas unas primeras líneas, aparece esa persona. A lo mejor es alguien que ya trabajó conmigo y a lo mejor es alguien que no trabajó, que ni siquiera conozco y no sé si querría trabajar conmigo, pero me aprovecho de su cuerpo, de lo que yo imagino de su textura y empiezo a escribir de su mano, voy improvisando con él o con ella. Después llega el momento en que me doy cuenta de que quiero montar la obra y esas personas son mi primera opción, en la mayoría de los casos ha ocurrido que terminé trabajando con ellos, algunas veces no pudo ser, pero entonces el momento en que empezamos a poner el cuerpo no es para mí el primer momento. A veces doy parte del texto para que lo lean a solas, así cada uno se queda un poco con su vivencia, pero trato de no conversar demasiado, intento no llegar a ninguna conclusión sobre a dónde van los personajes, de qué va la obra. Trato que todas las cosas que tienen que ver con el contenido no estén demasiado presentes. Sí en cambio las cosas que lo sobrevuelan: las texturas de los personajes, las tensiones de que están hechos. Ahí empezamos a probar algunas cositas, en general no con el texto de la obra, sino cosas muy sencillas que te van ayudando a ver qué le cabe al personaje, qué se le puede quedar puesto y qué cosas se le caen, tenés que encontrar el centro de su cuerpo. Para mí no desaparece la persona cuando estamos trabajando, la persona y el personaje se superponen. Cuento con la consistencia y con la textura y así elijo a las personas, no solamente por el oficio, sino por algo que está en el cuerpo, la textura se me emparenta con el personaje. Después se empiezan a complejizar las cosas y uno no sabe bien qué anda haciendo, de algún modo se arman.

