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Nada más que la verdad

¿Hasta dónde ir, cuánto contar, qué secretos propios o ajenos revelar para lograr que un texto brille y esté vivo? El escritor y su universo de experiencias y venganzas.

Por Virginia Cosin.

«Bueno, Nathan, no puede decirse que te hayas dejado nada en el tintero», le reprocha el padre de Nathan Zuckerman a su hijo, en la novela de Philip Roth La visita al maestro. Nathan es un joven escritor que publicó solamente un cuento en una revista universitaria. Un cuento lo suficientemente bueno como para llamar la atención del mundillo académico y, mejor aún, como para ser recibido como huésped en la casa del eminentísimo y consagrado escritor E. I. Lonoff, autor de títulos tales como “La vida es un fastidio”, entre muchos otros. Después de tomar el té, de conversar sobre literatura y de conocer a su joven secretaria, Zuckerman se queda solo en el estudio del maestro donde curiosea, no sin culpa, los papeles en los que ha tomado notas para la novela en la que su anfitrión está trabajando. Después se recuesta y comienza a recordar.

 

En el texto del recuerdo Nathan visita a su padre –su padre biológico, si tenemos en cuenta que Lonnoff también es como un padre, aunque simbólico– que lo recibe con el pecho inflado de orgullo, porque sabe que su hijo está asomando la nariz al mundo del éxito (tal es así que en la siguiente novela, Zuckerman desencadenado, Nathan ya tiene cuarenta años y no puede caminar por la calle de tan famoso que es gracias al personaje de su última novela, Karnovsky. Algo muy parecido a lo que le pasó al mismísimo Philip Roth después de publicar su controversial novela El mal de Portnoy). La cuestión es que Nathan todavía es apenas conocido y le da al padre un cuento inédito en el que narra un episodio familiar donde nadie queda muy bien parado. El padre le reprocha su mirada inclemente, le pregunta por qué, de todo lo que hay para contar, con todos los personajes cándidos y queribles que hay en la familia, Nathan elige un episodio desagradable donde la codicia de sus personajes se reflejan en cada párrafo. No es que el padre niegue que el episodio ocurrió y que quienes lo protagonizaron eran pérfidos y mal intencionados, pero, lo interroga: «¿Eres plenamente consciente de lo que un relato como el tuyo, cuando se publique, va a significar para la gente que nos conoce?» Unos segundos después, el autobús que Nathan está esperando llega y él se sube, sin responder. Y si no responde no es porque el padre esté del todo equivocado, sino porque tal vez tenga que admitir que sí, lo sabe, y aún así cree que ese cuento tiene todo el derecho de existir, precisamente porque es verdadero.

Los que no tenemos mucha imaginación a la hora de inventar historias, tramas, intrigas y personajes, nos vemos tan obligados a recurrir al álbum personal de recuerdos y a extraer y ensamblar sus materiales para crear algo nuevo, como a hacernos preguntas, cual doctores Frankesteins, frente al cuerpo de su amada criatura: ¿hasta dónde ir, cuánto contar, qué secretos propios o ajenos revelar para lograr que un texto brille y esté vivo?

Una vez, no hace mucho, mi madre me reprochó que siempre que “aparece” en mis textos aparece como “la bruja” y cada vez que alguien que conozco lee mi breve y hasta ahora única novela publicada, me veo en la obligación de aclararles que “esa no soy yo”. Esa no soy yo y esa madre no es mi madre, del mismo modo que Roth no es Zuckerman, y que Zuckerman no es Karnovsky, ni la pipa de Magritte es una pipa. La aclaración suele ser desestimada.

En Elizabeth Costello, la escritora australiana cuyo nombre da el título a la novela de J. M. Coetzee viaja a Pensilvania para recibir un importante premio y da una serie de conferencias y entrevistas en radio y televisión. En una de esas entrevistas, lo primero que le preguntan es si su novela está basada en sus años de juventud. Elizabeth Costello responde: «Por supuesto todo el tiempo tomamos cosas de nuestra vida, son nuestra fuente principal, en cierta manera, la única. Pero no, Fuego y hielo no es una autobiografía. Es una obra de ficción, una invención.» Fuego y Hielo es una novela que, en realidad, no existe, porque es la obra de una escritora que no existe más que en las páginas de la novela que lleva por título su nombre. Y su autor, J. M. Coetzee, nos invita desde las primeras páginas a recorrer las bambalinas de su artificio mostrándonos la tramoya, lo cual nos puede llevar a pensar que es un hábil recurso para ocultar mejor –el viejo truco de la carta robada– cuánto de su propia vida y de sus opiniones hay en la biografía y las disertaciones de su personaje.

