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Tiempo y narración

Una nota muy Salinger: a partir de la película Boyhood de Richard Linklater, la autora de Partida de nacimiento (Entropía) explora los conflictos que una madre y su hija viven en el paso de la infancia a la juventud.

Texto: Virginia Cosin.

Sabía que tenía que verla. Ya había leído, antes del estreno, una nota a Richard Linklater, el director de Boyhood —el mismo de la trilogía “Antes” (del amanecer, del atardecer, del anochecer), que tanto amé y junto a la cual, de alguna forma, crecí. Soy de la misma generación que sus protagonistas, Julie Delpy y Ethan Hawke, de modo que como espectadora siempre tuve la misma edad que ellos en la pantalla.

 

Pasaron unas semanas después del estreno y todavía no conseguía encontrar el momento libre para ir al cine. Mientras tanto, leí varias reseñas y notas críticas sobre la película. Pero, además, en el medio, cumplí 41 años y, al día siguiente, mi hija cumplió 12.

Linklater empezó a filmar su película en 2002 cuando su protagonista, Ellar Coltrane, tenía seis años, y la terminó en el 2014. El resultado es brillante porque registra una experiencia viva al mismo tiempo que crea una ficción. Lo que registra es el tiempo, las mutaciones que se producen en los cuerpos, eso que llamamos crecimiento, sin recurrir a los clásicos artificios del cine. Y esto que puede parecer un truquito técnico, un recurso formal, un experimento —filmar una cantidad de escenas durante un par de semanas a lo largo de doce años— es mucho más que eso, porque lo que consigue es dotar de densidad orgánica a las casi tres horas de película en las que no solo sus protagonistas, sino el mundo en el que viven, cambian.

Cada vez que cumplo años atravieso una pequeña crisis. El otro día mi amigo M. me preguntó si me preocupaba “la edad”. Le dije que sí, y me miró desilusionado. Pero lo que me preocupa no es el cambio físico, el deterioro, sino otra cosa, aunque no sé muy bien qué. Creo que lo que me da miedo no es que el tiempo que va quedando sea más corto, sino que el que ya viví sea más largo. ¿Cómo se hace para vivir cada vez con más recuerdos? ¿Dónde se los mete? O, como le pregunta Mason —el chico de Boyhood— a su padre, encarnado por Ethan Hawke: ¿What’s the point?

«Contemplad el tropel pastando a tu lado: no sabe lo que es el ayer y el hoy, pasta de un lado al otro, descansa, digiere y vuelve a correr», arranca Nietzsche su segunda consideración intempestiva. «Así continúa, de la madrugada a la noche, de día a día. Así, con la gana y el desgano amarrado al poste del instante, no siente melancolía ni tedio. Esta observación resulta dura al hombre que, mientras se jacta de su humanidad frente al animal, anhela celosamente obtener su dicha. Es eso lo que desea: cual animal, vivir sin hastío y sin dolor. Pero lo anhela en vano porque no lo desea del mismo modo que el animal. El hombre habrá preguntado algún día al animal: “¿Por qué tan solo me miras y no das cuenta de tu dicha?” El animal, por cierto, hubiera querido contestar: “Eso ocurre porque siempre olvido lo que quise decir”. Pero en ese instante ya olvidó la respuesta y enmudeció, dejando al hombre atónito.»

Mason padre le contesta a su hijo: Qué se yo. No hay un sentido. No hay un punto. Las cosas van pasando.

Es cierto que, para actuar, como dice Nietzsche, hay que olvidar: «Toda acción demanda olvido, tal como toda vida orgánica no solo demanda luz, sino también oscuridad». Boyhood es eso: luz y oscuridad. Sin grandes destellos, sin explosiones. Instantes. Recortes articulados de una vida, es decir, narración.

Pero el tiempo no es una línea recta, sino un tejido sinuoso, precisamente porque existe la memoria; esa caña de pescar con un riel flexible capaz de sacar peces tan poderosos que pueden abrir tajos en la panza del presente y multiplicar el futuro.

De todas las escenas de Boyhood hubo una que me conmovió especialmente. Mason ya es un adolescente a punto de terminar la escuela secundaria y viaja con su novia a Austin, donde está la Universidad de Texas, en la que va a cursar sus estudios. Ya tiene la idea de dedicarse a la fotografía, algunos contornos empiezan a cobrar definición, pero está parado justo en esa frontera entre la infancia y el comienzo de la adultez, donde la tierra es movediza e inestable. Él y su novia conversan de madrugada en un bar, es el primer viaje que hacen solos y Mason ya está pensando en esta cuestión del sentido, del para qué. Le dice a su novia: Mirá a mi mamá, estudió, se graduó, consiguió un trabajo y ahora lo único que hace es pagar cuentas. La chica le dice que su mamá es genial, que le cae muy bien y él le contesta A mí también me cae bien mi mamá, pero parece estar tan confundida como yo.