Rafael Spregelburd: Sí, yo también escribo para personas, no escribo abstracciones. Y como además devine director de mis propios trabajos, tengo mi compañía más o menos fija, entonces yo sé que a veces determinados textos que van a ser dichos por Mónica Raiola o por Andrea Garrote, son graciosos y eficaces sólo porque los van a decir ellas. O a Alberto Suárez, que es alto, pelado, me encanta ponerlo en situaciones ridículas porque su porte es contradictorio con eso, si me tocara a mí no le daría gracia a nadie. Es decir que a veces conocer el cuerpo, el material humano con el que uno va a trabajar, es una ventaja de factura. Uno trabaja más cómodamente porque los conoce y porque los conoce no escribe para ellos solamente, sino que escribe contra ellos, que es lo que los actores agradecen. Si hay algo que no soportamos es que nos digan es te vi haciendo tal cosa y me gustaría que hagas eso; te piden lo mismo, no hay desafío. Entonces escribir contra las tendencias naturales de los actores requiere también un profundo conocimiento del actor, sabés que le va a gustar porque le estás proponiendo un desafío y que, haga lo que haga, lo va a hacer igual con eso que es, mientras el actor se divierte creyendo que está haciendo otra cosa, vos sabés que igual va a ser muy eficaz porque es quien es y a su poética, como decía ella, estás superponiendo la tuya. Sin embargo me he visto en la situación de tener que dirigir alguna obra mía que ya había hecho y había escrito para mi compañía en Cataluña o en Italia con otros actores, con otro idioma, entonces ahí empiezan los verdaderos problemas. Yo esto lo escribí para un cuerpo, para una compañía, casi diría para un público, que más o menos sé cómo reacciona ante determinadas cosas, y arrancado de esa cultura tengo que volver a hacer la obra desde cero, tratando de dirigir a los actores para que se parezcan a eso que yo tenía en mente. Aunque digan el texto tal como está escrito, a mí no me satisface en la medida en que no se parece al por qué estaba escrito así. El teatro sabe por sí mismo y con el tiempo de ensayo te empezás a convencer de que la nueva realidad, la otra, tan distinta de aquella que habías pensado, es absolutamente coherente. Te la tenés que bancar, esa obra es así en esa situación, pero de entrada voy con mucha violencia a que se parezca a lo que sé, porque lo otro no sabría ni cómo dirigirlo. Nosotros estamos muy acostumbrados a que una de las características del texto teatral es que lo que está escrito no necesariamente es lo que el personaje piensa, debe haber órdenes contradictorias. Otras culturas son literales, toman el texto y lo interpretan, en vez de contradecirlo: si dice que estoy contento, digo que estoy contento, pongo cara de contento. Hay algunas culturas que son muy ilustrativas en ese sentido porque trabajan muy rápido. En Londres una obra se ensaya en tres semanas, entonces los actores hacen lo que pueden, están entrenados para reproducir como si el texto fuera una serie de instrucciones, lo cual genera un tipo de literatura dramática muy especial, más ilustrativa. Cuando uno va en contra de eso, empieza a darse cuenta de pensar que se está escribiendo para una persona, es una ilusión. A mí me ha pasado con algunas obras mías que han sido comisionadas por teatros de afuera. Acá no hay comisiones; esto que es normal en otras prácticas culturales, acá no ocurre, entonces yo terminé trabajando más para afuera que para acá. Y estaba en problemas porque tenía que trabajar para actores alemanes que no conocía, cuyas preocupaciones no me interesaban y a ellos tampoco las mías. Dije bueno, yo sigo escribiendo para cinco personas, que es lo que tengo en mi compañía, me imagino a mis personas y que después que se arreglen. Una de mis últimas obras, La terquedad, la tuve que escribir para un evento muy concreto en Frankfurt, para unos actores alemanes que yo no conocía, que no sabían si la obra les iba a interesar porque ellos no la elegían, la elegía el director artísticos del teatro. Acabo de ganar el premio nacional con esta obra, a lo mejor justamente porque es la más literaria en el sentido de que no se basa por ejemplo en las vacilaciones de silabeo de Andrea Garrote, que es una característica corpórea, sino que está escrita para cualquiera. No era mi intención, pero está escrita para cualquiera porque fue hecha por cualquiera, entonces a lo mejor es más legible, lo cual la hace más candidata a ganar un premio porque no tiene esa cantidad de errores y vacilaciones que vienen del pasaje a papel de lo que encontramos en el ensayo. La mayoría de mis obras salen luego de estrenar, no quiero publicar antes de eso porque yo corrijo mucho durante el ensayo: corto, saco, superpongo. Mis obras están siempre escritas en dos columnas porque la gente habla toda al mismo tiempo y si esta palabra se superpone con esta otra, no tengo forma de explicarlo, intento una forma de partitura en simple, y cuando lo leés es un embole. Pero a su vez si no lo escribo así, sé que otro director cuando lo tome lo va  a desarticular, va a ser primero uno y después lo otro, y la gracia es a la vez. Mi teatro se caracteriza por el uso de la palabra mientras, no por la palabra y, es una cosa muy difícil de dejar en el papel. Es decir que sí, yo escribo para cuerpos, pero creo que es una ilusión, un engaño que uno se hace a sí mismo para sentirse no tan libre cuando escribe, porque la libertad nos da terror. Se te ocurre más cómo trabajar con la restricción que con la libertad, a muchos escritores les pasa.

Cuando hablamos sobre el cuerpo, inmediatamente los dos fueron al cuerpo del actor agregando este aspecto interesante con relación al cuerpo de la audiencia. Recién acaban de hablar de trabajar sobre el cuerpo en un sentido superpuesto, ¿qué es lo que pasa con el cuerpo del público? Uno de los motivos por el cual Roberto Arlt se terminó dedicando al teatro tuvo que ver con eso: cuando vio, en aquel mítico Teatro del Pueblo, ese capítulo de una de sus novelas y vio las reacciones de la gente, algo que él no sabía cómo era, de pronto lo encontró y a partir de ahí se volcó al teatro. Ustedes tienen esa chance, que también es una gran diferencia con el autor de literatura: ven cómo leen, quién tose, en qué momentos se aburren, en qué momentos se enganchan, con qué cosas se ríen. Cuando piensan en el público, si es que piensan en el público, ¿piensan en contra o piensan a favor?

