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Políticas del agua

El agua en la literatura argentina, uno de los temas que se abordó en el Filba Nacional 2012.

Desgrabación: Gastón Fernández.
Foto: Renzo Luna Chima.

políticas del agua

En la segunda jornada del Filba Nacional 2012, el aula magna de la Universidad Nacional del Sur fue sede de la mesa “Políticas del agua”, en la que participaron Luis Gusmán, Aníbal Jarkowski y Martín Kohan, con la moderación Juan Diego Incardona. Dentro de la literatura argentina, los ríos y el mar han ocupado diferentes espacios y el puerto, en ambos casos, se presenta como el punto de fuga entre lo conocido –la nación y sus leyes– y lo desconocido –lo que se busca.

 

Juan Diego Incardona: Buenas tardes. Agradezco la invitación a participar de esta mesa. Para mí es un gusto compartir una charla con Luis, con Aníbal y con Martín. Vamos a hablar del agua: la mesa se titula “Políticas del agua”. Muchas veces en la literatura se establecen relaciones que la trascienden, donde uno puede interpretar aspectos que son de la realidad en general. El agua ocupa dentro de nuestra tradición un lugar importante, ya sea desde un plano simbólico o incluso como una propuesta política dentro de algunos textos, como una propuesta de organización económica para nuestro país. Si nos remontamos a los comienzos de la literatura argentina, en el siglo XIX, ya aparece el río en algunos textos claves. Sobre todo va a ser el río, llama la atención la ausencia del mar, salvo excepciones: quizás Belgrano Rawson, algún cuento de Fogwill, de Brizuela. Excepciones en relación a la cantidad de obras que tematizan el río desde distintas perspectivas. Ya en El matadero aparece nombrado como una metáfora “Reventó de rabia el salvaje unitario -dijo uno. -Tenía un río de sangre en las venas”. Pero va a ser justamente en otro libro de la época, en el Facundo donde se retome esto. En realidad tanto Sarmiento como Alberdi van a ver en los ríos un modelo para la nación, futurista quizá porque no era un modelo presente, que intentaba imitar un modelo anglosajón. Ellos veían ahí un modelo de civilización, antagónico a lo que predominaba en ese momento que era la pampa, la geografía por excelencia dentro de toda la tradición del siglo XIX: el territorio de los caudillos, el territorio de Rosas, aquel al que no le gusta el agua, que conoce el pasto de cada estancia de la provincia de Buenos Aires por el sabor. En este modelo no solamente entraba el litoral, los que serían los ríos caudalosos del Este que desembocan en el Plata, sino incluso los ríos del Oeste: unir Cuyo con Buenos Aires a través de la construcción de canales.

Por otra parte también aparece el río en algunos autores, no como un modelo de organización social, ni como un espacio para navegar con vapores o cargueros como en Facundo sino como un obstáculo. No hay un Mark Twain de la literatura argentina en el siglo XIX. El río aparece como un obstáculo muchas veces en las campañas militares, algo de esto se puede rastrear en Mansilla, en Una excursión a los indios ranqueles, y también en la literatura militar, por ejemplo en las memorias del General Paz o del General Lamadrid. Paz por ejemplo le dedica unos pasajes muy interesantes a explicar cómo fue la batalla de Caaguazú, cómo se usaban estratégicamente los ríos. Urquiza, también en la invasión de Buenos Aires que va a desembocar en la batalla de Caseros explica que es una hazaña para la época el cruce del río Paraná.

También en el siglo XIX el río es representado como un lugar de escape, como un lugar que se cruza no como un obstáculo que debe resolverse técnicamente, sino como un lugar de fuga al Uruguay. Creo que Martín Kohan va a hablar un poco de esto como un tema recurrente que quizás se funda en Amalia de José Mármol.

El río como un campo de batalla se puede leer hacía finales del siglo XIX y principios del XX en muchos de los cuentos de Horacio Quiroga, en los Cuentos de la Selva, donde se combaten animales y hombres, la naturaleza contra la civilización. Recién quizás ya empezado el siglo XX aparece el río como un hábitat. Justamente cuando los ferrocarriles empiezan a cumplir el rol que la visión de los intelectuales liberales del siglo XIX habían asignado a los ríos, es donde paradójicamente se empieza a escribir el río: de alguna manera estar en el río es ser el río. Podríamos enumerar muchos poetas, cantautores, narradores a lo largo del siglo XX, por ejemplo Juan L. Ortiz. Decíamos, podríamos dividir en tres cuencas. Por un lado la más fértil, la más caudalosa, la del Este que tiene tantas obras, tanto poéticas como cinematográficas o narrativas. Los ríos del Oeste, esos ríos que aparecen y desaparecen tapados por el pasto. Una película que tematiza un poco esto es Historias Extraordinarias de Mariano Llinás. También hay un trabajo interesante que lo subimos a internet en la revista El interpretador de Aníbal Ford, quien junto a unos compañeros hizo una expedición por lo que era el río Curacó que volvía a tener agua después de una gran cantidad de años, retomando aquel viejo proyecto. Por último los ríos de ciudad, de los que Luis Gusmán va a contar algo. El Riachuelo por ejemplo, estos ríos que la ciudad ha envilecido y ha detenido. El río como la metáfora clásica del paso del tiempo, el Riachuelo un poco es una paradoja, como un reloj roto. Y después el mar, ¿dónde está el mar en la literatura argentina? Alfonsina Storni- si no me equivoco Aníbal va a hablar de eso- mira el mar, muere en el mar. Pero ¿quiénes navegan el mar dentro de la literatura argentina en comparación con los ríos? Hablando del agua también podríamos incluir otras cosas, difícil hablar de todo esto en una hora y media: la tormenta, la inundación y ahí me viene a la cabeza una figura relacionada con Bahía Blanca que es Ezequiel Martínez Estrada.