Y si no puedes con tus enemigos, únete a ellos. Después de negar una y mil veces que los personajes neuróticos, hipocondríacos y conflictuados apenas tenían algo que ver con él, Woody Allen estrena, en 1997, “Deconstructing Harry”, una película en la que él mismo interpreta a Harry, un escritor cínico y melancólico que le dice a su psicoanalista: «No me importaba el mundo real, solo quería escribir, me importaba el mundo de la ficción». Pero para vivir en y de el mundo de la ficción, tiene que vampirizar su vida real. En la segunda escena de la película, Lucy –la siempre genial Judy Davis– irrumpe en la casa de Harry hecha una furia. Al instante comprendemos que es la mujer en quien Harry se inspiró para escribir la versión graciosa –interpretada por Julia Louis Dreyfus– de un episodio real. «¿Cómo pudiste hacerlo? ¿No sabías lo que pasaría? Sabías. Pero no te importó. ¿Cómo pudiste escribir ese libro? ¿Tan egoísta sos? ¿Sos tan egocéntrico que no te importa a quién destruís? Contaste toda la historia, con todos los detalles. Me delataste con mi hermana. (Llora)» Lucy lo apunta con un arma y amenaza con matarlo, pero Harry empieza a contarle otra historia, una ficción inspirada en un episodio de su juventud. Pasado el mal trago, los dos se relajan y terminan riendo. «Entonces su historia le salva la vida», le dice más tarde su psicoanalista. Es que Harry, me atrevo a aventurar, como muchos otros escritores, no vive para contar, sino que cuenta para vivir.

Los personajes principales de los cuentos de una de las merecedoras más plausibles del premio Nobel, la canadiense Alice Munro, son siempre mujeres, todas han sido criadas en granjas, han sido pobres, muchas de ellas tienen madre y padre protestantes, exigentes y algo duros pero amorosos, en sus relatos el trabajo doméstico es un tema y la vocación que rompe con el mandato, otro y por lo general hay una tía dando vueltas. Pero la narradora nunca es la misma, porque la materia con la que trabaja Alice Munro no es la materia rígida de de la historia petrificada sino la de la memoria; fluida, escurridiza y vaporosa, que adopta la forma de lo que nombra. ¿Se puede decir de un recuerdo que es verdadero? ¿O acaso el recuerdo, cualquier recuerdo, no es ya una pieza de ficción? Eso es lo que se pregunta la protagonista del cuento “Los muebles de la familia” (En Odio, Amistad, Noviazgo, Matrimonio), una escritora que toma para elaborar un relato, el recuerdo traumático que una tía le cuenta sobre su propia infancia. En una de esas magistrales piruetas narrativas tan de Alice Munro, que cuando teje una trama lo hace con finísimas agujas de crochet, en el recuerdo del recuerdo del recuerdo, su padre le hace saber que la tía sobre la que escribió el cuento está molesta con ella.

Al principio ni se me ocurrió que podría haberla molestado. Mi padre tuvo que recordarme el cuento, publicado hacía unos cuantos años, y a mí me sorprendió y hasta me impacientó y me enfadó un poco la idea de que Alfrida impugnara algo que ahora parecía tener tan poca relación con ella.
–No era Alfrida en absoluto –le expliqué a mi padre– Lo cambié todo. Ni siquiera pensaba en ella. Era un personaje. Cualquiera podía darse cuenta.

Una vez, hace unos años, tuve una “cita a ciegas” con un hombre. Fuimos a tomar algo y esa misma noche fuimos a mi casa. La pasamos bien, el hombre resultó estar casado y para los dos quedó bastante claro que se trataba de algo que no se iba a repetir. Unos días después, gracias a la perversión de las redes sociales, llegué a un blog en el que mi amante pasajero –también escritor– relataba con pelos y señales el encuentro, detalles íntimos incluidos. Era la primera vez que yo, que había usufructuado de todas las formas de la experiencia posibles para mis propios relatos, me veía transformada en un personaje. Por un momento oscilé entre odiarlo y ofenderme o reírme. Si lo odiaba y me ofendía, no habría sido por mi virtud mancillada o porque su mirada sobre mí fuera desagradable –no lo era– sino porque, precisamente, Esa-No-Era-Yo. El haber “inspirado” un relato me convertía en cáscara, en deshecho. Pero elegí reírme y ahora el escritor y yo somos muy buenos amigos y ésta, mi pequeña venganza.

A fin de cuentas, como dice Henry James en la cita que Zuckerman encuentra en el escritorio de E. I. Lonnoff: «Trabajamos en la oscuridad. Hacemos lo que podemos. Damos lo que tenemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra tarea. El resto es la locura del arte.»

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