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Tres novelas breves

César Aira prologa

"Couve hizo una literatura distinta y única, en la que prevalece una nota de extrañeza" dice el autor de El mármol para presentar Tres novelas breves (Blatt & Ríos). Su autor, el pintor y escritor chileno, pensaba: "La descripción es lo que más me gusta en la vida. Es mi manera de rezar". 

Por César Aira.

Los tres libros reunidos en este volumen dan un panorama de la obra literaria de Adolfo Couve, del primer libro al último que publicó. Aun sosteniendo ideales de realismo y clasicismo y abominando de las vanguardias, Couve hizo una literatura distinta y única, en la que prevalece una nota de extrañeza. Tuvo tres carreras, curiosamente disociadas: fue pintor, escritor y profesor de Arte en la Universidad. Este último fue algo más que un trabajo alimentario (ninguno lo es del todo). Los grandes artistas que describía y analizaba en sus clases (llegaba hasta Rembrandt, pero el centro de atención eran los renacentistas florentinos de la época de los Médici, familia cuyo complejo árbol genealógico obligaba a memorizar a sus alumnos) eran grandes en tanto creadores de objetos de belleza, armas contra la vulgaridad y fugacidad del mundo. Un realismo distanciado (pero no irónico), sin rasgos expresionistas, la fría claridad de un oficio magistral, eran para él la garantía de la gran pasión del arte. En Rafael veía al último gran pintor, una consumación; con su muerte, según sus palabras, “moría el presente”. Seguramente tenía en mente el presente del objeto, resistente a la presión del tiempo.

Su propia pintura no tiene nada que ver con estas ideas. Tachista vacilante, cultivaba el espíritu del aficionado. Su ambivalencia al respecto es elocuente: “Pinto de vez en cuando…”, decía, sugiriendo que lo hacía cuando no tenía otra cosa mejor que hacer. Su formación fue de pintor (estudió en Chile, en Nueva York y en París), pero desde que empezó a escribir relegó la pintura al consuelo o la distracción. Dejó de pintar durante diez años para dedicarse a escribir, y luego dejó de escribir durante diez años, durante los que volvió a pintar.

A sus dos primeros libros, Alamiro (1965) y En los desórdenes de junio (1968), de aprendizaje, le siguió una serie de extraordinarias novelas breves, realistas, que en los últimos años de su vida reunió en un volumen, Cuarteto de la infancia (1996). En las cuatro hay niños, pero el protagonismo que detentan se limita a ser prisma de las pasiones de los adultos que los rodean. Los niños están en el centro de una galería de personajes conmovedores, no pocas veces patéticos.

La primera fue El picadero (1974) que creó una gran expectativa en el momento de su publicación por su intensa extrañeza, que vence a la tersura de la prosa y el relato. Quizás no está fuera de lugar la sospecha de que la extrañeza procede de un manejo todavía no muy seguro de la materia narrativa. Basada en la saga familiar del autor, y aislando las historias de sus personajes, esta materia es compleja y enredada, y los planos del relato se cortan de modos intrigantes. El niño aquí se llama Angelino, ha muerto en la infancia, antes del comienzo de la novela, pero en capítulos posteriores vive en París con su madre, tiene amores con una mujer casada…

La segunda novela, El tren de cuerda (1976), ya ha conquistado la exquisita simplicidad que prevalece en toda la serie. En sus dos partes, Anselmo, el niño, vive sucesivamente en la ciudad (“la casa de los Azuelos”) y el campo (“la quinta de Madrazo”). Es un triunfo de la transparencia, que triunfa en las descripciones. Couve es un maestro, y apóstol, de la descripción: “La descripción es lo que más me gusta en la vida. Es mi manera de rezar”. Busca una objetividad flaubertiana, poniendo al autor al margen. Más que un efecto de ausencia del autor, lo que persigue la objetividad es, precisamente, la realización del objeto. Comentando esta novela, dijo Couve: “El aprendiz de realista dejaba de serlo”.

En La lección de pintura (1979) ya es maestro de realismo, un paso más allá de la objetividad. La describió como “novela de preciso diseño, un arabesco estricto, una forma cerrada, un formato asfixiante como si una máquina neumática hubiera extraído el aire”. Estas declaraciones, que constan en el prólogo del Cuarteto de la infancia escrito para la edición argentina, sugieren una frigidez que desmiente la conmovedora humanidad de sus personajes. Los elementos autobiográficos son claros: además del aprendizaje y oficio de la pintura, está el pueblo de Llay Llay, donde Couve pasó la infancia. El contraste entre el niño, triunfante en su belleza y su talento, y la trémula fragilidad de los adultos que lo rodean, alude en cierta forma a la crueldad de un azar que reparte dones; pero en toda la obra de Couve no hay personajes resentidos o amargados: aun los más conscientes de haber sido desfavorecidos por la suerte lo aceptan.

Esto se acentúa en la cuarta y última novela del “cuarteto”: El pasaje (fechada en 1977-78, publicada en 1989). Ahí el centro es Rogelio, niño neoclásico, elegantísimo, impávido ante la estridente vulgaridad de las tres mujeres que lo rodean. El autor lo consideraba lo mejor que había escrito; decía haber logrado algo más que un libro: un objeto. También, por lo mismo, fue un punto de llegada, al modo del pasaje en que sucede la novela, un callejón sin salida.

La redacción de las cuatro novelas había tenido lugar en un lapso breve de cuatro años. Luego pasó una década en la que Couve no escribió. Cuando volvió a hacerlo (El cumpleaños del señor Balande (1991), Balneario (1993)) publicó relatos breves, otra vez de aprendizaje, tocando temas de adulterio, vejez o reconstrucciones históricas, como si estuviera en camino de volverse un escritor profesional (él oponía esta calificación a la de “escritor artista”, que era como se veía a sí mismo).

Ese transcurso se interrumpió súbitamente y no sin estruendo. La comedia del arte (1995) es un recomienzo en términos por completo distintos. Ya el escenario (el balneario popular de Cartagena, al que Couve se había mudado) manda el cambio de tono, el grotesco esperpéntico en el que se trata el viejo tema del pintor y su modelo. La excelencia artesanal de la escritura sigue siendo la misma, pero la ausencia del niño en el centro hace que el giro alrededor del vacío que deja se haga frenético, alucinatorio. En alguna declaración dijo haberse tomado aquí la libertad que el realismo de sus novelas anteriores no le permitía. Pero es la libertad entendida como desgarramiento y sarcasmo. Y sigue siendo realismo: al realismo de las novelas de la infancia, de dibujo clásico y transparencias de estampa, lo reemplaza el realismo feroz y deforme de las andanzas de Camondo y Marieta frente al mar. Es como si cierta desesperación, hasta entonces reprimida por la busca de la belleza, saliera a la superficie.

 

En la depresión y aislamiento crecientes que siguieron a la publicación de esta novela, Couve escribió su continuación, Cuando pienso en mi falta de cabeza, en la que el protagonista, Camondo, que al final de La comedia… se había transformado en estatua de cera a la que le quitaron la cabeza, prosigue, decapitado, sus aventuras. La novela quedó completa, pero su autor se quitó la vida antes de la publicación, en 1998, a los cincuenta y ocho años.

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