Rafael Spregelburd: Antes de responder habría que decir que Arlt no es precisamente conocido como dramaturgo. No le fue tan bien como escritor de obras de teatro justamente porque como quiso complacer eso, su teatro es mucho más ingenuo que sus novelas. Cuando uno tiene demasiado presente el qué debe reproducir, o lo verifica, se acabó el desafío, se acabó esa tensión que es la que nos lleva a escribir. Cuando eso está tan bajo control, es como una especie de marketing: si funcionó tal cosa, vamos a hacerlo igual. Ahí también se acaba toda búsqueda artística. Me parece que el teatro es engañoso con eso, sobre todo para la gente de la literatura, porque en el primer momento es fascinante ver la cara del receptor, cómo reacciona, con qué se ríe. Y cuando la segunda vez lo querés repetir, cagaste: no se puede, no ocurre de la misma manera. El público es como uno, es igual de arbitrario, está igual de atravesado por experiencias que vienen del afuera. Cuando se estrenó Amélie, por ejemplo, una comedia romántica que en todo el mundo fue un éxito, acá todo el mundo la odió porque era en plena crisis de 2001, entonces una chica ingenua, que volaba… odiosa. ¿Qué aprendería el director si de pronto se choca con eso? Hay un destiempo enorme entre tu voluntad de comunicar y lo que tu público, ese cuerpo, está capacitado para leer en ese momento particular. Hay una cosa interesante que me ocurre con las obras mías que no dirijo yo. Mis obras se estrenan en algunas ciudades del interior diez años después que en Buenos Aires. Eso no quiere decir que la gente del interior no conozca mis estrenos. Vienen y no les gusta, les van a gustar dentro de diez años, y es aterrador porque me piden otras obras que a mí ya no me gustan. Ese desfasaje hace que yo ya haya aprendido a no escuchar mucho al público. No lo escucho cuando se ríe ni cuando me putea, no escucho a los críticos, no los leo, que hagan su trabajo y yo hago el mío, prefiero no tener intercambio con eso porque si no después tratás de complacer. Si dicen que sos muy buen escritor de ciencia ficción, en la próxima obra querés hacer ciencia ficción, te crea un montón de mandatos que no son estimulantes. La relación con el público en toda experiencia artística es esa relación de confrontación que tiene que estar abierta a ser confrontación, exactamente.

Mariana Obersztern: Sí, en relación a lo que decía antes Rafael sobre ese momento político de interacción, estamos todos tan expuestos que nosotros los directores, o yo por lo menos, he desarrollado algunos sistemas de protección respecto del público. No es por mala onda, pero hay un límite hasta el cual yo puedo pensar en el público, que es casi la geometría del momento de recepción de la obra. Tengo la sensación de que a las cosas que yo tengo que trabajar sobre el escenario, aparte del texto y del cuerpo del actor, que están en el programa de lo que estamos dialogando, agregaría un tercer punto que para mí es una pata fundamental: el material visual, todo lo espacial, lo que se ve, lo material. Con eso se forma una especie de triangulación que es como la neuralgia, los puntos de acupuntura por los que la electricidad avanza, pero pondría una agujita más en el público. No en lo que le pasa ni en el gusto, que es algo privado, en el ojo. Dónde pongo el ojo del público, dónde lo siento, en qué superficie y a qué distancia lo siento, qué cantidad de personas admito. Por ejemplo ahora estoy haciendo una obra en el pasillo del Camarín de las musas. Es una obra que hice en mi estudio durante un tiempo, muy corta, breve e intensa, y en ese espacio se armaba algo de informalidad, era un lugar muy ideal. Teníamos ganas de continuarlo de una manera más pública y apareció este pasillo del Camarín, que me pareció que podía ser un buen lugar. En el momento en que pensamos cómo organizar era tentador que la gente estuviera parada, pero no me servía porque la obra tiene algo al principio muy argumental, y necesito que la atención del espectador sea absoluta, que siga esa peripecia de detalles, así que es mejor que estén sentados. Ahora, un teatro no me sirve porque le da una especie de rimbombancia que el material no puede recoger, entonces armamos una especie de instalación de muebles nuestros que fuimos llevando de nuestras casas, sillas y banquitos diferentes, que dan una química: la persona sabe que tiene que estar quieta, presta atención, y al mismo tiempo sabe que algo es medio raro. Además elegimos una cantidad de público chica por la relación con el peso escénico. Con mi asistente llegamos a la conclusión de que las personas tienen que ser 27, así que estamos trabajando con ese público. Ese es el bastión que me dejo y del cual hago mucho uso cuando pienso las distintas puestas a lo largo del tiempo, siempre tomo decisión sobre eso: dónde pongo al público, a qué distancia.