Aníbal Jarkowski: Buenas tardes, agradezco mucho la invitación a participar del festival. Estar en esta mesa me complicó un poco la vida, jamás se me había ocurrido pensar en el agua como referencia de los textos literarios. En realidad empecé al revés, empecé pensando en el fuego. En general se ve al fuego como algo amenazante para los libros, es casi el enemigo primordial de los libros, pero los que leemos libros también sabemos del peligro de que se nos mojen los libros, la posibilidad de no poder volver a leerlos nunca más. De manera que el agua también es un elemento amenazante que inutiliza los libros, el papel que se moja ya no va a permitir leerlos. Los que tenemos mudanzas en época de lluvia lo sabemos bien.

Lo que quería compartir con ustedes eran unos breves comentarios sobre qué representa el agua en la literatura, bajo la premisa de que no siempre representa lo mismo y eso me parecía importante. Hay usos variados, e incluso contradictorios, cuando un escritor decide incluir referencias al agua en aquello que relata. Por alguna razón yo recordé un poema de Alfonsina Storni y el comienzo de una novela. El poema de Alfonsina se llama Agua y el otro texto es el primer capítulo de la última novela inconclusa de Saer La grande, que transcurre bajo la lluvia. La continuidad de Saer y Alfonsina puede resultar inesperada, casi disparatada por las poéticas de cada uno, pero al mismo tiempo recordaba aquel cuento de Saer: “Sombras sobre un vidrio esmerilado” donde la protagonista va acompañando un poema, percibe lo que la rodea, y Saer se va de esta relación para citar algunos versos de Alfonsina, casi de un modo inusitado.

En el caso de Alfonsina el poema Agua es del año 1918 y apareció en el libro El dulce daño. Cuando uno lee ese libro en su orden original, el poema está antecedido por un poema que se llama Risas, donde el yo poético va caminando por el agua de un río con los pies desnudos bajo el sol, y el poema dice ”el agua es tan fresca/ tanto quema el sol”. Es un paisaje campestre, un paisaje natural donde el sol, el aire, el olor a la tierra, el agua provocan risa, provocan felicidad, provocan placer. Pero el poema siguiente que es el que yo quería comentar, que se llama Agua, es un poema trágico, dramático. Es muy breve y vale la pena que lo lea: «¡Agua, agua, agua! / Eso voy gritando por calles y plazas. / ¡Agua, agua, agua! // No quiero beberla, / no quiero tomarla, / no es la boca mía la que pide agua. // El alma de seca, de seca / se rasga. // Por eso me lanzo por calles y plazas / pidiendo a destajo: / ¡Agua, agua, agua! // Abridme las venas, / vertedles la clara corriente de un río. /¡Agua, agua, agua! »

Este poema al revés de Risas, se desarrolla en el espacio urbano. Lo que antes era risas ahora de golpe es dramatismo y tragedia, y lo que el yo poético confiesa es que en realidad su alma se deseca, se rasga. Es un poema que está dominado por las exclamaciones, casi todos los versos están entre signos de exclamación, de tal manera que para leerlo correctamente habría que levantar la voz dramáticamente. Hago una pausa para señalar que yo conocí este poema no originalmente en el libro de Alfonsina, sino en un sketch cómico, hace ya muchos años, en lo que se llamaba el Centro Parakultural. Humberto Tortonese, Batato Barea y Alejandro Urdapilleta hacían una parodia de una tertulia literaria. Leían algunos poemas, algunos muy disparatados, pero Tortonese leía este poema Agua, y remataba de una manera casi de Los tres chiflados: las otras dos mujeres le tiraban agua para que el tipo terminara de una vez de gritar agua, agua y agua. Pero antes de ese remate, Tortonese leía muy dramáticamente ese poema de Alfonsina, no muy conocido además, pero que estaba dominado por la exaltación, de manera que solamente un gran actor como él podía recitar ese poema como lo hacía. Esa exaltación que domina este poema – algo típico de Alfonsina- está contenida con una regularidad métrica y una regularidad estrófica: los versos en todo el poema son de seis o doce sílabas. Son cinco estrofas, las dos últimas son de tres versos y el verso de doce sílabas va cambiando de ubicación; y en el medio del poema hay una estrofa de dos versos que en realidad forman uno solo de doce sílabas. De tal manera que –algo que se ha dicho muchas veces de Alfonsina- coexisten por un lado su conservadurismo formal y al mismo tiempo su novedad en cuanto a sus contenidos, en cuanto al dramatismo, en cuanto a la expresividad de su poesía.

¿Pero por qué recordaba este poema, que fue bastante aleatorio? Yo venía pensando un poco cómo usa un escritor el agua, para que le sirve el agua en lo que escribe. En el caso de Alfonsina me interesaba que la referencia al agua fuera simbólica, esta mujer que pide que le abran las venas y le inviertan agua de alguna manera tiene un carácter simbólico. Eso hace del agua un elemento enigmático, no sabemos exactamente qué es esa agua. Pareciera que en el caso de Alfonsina el agua tiene la capacidad de devolver la vitalidad al alma, que la ha perdido, que está seca. Pero ¿qué agua puede ser esa que el poema reclama exaltadamente? Por supuesto lo que estamos en el caso de Alfonsina es en el caso del discurso poético, de tal manera que la dimensión simbólica de las palabras no nos llama la atención, nos resulta natural. El discurso poético nos tiene acostumbrados a lo impreciso, a lo incierto, a lo que debe mantenerse así porque cuando despejamos ese carácter simbólico y le atribuimos un sentido literal el poema se desvanece. Justamente eso es lo que nos ocurre con el poema de Alfonsina.

