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Ofelia encadenada

El amor y el destino, dos demonios shakespeareanos.

Por Virginia Cosin.

La imagen más difundida de la Ofelia de Hamlet es la que pintó John Everett Millais. Reproducida hasta el cansancio, es ya casi un póster de culto. En el cuadro, Ofelia está muerta. Flota en el río con la boca y los ojos abiertos. Las flores que recogió mientras desvariaba, al borde del agua, flotan rozando su cuerpo, como si las hubiera soltado apenas unos segundos antes. Quizás lo más perturbador de la pintura, aquello que la hace eterna y popular, es que ahí el artista atrapa el instante preciso de la muerte. Nos convierte en testigos y cómplices.

 

Shakespeare nada dice, nada explica: no sabemos si Ofelia se mata o resbala, si se trata de una decisión o un accidente, si se vuelve loca o se hace la loca, como el payaso de Hamlet, que llora la muerte de su padre --bien que lo querías muerto, bien que querías a tu mamá para vos solo-- y la seduce con su coronita de oro, con su locura de nene bien. Después, impune, va y mata al padre de Ofelia. Lo mata para castigarla, la castiga por ser mujer. Y Ofelia cae en la trampa, se siente culpable, se da a sí misma la muerte que, ella cree, le corresponde.

Cuando pinta esta obra, Millais es un joven artista, otro niño mimado que gracias a su precoz talento se muda de su Southhamptom natal a Londres, para estudiar en la Royal Academy. A los veintidós años funda junto a su banda de amigos --Willian Holan Hunt y Dante Gabriel Rosetti-- la Hermandad Prerrafaelita. Los críticos de la época no acogen con benevolencia sus obras, pero los postulados de esta hermandad son explicadas por su gran amigo y defensor acérrimo, el importante crítico de arte John Ruskin, a quien Millais le paga con la única moneda que una amistad profunda y verdadera merece: la traición. (Millais se enamora de la esposa de Ruskin, a quien ella abandona para luego casarse con el pintor).

La perturbadora belleza de ciertas mujeres es todo un tema en la obra de este grupo de artistas.
La Ofelia que flota en el denso río cargado de flores, rodeada de vegetación, reproduce la imagen de una mujer real, que Millais usó como modelo. Se llamaba Elizabeth Siddal. Era una joven modista que trabajaba en una sombrerería y su imponente figura --alta, piel transparente, ojos color miel deliciosa y un cabello largo y tupido, rojo como el fuego-- no demoró en ser descubierta. Posó para innumerables pintores, entre ellos, Millais, que para conseguir el realismo deseado, la sumergió durante largas sesiones en una bañera con agua templada. Elizabeth --a quien sus amigos llamaban Lizzie-- tenía una salud frágil que no demoró en quebrarse. Pero enferma y todo enamoró a uno de ellos, el pintor Rosetti, con quien tiempo después se casó.

La historia continúa y los relatos posteriores se encargan de montar la escena del cuadro junto a su final trágico: Lizzie, que además de ser modelo de mujer frágil y hermosa también dibuja y escribe poesía –-en una época en la que, se supone, las mujeres no suelen saber siquiera leer ni escribir-- se suicida. Por amor, dice la leyenda. Por despecho. Por las infidelidades de su marido. Pero quién sabe.

 

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