Rafa, te llevaría también a este punto sobre el espacio, porque también hay una posibilidad de mirada de la dramaturgia argentina que en relación con los espacios existentes en Buenos Aires. ¿En qué medida la dramaturgia produce teatro y en qué medida los teatros producen dramaturgia? Ejemplo: ausencia de telón. Si quiero trabajar cierto impacto visual en la escenografía, al no poder ocultarla tengo que trabajarla de otro modo. Tener espacios acotados implica determinada cantidad de personajes, la posibilidad de ingresos y egresos de la escena. Todo ese movimiento tiene que ver con las condiciones no digo paupérrimas, pero sí muy limitadas de las salas. ¿Esto produce dramaturgia, hay una adaptación, una resistencia o hay una libertad absoluta y después se busca el espacio?

Rafael Spregelburd: Sí, produce dramaturgia y produce rebelión, enojo, produce todo. Son paupérrimas las condiciones, porque aún las salas porteñas más o menos cómodas, alojan varios espectáculos por semana y no hay lugar donde dejar la escenografía. No conseguís un teatro que se comprometa a decirte: hacé cuatro funciones semanales que yo no voy a poner otra obra. El pasado es un animal grotesco, que es una obra fantástica de Mariano Pensotti que se ha estrenado en un teatro estatal como el Sarmiento, no puede volver a Buenos Aires porque no hay ningún teatro que admita una estructura muy simple, que es una calecita que va girando, sin la cual no hay obra. Y están de gira todo el tiempo: se puede ver en Bruselas, en Ginebra, en Zurich, pero acá no tienen un teatro que pueda permitir esto. Mariano fue muy audaz al hacer una obra que sabía que sólo iba a poder tener dos meses de funciones, aún así la hizo. ¿Qué sopesa uno en el momento de pactar con esas condiciones? En una época se hizo ley que las obras porteñas tenían que durar una hora, que el público no soporta más de una hora de duración, claro, porque es lo que duran los programas de televisión. Pero yo veía que la gente iba al cine y veía El señor de los anillos, que duraba mucho más, y no le tiraban cosas a la pantalla, estaban atentos. El cine tiene otras cosas. El montaje permite que una cosa cambie completamente en un abrir y cerrar de ojos; el teatro no puede, si yo quiero empujar la escenografía afuera primero no hay afuera y segundo no tengo la posibilidad de renovar lo que se ve de la misma manera que el cine. Entonces sí genera una dramaturgia y genera una relación casi ética con el cómo resolver este problema. Yo lo resuelvo siempre muy mal, lo he dicho varias veces. Dentro de esa triangulación que supone que el teatro es arte visual, literatura y música, no tiene una especificidad única sino que oscila en el uso de estas tres artes, yo he decidido tacharme la doble: en mis obras no hay nada para ver en general. Yo soy muy franco con el público: entrá, es un teatro chiquito, no vas a ver nada, va a haber una pared de fondo y con suerte cuando no te lo esperes te vamos a proyectar una cosa. Pero en principio le prometo sólo aburrimiento. Después trato de darle un poco más. Es una decisión. Si yo tuviera el dinero para pagar una súper escenografía, por la cantidad de veces que he hecho esto de encontrar la sorpresa escondida cuando ya habíamos bajado los brazos, no sabría ni qué comprar. Además si yo consigo un subsidio miserable, me presento en el Instituto Nacional del Teatro, voy a montar por ejemplo una obra que me sale cincuenta mil pesos y me dan diez mil, que igual no me alcanza, prefiero que esa plata la cobren los actores que van a estar ensayando un año y