El segundo caso que me pareció contiguo al de Alfonsina, tiene que ver con el primer capítulo de la última novela de Juan José Saer, La grande, una novela inconclusa. Es un capítulo muy hermoso que transcurre bajo la lluvia. En realidad es un capítulo que narra algo muy sencillo: Mula, que es un corredor de vinos va caminando bajo la lluvia junto a Willy Gutiérrez, que lo citó para comprarle vinos pero que en realidad lo que le pide es que lo acompañe a visitar a un amigo, a Sergio Escalante, personaje que había aparecido muchos años atrás en Cicatrices.

Por supuesto estamos en la zona en que transcurren casi todos los relatos de Saer, acá estamos más precisamente en las afueras de Rincón. Mula tiene 29 años y Gutiérrez tiene el doble de esa edad, y Mula, como ese mismo día tiene que visitar otros clientes para venderles vino se había vestido con cierto cuidado. Tiene puesto una campera roja, debajo una camisa nueva, un chaleco de verano sin mangas blanco, pantalones recién planchados y mocasines brillantes. Lo que yo me preguntaba es para qué le sirve el agua a Saer en este comienzo de su novela, en este capítulo. A diferencia de lo que ocurría con Alfonsina, acá el agua no tiene ningún valor simbólico, sino que en realidad es estrictamente referencial. Quería plantearles para qué podría servir el agua para un novelista como Saer. En realidad el agua en este capítulo tiene varias funciones, pero todas están en función de construir un relato realista, por lo menos en el realismo según lo entiende Saer que es de una manera muy particular. En primer lugar, en este capítulo el agua caracteriza mejor el tiempo en el que transcurre el relato: es abril en Santa Fe, por lo tanto está lloviendo. En segundo lugar es un elemento que en este caso le permite desplegar uno de los procedimientos típicos de su literatura que es el de la descripción, porque en tanto llueve, durante esta caminata de los dos personajes, el agua va a dar brillos, va a dar reflejos muy particulares a ese paisaje de la zona. Para aquellos que conozcan fanáticamente la obra de Saer, por ahí es interesante compararla con el sol ardiente de febrero que aparece en Nadie nada nunca, que es un sol deslumbrante. La grande en cambio es una novela mucho más melancólica, transcurre en el mismo espacio de Rincón, pero se desplaza de febrero hacia abril y de verano al otoño. Entonces la descripción del paisaje va a ser muy diferente y yo diría que es uno de los desafíos que los escritores también se imponen: describir un paisaje diferente, un paisaje bajo la lluvia, dos personas que caminan bajo la lluvia. En tercer lugar la lluvia permite construir el personaje de Mula, que es el más joven y permite caracterizarlo de una manera muy económica, de una manera no psicologista, que rechaza la literatura de Saer. A mí me interesa pensar eso, cómo la lluvia compone al personaje, en qué sentido. Primero su pantalón está recién planchado, tiene los mocasines recién lustrados y entonces caminar bajo la lluvia no deja de preocuparlo, lo tiene nervioso, camina con preocupación porque la ropa se la va a mojar, la ropa se le va a arrugar, la ropa se le va a manchar con el barro provocado por la lluvia. La novela dice: “vacila con preocupación ante cada paso para saber dónde pondrá el pie”. Esa preocupación por la ropa por supuesto es inexistente en Gutiérrez, que es mayor que él. Gutiérrez avanza decidido, y el otro avanza incierto buscando en donde no pisar un charco para no mancharse la ropa. La preocupación por no mancharse la ropa dice mucho de este personaje joven, dice mucho de su trabajo: que tiene que presentarse de buena manera para atender a sus clientes, dice mucho de la edad de este personaje: su apego a la ropa como un accesorio para seducir mujeres y también de su ideología, la concentración que le exige la protección de sus mocasines y de sus pantalones habla de un apego casi burgués por el cuidado de su ropa. Todo el tiempo él es un personaje que tiene ráfagas de un pensamiento que quiere ser filosófico y esas ráfagas que quieren ser profundas son interceptadas por esta preocupación banal por el cuidado de la ropa.

Agregaría una cuarta función que tiene para Saer el agua en este capítulo, está un poco relacionada con la anterior, que es la de teñir de humorismo la escena. En realidad el humor es bastante más frecuente de lo que parece en la literatura de Saer, ya hay críticos que han trabajado  un poco esta cuestión. Quizás alguno de ustedes recuerda en Glosa el caso del matemático que cuando quiere cruzar la calle entre autos llevando un pantalón blanco y está muy preocupado por rozarse con la carrocería de los autos y que le manchen el pantalón. El matemático que se define como un hombre de izquierda de todos modos está tan preocupado por el cuidado de la ropa que uno vacila en confiar en sus verdaderas preocupaciones. El humor de Saer tiene un modo muy particular, es casi como un humor beckettiano, porque es un humor que transcurre sobre un fondo trágico, tanto en Glosa como en La grande. Pero justamente, caminar bajo la lluvia, donde uno camina con energía, con intensidad, donde el otro camina con temor, con preocupación de mancharse la ropa, nos devuelve de alguna manera a utilizar el agua para producir un efecto de comedia. Me imagino que ustedes al cruzar Alem bajo la lluvia se dividirán entre Mula y Gutiérrez, alguno irá preocupado por no mancharse la ropa y a algún otro no le importará de ninguna manera. Pero no deja de ser cómico ese efecto de una persona que camina con tanta preocupación por la ropa y aquel que va decidido porque tiene clase.

Cuando yo terminé de pensar estos dos usos, uno simbólico y el otro referencial del agua, me quedé contento, dije: “terminé”. Pero me di cuenta que en realidad había una alternativa a esos dos usos, y que yo tendría que haber considerado: es la presencia simultánea de los dos usos en un mismo texto. Entonces repasando un poco en la memoria recordé un texto muy conocido, que me gusta mucho recordar hoy porque su autor vivió muchos en Bahía Blanca, que es el cuento “La inundación” de Martínez Estrada.

