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Cenizas

Qué se puede escribir cuando no se puede escribir.

Por Virginia Cosin.

Hace horas que doy vueltas como un trompo. Estoy al borde del dead line (pienso en un condenado caminando por el pasillo que lo lleva a la guillotina: arrastra los pies, la cabeza ya empezó a separarse del cuerpo) Obligada a escribir. Estoy Pizarnikeana. Acotada. (¿Acortada?). Hamleteana. Antes de sacar el capuchón de la lapicera, el recipiente mental se llena de palabras, pero se amontonan sin la forma lineal que adoptarán cuando la tinta se despliegue a lo largo de la página. (Si, a veces empiezo por escribir a mano, en un cuaderno y con pluma).

 

Es domingo, está nublado. Me digo a mí misma que debería salir a dar una vuelta y, quizás así, despejarme un poco. Como, tomo, fumo. Quisiera poder dormirme y soñar, rescatar alguna imagen del inconsciente. Pero hace días que no duermo. La vigilia es como una celda que hay que compartir con un grupo de estafadores. Ya ensayé varios comienzos, pero no consigo acceder a ninguna verdad. Todo lo que digo es mentira y de pronto estoy demasiado preocupada por lo que puedan decir de mí.

Me levanto y voy hacia la biblioteca, con la esperanza de encontrar alguna lectura que me rescate del inminente panic –attak. En la calle, los vecinos de enfrente hablan a los gritos mientras toman una botella de cerveza detrás de otra. Saco libros y los abro, pero los vuelvo a cerrar comenzada la primera oración, como si fuera el queso de una trampa para ratones.

Todo me dispara en otras direcciones, una palabra, un sonido, el sabor de estos cereales que hacen crunch crunch cuando mastico (¿cuánta azúcar tendrán, Dios mío?). Abro documentos de Word intentando rescatar algo que haya escrito tiempo atrás y me sirva para reciclar, o autoplagiarme. Nada. No me creo nada. Están escritas en agua. El lenguaje es una construcción artificial, todo sabe a rancio, a usado, a reciclado.

Sobre mi mesa de trabajo (me gusta decir “mesa de trabajo” pero es la mesa de comer en la que, eventualmente, trabajo) hay más libros apilados. El diario de Virginia Woolf y De Kafka a Kafka, de Maurice Blanchot, al que vuelvo siempre, como un devoto a su libro sagrado (Pero no voy a citar. Hoy me niego a recurrir al bastón o la silla de ruedas).

Después corro al espejo y paso un tiempo largo frente a esa imagen de cuerpo entero, para recordar que no soy como creía, sino un poco más vieja, o más joven (Depende).

Son extrañas estas pausas largas con el cursor titlando (porque hay una elipsis: estoy sentada otra vez y ya no escribo a mano, la pantalla es el espejo y la imagen que busco de mí misma es esto que escribo o que no escribo). Estoy rodeada por bibliotecas, rascacielos construidos con ladrillos de prestigio. ¿Qué más podría decir, salvo lo que solo me interesa a mí?

Esta libertad de viajar a la luna o a épocas remotas, de ser perro o pájaro u hombre o hermafrodita, de enamorarme o de convertirme en piedra o de disolverme o explotar en forma de hongo y arrasar con la humanidad toda y volver a crear un mundo con otras leyes e inventar una lengua nueva, esa libertad, es tan parecida al desamparo, que agarraría a Adán del cogote, y le pediría explicaciones.

 

Cuesta. Tiene un costo. Pero hoy no quiero escribir nada que se parezca a una certeza. Ninguna historia con principio, nudo o fin. Nada que implique recordar o abrir paquetes viejos o restituir restos. Hoy quiero esparcir cenizas. Estoy así.

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