medio. Aunque tuviera el dinero, que tendría que ir al capital humano, entonces en mis obras no hay nada para ver. Las obras cuestan plata, nosotros no la tenemos, y lo menos es más. Ahora, narrativamente es un despelote. Pero ahí hay algo que sí puedo hacer y para lo que no tengo excusa, dentro del triángulo decidí reportar el aspecto narrativo porque el otro no lo puedo proveer. Cuando voy a dirigir una obra mía a Alemania, el primer día de ensayo me preguntan ¿qué necesitás?, ¿qué querés?, ¿cuántos metros tiene que tener la pared de fondo? Y yo hago que me contraten a un escenógrafo que lo resuelva por mí porque ha dejado de interesarme. Tengo una deficiencia severa: no me interesa lo que se ve porque no lo puedo resolver. Necesito que la obra quede en cartel dos o tres años, me gusta, no haría una obra para que dure dos meses, no lo soportaría, no le dedicaría un año y medio de ensayo. Entonces yo me he tenido que adaptar a este contexto que no elijo, y cuando estoy en otro contexto, donde las posibilidades son más ricas, me confundo, dudo. La estupidez es un caso muy ejemplar, yo la escribí para ser hecha como un teatrito de títeres: una pared, una escenografía espantosa que debía ser fea a propósito, un hotel en Las Vegas sin ninguna personalidad, pero detrás de esa pared había una ventana y detrás de esa ventana otra pared, y se hacían algunas cosas en espejo, había unas bromas por esto de que el público miraba y en dos segundos decía acá no va a pasar nada. A mí me gusta eso, y que después pasen miles de cosas, pero tienen que pasar. Últimamente estoy depositando todas esas soluciones en el video, porque es transportable, lo puedo llevar de gira, la compañía tiene un proyector. De esa manera resuelvo dramáticamente los aspectos visuales que naturalmente son necesarios, el público está viendo teatro, no está escuchando una lectura, entonces aunque no quiera reclama ver. Pero cuando esto empieza a ser un problema, un problema más grande que los problemas técnicos propios del teatro, uno tiene que empezar a desarrollar una solución. En el caso de La paranoia el video es extremo, la mitad de la obra está filmada y son unos videos muy ridículos, pero es porque nosotros no teníamos sala y eso se puede adaptar a casi cualquier espacio. Es una adaptación al circuito. Ahora, los últimos diez años me dediqué a demostrar que es una mentira que la obra tiene que durar una hora, pero tuve que pagar un precio muy alto: cómo consigo sala. Es muy difícil, las salas para poder sobrevivir tienen que meter dos o tres espectáculos por noche, entonces  si tenés mucho armado y mucho desarme, no da el tiempo para que convivas con otro espectáculo. Y no hay salas de 300 espectadores en Buenos Aires, que sería el número ideal para no tener que hacer dos funciones de 150. Habría que seguir repitiéndose hasta tanto los teatros se adaptaran a lo que se está escribiendo. Se abren un montón de espacios nuevos que a veces no tienen en cuenta ni la mitad de estos problemas, y luego fracasan como espacios teatrales porque no hay obras que puedan ser alojadas en ese tipo de estructuras. Mientras que, como decía Mariana, un pasillo, que a nadie se le hubiera ocurrido, tiene una potencialidad teatral extraordinaria, o un museo, u otros espacios que en otras culturas no se usarían como teatro. Acá hay un intercambio permanente entre dramaturgia y espacios físicos, de hecho la gente que se pone salas tiene tanto en cuenta el espacio y su arquitectura como el tipo de literatura dramática que se está escribiendo hoy en Buenos Aires.