Hago un pequeño rodeo. Por un lado las ficciones de Martínez Estrada muchas veces fueron leídas en clave alegórica, “La inundación” es un caso paradigmático, pero con otros cuentos ha ocurrido lo mismo. Esto tiene varias explicaciones, por un lado que los relatos de Martínez Estrada fueron muchas veces asociados con los de Kafka, quien también ha sido leído en clave alegórica. Esto también es muy discutible, casi es un amaneramiento hermenéutico. Algo que tiende metódicamente, ante cualquier texto a buscar un significado cifrado, una cifra que el lector debería desentrañar. Por otro lado fue muy común que los cuentos de Martínez Estrada fueran leídos como representaciones en otra clave de sus ensayos de interpretación de la realidad argentina. Esto también es altamente discutible. Yo hace algunos años tuve la alegría de estar en esta ciudad para el Congreso Internacional de la vida y la obra de Martínez Estrada, y presente un trabajo respecto de eso. Pero una lectura de “La inundación” en clave alegórica es ya un lugar común que los lectores podríamos dejar tomando más distancia y pensar los cuentos en sí mismos, no dependientes de sus ensayos.

Pero por un momento admitámoslo, muchos críticos lo han hecho, esa lluvia bíblica en “La inundación” que lleva a los pobladores de ese pueblo llamado General Estévez a refugiarse en una iglesia podría ser leída, y así se ha hecho, en función de fatalismos telúricos: la iglesia sería algo así como una representación de la nación, esa monumental construcción en medio de la pampa evoca aquella hipótesis de Martínez Estrada según la cual las ciudades argentinas y nuestra propia cultura en realidad son meros artificios, son simulacros, son espejismos vacíos que se le han impuesto a una realidad hostil, al modelo cultural que hemos desarrollado. Pero cuando uno lee con cuidado ese cuento hay elementos que perturban esa interpretación alegórica. Por ejemplo el caso de las marcas referenciales, hay muchas indicaciones espaciales. Dice: “Para edificar la iglesia, empezada cinco años antes, hubo de llevarse todo desde Buenos Aires: materiales y operarios”. Es decir que ya la hipótesis de que este pueblo representa a la nación tambalea un poco. El nombrar a Buenos Aires, el decir que te ahí vienen los materiales para construir debilita esa lectura en clave alegórica. Lo que en realidad pasa– por eso me resultaba interesante terminar de esta manera el comentario- es que la presencia del agua en el cuento de Estrada tanto evoca al símbolo, de igual forma que Alfonsina, como es una referencia realista, al igual que en la novela de Saer. Después de una gran sequía sobreviene una lluvia hiperbólica, hace desbordar al río Largo, anega la ciudad de Estévez, los campos. El final es un buen lugar para leer esa tensión entre las lecturas simbólicas que son las dominantes y las referenciales que son menores pero que a mí me interesan más. El cuento termina diciendo: “El cielo se adensó, seguramente porque caía la tarde, y en seguida, como cuando empezó, después de tres meses de sequía, la lluvia precipitaba sus gruesas gotas sobre los rostros levantados.”.

Así que parecería que todo vuelve a comenzar: va a seguir la lluvia, van a seguir inundados los campos, los habitantes del pueblo no van a poder volver a la ciudad y están condenados entonces por una especie de lluvia simbólica, fatal. Los hombres y las mujeres somos impotentes frente a una naturaleza despiadada y cuyas señales nos resultan indescifrables. Esta sería la dimensión simbólica. Pero yo creo que también se puede pensar el agua de manera referencial, que no simboliza otra cosa, que el agua es efectivamente agua, que la inundación es efectivamente inundación y que esa agua hiperbólica es la manifestación de un contraste propio del campo argentino: largas sequías y largas lluvias también. Los lectores de textos como Radiografía de la Pampa sabemos bien que la polaridad es para Estrada como una  forma de pensamiento, es una categoría ideológica que establece algún tipo de morfismo, de un lado o del otro. Con esa polaridad Martínez Estrada diseño paisajes y diagnosticó problemas de nuestra realidad. Yo diría que en el caso de la inundación esa polaridad si no desaparece por lo menos tambalea: en la presencia del agua no podemos decidir perfectamente si estamos frente a un símbolo o frente a una referencia directa a nuestra realidad.

Esas tres modalidades: simbólica, realista y ambigua, en tres textos de la literatura argentina totalmente desconectados- no sé como se conectaron en mi cabeza pero no están conectados en ningún sistema claro- nos dice algo de cómo los escritores pueden usar el agua, cuando refieren al agua en algún texto. Pero creo que también nos dice bastante respecto a las dimensiones que alcanza un signo verbal cuando ingresa a un texto. Y de alguna manera en este breve abanico que les quería comentar radica la potencia de la literatura, y de la referencia al agua en este caso particular.