Lo que me gusta de esta película es que da por tierra con esa idea, falsa, de que hay un momento en que uno dice: Ya está, soy grande, todas las clavijas encontraron su agujero.

El tiempo es también tomar consciencia de la finitud. Nacemos de alguien que va a morir y después nos tocará a nosotros, y habrá otros después que nosotros, que heredarán las herramientas que sepamos darles y también nuestras fallas. Y ellos tendrán que elegir qué descartar y con qué quedarse y qué hacer con todo ese lío.

El otro día salí a buscar a mi hija en medio de una lluvia torrencial. Ella volvió a casa pedaleando su bicicleta, a toda velocidad, feliz y cada vez más empapada. Yo corriendo detrás con la mochila, el paraguas y una bolsa llena de regalos que le hicieron sus compañeras.

Algunos días son difíciles. Mi hija está entrando en la llamada pubertad, una puerta giratoria por la cual a veces entro en la habitación correcta y otras me quedo afuera. Me acuerdo ahora de otra película. Una película francesa de una directora que me interesa, Catherine Breillat, en la que reversiona el clásico infantil La bella durmiente pero, tal como advierte Alan Pauls en una de sus graciosísimas presentaciones para Primer Plano Isat, es más una Alicia en el país de las maravillas que una Anastasia. La princesa juega a ser un varón, todavía no es consciente de su sexo, busca palabras en el diccionario y adora los relojes, sobre todo los despertadores. Se duerme cuando cumple seis años y sueña un sueño fantástico y perverso hasta que se despierta a los dieciséis en el mundo real: allí comienza la verdadera pesadilla, cuando se convierte en mujer.

Me preocupa mi hija. ¿Me preocupa mi hija o me preocupa no ser una buena madre? ¿Debo tratar de hacer su vida todo lo sencilla que se pueda, regar su camino de algodones para que sepa dar pasos firmes y seguros cuando tenga que seguir sola y elegir y enfrentar peligros y complicaciones o estoy contribuyendo a hacer de ella un ser demasiado frágil que no sabrá defenderse, ni pelear cuando sea necesario?

Tengo guardada una carta que mi madre me dio cuando cumplí veintiún años, donde escribió: “Confieso que no espero lo mejor para mis hijos. Soy más exigente. Espero lo mejor DE mis hijos”. La carta es la última de una larga serie que empezó cuando cumplí quince. La tinta impresa es la de una máquina de escribir automática, un modelo hipermoderno para la época en la que todavía no había computadora. La tinta, con el paso del tiempo, se fue borrando. Pero la frase quedó grabada en mi memoria. Siempre tuve la sensación de no haber estado a la altura.

Decir que mi hija es caprichosa sería, primero, una tremenda injusticia. Nunca hizo un solo berrinche. Es, la mayoría de las veces, comprensiva, reflexiva y bondadosa. Pero últimamente se niega a obedecer ciertas imposiciones que le hago para, entiendo yo, cuidarla. Come muy poco y mal. Es bastante distraída, más bien soñadora —muy parecida a mí a su edad— el colegio le importa muy poco, no le interesa mucho estudiar, ni cumplir con las tareas. Hace unos días decidí ponerme más firme. Hoy lloró porque me negué a darle un chocolate de postre si no comía antes una fruta. Se negó rotundamente y protestó, exigiendo su chocolate. La mandé a su cuarto, pegó un grito y cerró la puerta de un golpe. Abrí la puerta con la prepotencia de quien se sabe ama y señora y le grité que no estaba permitido dar portazos, que no estaba permitido decir No. Ella mitigó los gemidos y asintió con la cabeza. Se quedó en silencio y al rato, cuando volví a su habitación, dormía con la luz apagada.

Entonces me pregunté con qué derecho había sido tan dura. Con qué derecho le exijo tanto, cuando yo misma doy tan poco. Me pregunté si en realidad quiero cuidarla o si quiero a alguien que, simplemente, me obedezca.

Sobre el final de la película de Linklater la madre de Mason (Patricia Arquette) y su hermana Sam —interpretada por la genial Loreley Linklater, hija, en la vida real, del director— intenta sobrellevar con altura el hecho de que sus dos hijos ya no vivirán con ella y les informa que va a mudarse a un departamento más pequeño. Los chicos, que están entusiasmados con ser grandes, pero también muertos de miedo, empiezan a poner objeciones. Es una escena en la que Arquette demuestra ser una buena madre, una buena mujer, una adulta responsable. Pero en la escena siguiente, cuando su hijo está empacando para, efectivamente, irse, se derrumba. Se larga a llorar y le echa en cara no se sabe bien qué, pero es claro que no tiene razón, que está siendo egoísta.

El chico se preocupa apenas, le hace un chiste a su madre, desdramatiza, y guarda sus últimas cosas en una caja. Pero le deja una foto. La primera foto que sacó, que su madre cree que debería conservar como recuerdo, como monumento del pasado, y él necesita dejar atrás para seguir adelante.

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