¿Por qué ante estas limitaciones no se han volcado a la escritura de cine?

Rafael Spregelburd: No, no, el cine no se puede hacer, es una industria, hagas lo que hagas. El teatro es a mano, vos podés elegir hasta quién aparece en el afiche, la tipografía de los programas de mano... En el cine hay tanta gente que ha puesto tanto dinero para que se pueda hacer, que después esperan ganarlo, recuperarlo. El cine es industrial y el teatro es artesanal. Son muy pocas las experiencias de cine donde las libertades sean tan absolutas como las que me da a mí el teatro. Yo en cine actúo con muchísimo gusto, pero que los problemas los tenga otro.

Mariana Obersztern: Yo no he renunciado a la escenografía, soy una especie de viciosa de los materiales, cada vez se me ocurren maneras distintas. No he tenido que vender mi departamento, como les pasa a los que hacen cine, pero hemos aprendido acá a hacer con dos mangos. Me acuerdo de una obra en la que había una lucecita que tenía que girar, esas cosas que deben salir tres mil pesos, y los hacíamos por trescientos.

Rafael Spregelburd: Igual trescientos es una inversión, yo lo pensaría [risas]. Es una broma, pero sí, uno siempre termina resolviendo, y es verdad: lo menos es más. Cuando uno de la nada hace aparecen un mundo visual de forma sorprendente, es fantástico. En cambio si está demasiado presente, a los diez minutos el ojo busca algo más, siempre quiere más.

Preguntan desde el público por el origen de la compañía de teatro de Spregelburd.

Rafael Spregelburd: Sí, no fue organizado, éramos compañeros del estudio de Bartis y teníamos una obra con Andrea Garrote, que era una adaptación de textos que Carver que se llamaba Dos personas diferentes dicen algo acerca del tiempo. En un festival en España al que fuimos con esa obra, en Málaga, nos preguntaron cómo se llamaba la compañía, a lo que respondimos "no somos una compañía, somos ella y yo y nadie más". Pero sin el nombre de la compañía no nos podían contratar, así que creamos una compañía Andrea y yo que se llamó El patrón Vázquez. Para definir el nombre abrimos El libro del desasosiego de Pessoa que Andrea tenía en su bolso en cualquier página y dimos con un personaje que era un patrón llamado Vasquez, nosotros lo castellanizamos para que nadie descubriera de dónde venía. Luego para la obra siguiente que fue La modestia convocamos más actores: Héctor Díaz, Alberto Suárez y Mirta Busnelli, y nos pareció que teníamos que usar ese nombre, pero jamás pensamos que eso iba a ser una familia disfuncional de casi quince años de duración, que fue lo que terminamos siendo. La política del grupo aquí en la Argentina no tiene mucho sentido, en otras culturas sí porque los grupos reciben subsidios, no las personas. En España si vos querés presentarte a un subsidio tenés que tener un grupo con un plan, tenés que tener obras anteriores hechas como grupo. Acá eso es bastante nuevo, es por las políticas del INT que tenés que decir cuántos años hace que el grupo existe. Esto me parece mal porque la gran riqueza teatral de Buenos Aires radica en que yo si quiero puedo actuar en una obra de Mariana o le puedo pedir prestada a María Merlino; la gente no está obedeciendo las instrucciones de un director cabeza del grupo que es el que recibe los subsidios para darles de comer, sino que nos estamos pasando todo el tiempo de una familia disfuncional a otra, está bueno. Pero por motivos casi democráticos somos una compañía, una compañía abierta. Mis actores trabajan con otros directores, que a mí me conviene, se forman más que conmigo porque pasan por otras aventuras y después vuelven renovados. Y yo mismo necesito dirigir fuera de mi compañía porque si no me vuelvo loco. Entonces es un lugar grato, es un lugar conocido, un lugar donde estamos, pero no es un plan de vida para nosotros.

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