Martín Kohan: Buenas tardes. Lo primero que quería comentar es la idea de que la literatura argentina no empieza con una violación, sino con una inundación. Estoy haciendo obviamente referencia a la conocida hipótesis de David Viñas en referencia a “El matadero” y la idea de que la literatura argentina empieza con una violación porque efectivamente parece haber una violación en “El matadero”, aunque yo tampoco lo veo tan seguro. Lo que sabemos es que al unitario lo desnudan y se dice “darle verga”, probablemente en una lectura del significante eso confluye en una violación. Pero en cualquier caso la violación si ocurre, ocurre en el final de cuento. Por lo tanto no es estrictamente el comienzo. El comienzo es la inundación, por lo tanto podríamos ajustar la idea, y necesariamente empobrecerla porque Viñas obviamente apostó a la fuerza que esa idea tenía. Pero lo cierto es que “El matadero” empieza con una inundación y por lo tanto podría decirse que la literatura argentina empieza con una inundación. Lo que a la vez va a dar una clave para el relato entero, y si se quiere también para la propia violación, en el sentido de que todo lo que va a ir pasando en el cuento está de alguna manera ya concentrado y anticipado en la inundación, es decir en la idea del desborde. El cuento está atravesado todo el tiempo por el peligro de eso que en lugar de ser contenido dentro de determinados límites, se puede salir de cauce, se puede desbordar, puede invadir. Es lo que por caso va a pasar con el toro que se suelta del lazo y amenaza con salirse del perímetro del matadero. Y en definitiva con la propia barbarie federal, o con la propia violencia popular federal que está todo el tiempo en el relato amenazando con desbordarse. De manera que aparece como una cifra literal, no como una metáfora de eso ni como un símbolo, sino al revés, como su expresión concreta, material y literal: hay un problema ahí y es el de la inundación. A partir de la inundación de “El matadero” (en los dos sentidos: el cuento y el espacio) se podría trazar un esbozo de lo que podría pasar en la fundación de la literatura argentina como posibles políticas del agua, en la medida en que a lo largo del cuento, y a partir y a propósito de la cuestión inicial de la inundación, se puede discernir a cada momento un juego entre el agua que corre y el agua que se estanca, una tensión que se va a ir jugando todo el tiempo a propósito de la posibilidad de que el agua fluya o a raíz de una inundación se quede quieta. Al quedarse quieta produce una forma de catástrofe en la política del agua que es la combinación de agua más pampa, es decir barro. El gran problema en ese sentido en “El matadero” es justamente el barro o aquello que se hace barro. El barro es el lugar donde alguien va a quedar frenado y por lo tanto puede ser alcanzado. Y el barro, como le pasa si no me acuerdo mal al inglés, es el piso sobre el que alguien va a patinarse o puede patinarse y caerse. O sea, el barro es el lugar de las desgracias, por estancarse o por patinar o por resbalar. También es la materia de la barbarie popular, uno de los momentos más intensos del relato es cuando los personajes del matadero se tiran bolas de barro unos a otros.

“El matadero” tiene otra forma de barro que ya no va a ser estrictamente de agua, sino la combinación de sangre y tierra, por ejemplo cuando se produce el degüello de niño, la sangre con la tierra también da como resultado el barro. Yo diría que a propósito de la relación sangre y agua, “El matadero” permitiría distinguir por lo menos tres posibilidades. La primera es la de que la sangre funcione como la propia inundación, es decir que se mezcle con la tierra y produzca más barro, el barro de la sangre con la tierra. La segunda es la posibilidad de que corra el agua y limpie la sangre, que parecería ser una apuesta de Echeverría en “El matadero” que en algún momento especula con esa posibilidad, hay un canal por el que va a correr agua y eso va a permitir que la sangre se limpie. Y la tercera variante que es la más terrible, la que mencionaba Juan Diego, que es la del final: la sangre como río, que la sangre corra como si fuese agua.

Sabemos que es un texto escrito alrededor de 1840 y por lo tanto entra en clara sintonía con lo que en 1845 aparece en Facundo de Sarmiento. Es decir, un contraste posible, otra forma de redistribuir la relación entre pampa y agua, o entre pampa y río, que es el contraste consabido en Sarmiento de la pampa como el lugar de la inmovilidad y la fijeza y del determinismo y de alguna manera como la antihistoria, de lo que se queda quieto y se impone como fatalidad, como inexorable, como lo que no admite ser transformado; en contraste con los ríos y con la insistencia de Sarmiento en la necesidad de navegar los ríos. Lo que suponía además de un propósito estrictamente comercial y de progreso en un sentido íntegro, también expresa una especie de sensibilidad heracliteana. Apostar al fluir de los ríos frente a la fijeza de la pampa era justamente apostar por la posibilidad del progreso, del transcurso, de la evolución, del cambio, es decir de la propia historia. Por lo tanto la apuesta por el agua en Sarmiento va a tener que ver con eso, pero como decía Juan Diego en un principio, eso remite básicamente a los ríos y no al mar. En ese punto es interesante, y también clásica, la observación de Adolfo Prieto analizando la literatura argentina del siglo XIX en este juego entre ríos y pampa, que la figuración del mar se ha desplazado metafóricamente a las descripciones de la pampa. Quizás el mar se escabulle, precisamente en su carácter referencial y se desplaza a un modo de figuración. Diversos escritores de la literatura argentina del siglo XIX describen la pampa a partir de sus lecturas de viajeros ingleses, por lo tanto a la hora de la descripción la describen como si fuese el mar. Por ende se podría pensar que el mar empieza negado como referente y convertido en figura retórica. Eso no significa que sea un símbolo, es una herramienta para una figuración, no es símbolo de otra cosa, es símbolo de la pampa.

Si consideramos que esos son posibles puntos de partida en el siglo XIX tal vez se podría avanzar en la consideración acerca del mar. Estamos en Bahía Blanca que además yo también puedo pensarla como una ciudad que ha desistido del mar: pudiendo estar sobre el mar – en uno de sus tantos gestos Bartleby- preferiría no tener mar. Así como prefirió no ver al Papa, no ir a ver a Luis Miguel, no ir a ver a Los Ramones y tantas formas de la declinación, también declino el mar. Lo cual es un gran gesto que entraría en sintonía con el punto de partida que planteaba Incardona en cuanto a que la literatura argentina también parecería estar declinando el mar, quizás como un síndrome Alfonsina: pensando que al mar uno va para morir, entonces, a menos que uno quiera morir, mejor no meterse. El mar funcionaría como un límite, ante el cual es posible pararse, pero meterse en el mar es ir al lugar donde uno se va a perder o se va a morir. Raramente aparece, por eso elegí pensar algunos casos en los que aparece justamente como límite y no como un desafío posible al nado o a la navegación o al placer. Los casos que encontré y que pensé son tres, corriéndome ahora a una literatura argentina más actual. El primero es un cuento de Marcelo Cohen, que se llama “La ilusión monarca” que está en el libro El fin de lo mismo de 1992. Tiene algo kafkiano en su cuento, porque es la idea de una cárcel abierta, abierta y tremendamente cerrada a la vez. Los presos de esa cárcel en un momento descubren que las puertas no están cerradas y que pueden salir. Obviamente entonces salen, pero el lugar al que salen es una playa, y como el lugar al que pueden salir es una playa, lo que les marca el borde y la frontera y el encierro es el propio mar. Porque a lo largo del cuento, y de manera insistente, no pueden dejar de pensar en el mar como el lugar que no pueden trasponer y no el lugar sobre el que podrían avanzar y al que podrían aventurarse. Dice por ejemplo, en algunas de sus frases Marcelo Cohen: “mientras se lavan empiezan a comprender que, además de un límite, el mar es una posibilidad”. Ahí tenemos un atisbo. Pero también podría escaparse al mar y no solo verlo como lo que impide escapar: “con el mar lo único que quieren es ponernos nerviosos”. Esto me recuerda a mi papá que se ponía muy nervioso con el mar, por el ruido. “Piensa que el mar es como la cárcel” La idea contraria, no solo no es el elemento de liberación sino que es justamente lo que los encierra. “Lo ponen acá porque al lado del mar la mente se pone loca”, “el mar es como un retardado mental, dan ganas de romperse la cabeza”, “el mar es un anzuelo”. Esa es la sospecha que empiezan a tener: que en realidad los tientan con que se metan al mar porque ahí van a morir, y efectivamente el cuento va avanzando en esa dirección. Hay uno que se decide y se mete en el mar y no necesariamente como experiencia de fuga o de liberación, sino al revés, como la idea de haber caído en la trampa.

El segundo ejemplo que pensé de un síndrome Alfonsina, del mar como un lugar en el que no hay que meterse aunque uno esté en el borde es un libro de Alan Pauls, que se llama La vida descalzo. Hay un libro de María Moreno también y que como todo en la Argentina nace con un impulso vital muy enérgico y duró muy poco y languideció y los lectores nos perdimos más libros posibles. Llegó a salir uno, este, La vida descalzo de Alan Pauls que es sobre la playa. Es todo un libro dedicado a la playa, pero además escrito en clave autobiográfica, escrito en clave de las propias experiencias, de modo tal que son unas cuantas páginas de vivencias en la playa donde el mar no se toca. Es un raro caso de un libro sobre la playa escrito por un hidrofóbico en algún sentido. Porque además es fanático de la playa y lo declara en el libro, no es alguien a quien han llevado a un lugar donde no quería ir, es absolutamente fanático de la playa pero no del mar. La playa es arena y el libro transcurre secamente en la arena y en el cine de la localidad a la que van. La oscilación es a veces en el cine, a veces en la arena y en el mar una sola vez. Pero porque se les vuela la pelota y se les va al agua, entonces se tienen que meter a buscarla y es una situación narrada en clave de humillación. La pelota se le va, no la pueden alcanzar, cuando vuelven se ven definitivamente ridículos. El mar es, primero el lugar del accidente, al cual se llega solo por accidente, y cuando se sale lo único que se obtiene es burla, ni placer ni aventura. Me parece un ejemplo muy claro de esta idea, de la posibilidad de narrar la orilla del mar pero sin el mar, la supresión del mar.

El tercer ejemplo en el que pensé tiene que ver con otro escritor actual que es Juan José Becerra, que ha escrito cuatro novelas y en las cuatro aparece un tipo que decide dejar todo e irse. Es decir una fantasía muy intensa y muy razonable para todas las personas a las que nos va mal, pero en el primero de sus libros que es Santo de 1994 esa fantasía de abandonar todo y partir lo arroja al mar. Porque la última novela de Becerra que se llama Toda la verdad va para el otro lado, va para la pampa, hace la opción ceca. Pero la novela termina diciendo: “Acaba de enfilar decidido hacia el mar. Como no tiene experiencia no teme. Lo cierto es que no sabe nadar, su cuerpo va y viene siguiendo el movimiento general de un mundo al que Santo no pertenece porque no tiene branquias”. Con lo que es evidente otra vez que es como Alfonsina: sin habérselo propuesto exactamente va a entrar al mar solamente para ahogarse y solamente para morir.

Una última referencia antes de ceder la palabra que se agrega a estas tres formas de rehusarse al mar, de quedarse al borde del mar o avanzar solo para morir, que es la literatura sobre Malvinas. No volví a revisar todo pero tengo la firme impresión de que el imaginario narrativo de la guerra de Malvinas (que ha sido muy contada en la literatura argentina empezando por Los Pichiciegos de Fogwill, Las islas de Carlos Gamberro, El desertor de Marcelo Eckhardt, Una puta mierda, la novela de Patricio Pron) tiende a la guerra como espacio de trinchera y al bombardeo aéreo. Básicamente la situación a narrar, si yo no estoy recordando mal, es la tierra y muy concretamente está metido en la turba, como una variante de las novelas de la tierra, están metidos en la tierra y es un juego entre tierra y aire todo el tiempo, entre los aviones van a bombardear y estar metidos dentro de la trinchera. Y el agua es en todo caso la inundación: se les inundan las trincheras. ¡Qué poco mar aparece, hasta que punto la guerra marítima aparece poco en las ficciones literarias! En Las islas de Carlos Gamerro hay una escena acuática  pero no es de Malvinas sino de una parodia de Malvinas que es cuando van a celebrar la conquista de las islas con una toma simbólica de la isla que hay de los lagos de Palermo en Buenos Aires, entonces en realidad la única expedición acuática y la única aventura acuática es en ese lago que además es artificial. Pero acaba de aparecer, en este mes una novela sobre Malvinas que se llama Trasfondo y que escribió Patricia Ratto, que rompería esta serie porque hace entrar en la literatura argentina y en las literatura de Malvinas la guerra marítima por fin. Pero como guerra submarina, es la historia de un submarino narrada desde dentro del submarino. Una historia totalmente disparatada que yo leí todo el tiempo en clave de disparate y absurdo y de historia fantástica y luego supe que era todo verdad. Lo cual revela que la verdad de esa guerra es el absurdo, el disparate y lo fantástico. En un sentido uno diría que por fin aparece el mar y al mismo tiempo no, porque si algo no se ve en la novela es justamente el mar. Están metidos en el mar, están adentro del mar pero nunca ven el mar, por lo tanto raramente viene a ser otra variante de la eliminación literaria: están tan en el mar que al mar no lo ven y en todo caso pone la guerra bajo otra formulación que sería: nos tapó el agua. Este no deja de ser el último libro de la literatura argentina que yo he leído y que nos vuelve a remitir a la fundación de “El matadero“ que empieza diciendo eso. Nos tapó el agua.

Luis Gusmán: Buenas tardes. Generalmente cuando vengo a estos lugares es como una película de Hitchcock: soy el hombre equivocado. Primero mi oficio es más bien el silencio, no hablar tanto. La consigna de políticas del agua parece que llevara todo el tiempo a las aguas de la política que son bastante revueltas. Hablamos de la violencia federal de “El matadero” y seguramente habría que hablar de la violencia unitaria de “El matadero” cuando compara todas las negras y las mulatas con manadas de moscas. De ahí evidentemente fuimos a Malvinas, pareciera ser que ni bien se empieza a hablar de agua las cosas se ponen revueltas.

Yo preparé otra cosa que no tiene tanto que ver con la actualidad ni con la literatura argentina, me amparo siempre en Borges cuando en “El escritor argentino y la tradición” dice que pensaba en la 9 de Julio pero escribía de Tolón, es decir que piensa en cómo escapar a esta territorialidad, al color local.

En la historia de la literatura los ríos me parece que tienen su propia historia: desde la Divina Comedia hay tres ríos: el río del Infierno, el del Cielo y el del Purgatorio. Es posible que Mark Twain y Faulkner se disputen el Mississippi. Los personajes de Kafka se rajan a Moldava y en La lengua absuelta Canetti a orillas del Danubio hablan cuatro lenguas: turco, ladino, hebreo y alemán. Sin embargo me parece que es inevitable detenerse en un libro como es el de Claudio Magrís, El Danubio. Porque el libro de Magrís más que la historia de un río cuenta la historia de Europa a partir de la historia de un río. En el comienzo de su libro, Magrís se detiene en una placa de la fuente del río Berg donde figuraba una adaptación que indica que en ese lugar nació el brazo de Danubio. Tema que a pesar de  la declaración lapidaria (dice Magrís: “aquí nació el brazo del Danubio”) no impide que la discusión sobre el origen del Danubio sea una discusión eterna. Lo cual nos plantea una pregunta: ¿dónde nace un río? ¿Dónde muere? No creo que sea la geografía la que pueda responder a esta pregunta, posiblemente en el mito o en la literatura de viaje encontremos otra. En su comentario Magrís dice que encontraron otra vertiente del Danubio, dice: “basta recordar las épocas para las cuales el Danubio tenía una fuente tan desconocida  como el Nilo, en cuyas aguas por otra parte se confunde y se refleja, sino in res, o sea en cosa, por lo menos in verbis, por las comparaciones y paralelismos”. O sea que es posible que un río siempre sea in verbis, que la fuente sea la lengua.

Es en ese libro que Magrís habla de Rustschuk, la ciudad a orillas del Danubio donde nació Canetti. Él dice: “es casi impensable pensarle a ese río alguna construcción que no fuera un castillo” y Magrís lo cita a Canetti que dice que cuando viaja a lo largo del Danubio decía “íbamos a Europa”, como si ellos no pertenecieran a Europa, a pesar de que la ciudad donde vivía Canetti era una pequeña Viena. Pero eso era para Magrís, no para Canetti.

El otro día leía unas cosas de Piglia donde decía  el Támesis es de Marlowe y de ahí iba a El corazón de las tinieblas. Eso quizás pasa desde que nos hicimos ingleses y americanos. En mi juventud, los escritores de mi generación éramos un poco rusos. El río Neva se lo disputaban Gogol, Dostoievski y hasta Pushkin. Sin embargo creo que también el Neva era un poco nuestro.

Entre nosotros Borges habla de un espacio imaginario donde un oscuro río pierde el nombre. Pero si un río es in verbis, es verosímil que se vuelva oscuro donde pierda su nombre. Después está Mallea, La ciudad junto al río inmóvil. Quiroga es el dueño del río porque sus historias, sus moralejas transcurren en el río mismo. Quizás con Conti y con Miguel Briante con ese libro Hombre en la orilla empieza a pasar otra cosa, no lo que pasa en el río, sino lo que sucede al costado del río, los caminos paralelos que permiten la metáfora de río como fluir de la vida y el tiempo. Basta recordar el título del libro de Thomas Wolfe, Del tiempo y del río.

Tomemos las dos llaves del Ulises, por lo menos para un crítico como Harry Levin que nos da esas llaves para abrirlo: el mapa y el mito. Yo creo que estos dos elementos confluyen en la figura del río. Finalmente al Ulises se lo ha considerado como una novela río, como un fluir de la conciencia, como el fluir de la memoria, pero creo que en esta ocasión el quiasmo es posible. Podemos decir río de la novela en el sentido de la materialidad lingüística que el río Liffey adquiere en Finnegans. Joyce tenía la fantasía de que Finnegans Wake fuese leído en cualquier lengua. Le escribe a su editora sobre el destino del libro y nombra 152 ríos donde aparecen el Pilcomayo y el Río de la Plata. El río Liffey no es un símbolo, es una reserva textual, es una zona desterritorializada, el río debe quedar siempre libre para ser usado como una metáfora poética que le permita todas las comparaciones, las analogías, las locaciones de palabras, de las aguas liffeantes como dice él, hasta transformarlas finalmente y reducirlas a un apocope. Por lo que dicen los anales de Irlanda el río se heló tres veces: en 1338, 1739 y 1768, y una vez se secó dos minutos. Joyce cuando le escribe a su editora se angustia. Es porque el río debe fluir constantemente. Además Joyce pensó que si le agregaba 152 ríos conservaba la posibilidad de todos los ríos y de todos los dialectos. Si el Liffey sigue fluyendo es porque su analogía es natural y fundante y permite todos los artificios fónicos y gráficos de la letra. Es un río retórico, posibilita la rima, la aliteración, la onomatopeya, los anagramas. Es un río nocturno, es el río de los sueños. Eso lo dice Joyce, la convención onírica le permite una libre asociación de ideas y una distorsión sistemática del idioma.

En mi literatura hice un río detenido estancado, quieto, innavegable. Sin embargo casi de manera contradictoria el título de uno de mis libros, Lo más oscuro del río, que lleva un epígrafe de Joyce. Es un intento de subordinar las palabras al ritmo del agua, se trata del cadáver de una escritura, de algo que se pudre. Pero lo más oscuro no se reduce a un color negro petróleo, sino que es una metáfora espacial, conduce a algo más profundo, donde un oscuro río pierde el nombre. Sin embargo, leyendo este río podría tener  cuatro nombres: trágico, épico, misterioso, mítico. Trágico: este río, el Riachuelo, que catorce años antes de mi nacimiento llevaba en sí una tragedia: el tranvía que cruzaba el puente Bosch se había caído al Riachuelo. Era un día de niebla y el puente se abrió para dar paso a un remolcador, que se llamaba nada menos que Itaca y el tranvía, que era de la Compañía eléctrica del Sur, se precipitó en el agua. Solo se salvaron cuatro personas. La tragedia había pasado en 1930, pero fue en 1950 cuando tuve conciencia de que atravesaba ese puente mientras todavía esos cadáveres flotaban en la memoria de los relatos de los padres y abuelos, sus advertencias, sus rezos, sus voces cruzaban con nosotros. Los niños nos acompañaban lo que duraba la travesía del puente. Desde el agua nos acechaba una película en blanco y negro con Tita Merello y Mario Fortuna que narraba la tragedia con la misma neblina que aquel día. Pasó en mi barrio, me acompañaba en su misterio, su coincidencia. Decíamos el tranvía por esa rara costumbre que tenemos de asimilar la tragedia a una sola causa, como si no pudiera pasar con un colectivo, pero pasó y pasó en mi barrio.

Épico: su carácter épico se ejemplifica en el epígrafe que figura en mi novela Tennessee que cuenta la historia que pasa al borde del Riachuelo en un club de remo llamado Regata. Dos pesistas que quieren recuperar la dignidad perdida y un deporte anacrónico, inexistente como ese río o apenas la sombra de lo que fue. El mencionado epígrafe pertenece para mi a un gran poeta Derek Walcott, “en este, un pequeño río, en algún lugar del mundo, no importa donde, la victoria estuvo a la vista” Pero ese epígrafe se transformó a lo largo del río, a lo largo de la novela, quizás en otro más real, más borgiano. Lo que comenzó siendo una gesta, terminó con una sórdida historia policial. Quizás entre estos dos epígrafes se cuenta la historia de este río: al costado fábricas abandonadas que parecen esqueletos brillando de forma extraña, en la misma villa un amontonamiento como si toda esa gente desocupada hubiera quedado atrapada en la villa. El río peronista del 17 de octubre, cuando los obreros tuvieron que cruzarlo a nado o en bote, cuando la política represiva consistía en cortar el puente. La ciudad quedaba partida en dos. El puente no solo dividía la provincia de la capital, sino las clases sociales. De este lado del río los cabecitas negras, del otro lado los gorilas. Había que cruzar el río, ir a la isla Maciel, al Dock Sud. El viaje en bote no tenía por barquero a Caronte, pero quién sabe, era el misterio del sexo, era el viaje iniciático a través del río, cuando ya llevábamos el dinero en las medias por miedo a ser robados. ¿Pero ese era el miedo o el miedo era la iniciación? ¿Y más de una vez no soñábamos con ser robados para no enfrentarnos con el misterio y poder volver victoriosos sin tener que esconder nuestra vergüenza en lo más oscuro del río?

Mítico porque los años fueron agregando leyendas, aumentando las personas que habían sobrevivido, la cantidad inaudita que por alguna razón ese día no había tomado el tranvía de las seis de la mañana. Como si a esa hora y en un solo tranvía pudiera viajar tanta gente: un tranvía completo de obreros. Porque también con los años y la distancia de aquel 17 de octubre en Avellaneda se fueron agregando relatos de héroes y traidores. Es el río mítico que en algunos cuentos le invento una circulación de barcos durante la Segunda Guerra Mundial o en la actualidad cuatro personajes conradianos que lo navegan en lancha. Un río al que se le atribuye el tráfico de drogas y contrabando, un río que está siempre por ser purificado como si solamente se tratara de un problema químico o bacteriológico. Quizás, como solía suceder en las tragedias, se ha transformado en un río de la peste, quizás el espíritu del río es el que esta podrido, porque aquella victoria que alguna vez estuvo a la vista siempre está amenazada, siempre se pierde.

 

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