El producto fue agregado correctamente
Blog > > ¿Quién es Elena Ferrante?

¿Quién es Elena Ferrante?

Escritores con seudónimo

¿Es hombre o mujer? ¿Es una persona sola o son muchas detrás de un nom de plume? ¿Por qué buscarse un nombre literario? La italiana, récord de ventas, cabeza entre las novedades de una estrategia visitada antes, muchas veces, en la historia de los libros.

Por Valeria Tentoni.

¿Quién es Elena Ferrante? Por todos lados La amiga estupenda, por todos lados la pregunta. Fue candidata al Premio Strega —máximo galardón en Italia, obtenido por autores como Dino Buzzati, Cesare Pavese, Umberto Eco, Claudio Magris, Primo Levi y Gesualdo Bufalino—, pero nadie podría señalarla por la calle, dar su dirección. ¿Será un hombre? ¿Será un hombre, ahora que algunos hombres empiezan a hacer puchero diciendo que a las escritoras se les da más atención por estos días? Si es un hombre quizás lo gane alguna vez. Al Strega, digo, desde que evidentemente la superioridad masculina en la escritura italiana es un hecho para su jurado, que ha laureado en sus ediciones anuales, desde 1947, 59 veces a hombres y solo 10 veces a mujeres.

También es autora de ensayos y obras infantiles. Elena Ferrante es el seudónimo de quien, se supone, nació en 1943 en Nápoles y escribe con esa ciudad de fondo, aunque algunas versiones dicen que ya no vive ahí sino en Grecia. Comparte escenografía de sus libros, por ejemplo, con Erri De Luca, que está visitando Buenos Aires en este momento. Nápoles, esa tierra de sangre, como la llama. 

Las fatigas de la paranoia son como sudokus, ejercicios de imaginación. Pero son eso, un divertimento. Ferrante tiene un punto estupendo (que otros traducirían, simplemente, como “genial”), cuando dice: “La atención mediática, que está toda fundada en darle voz y cuerpo a la estrella del momento, ha acostumbrado a los lectores a la idea de que importa más el contacto con la existencia miserable del hacedor de la obra, que con la obra en sí. Esquivar ese esquema desvía la confianza. Por otra parte, no me interesa comunicarme de otro modo que escribiendo. No aparecer no me servirá para procurarme lectores, pero sí me sirve para escribir en libertad”. Su primera novela salió en 1992 y la nombró El amor molesto. Amor molesto: así podría catalogar al de la prensa cultural, al de los lectores que buscan antes datos sobre su vida privada que sentidos en sus libros. Pero, ¿es cierto que esto no le ha servido para hacerse de lectores? No faltan quienes distinguen en esta insistencia de sombras antes una de exposición, quienes sospechan que estamos ante una exitosa estrategia editorial: la de la creación de un mito, la de la demarcación de un aura. ¿El misterio opera como valor agregado a sus textos? 

Circula un extracto de la carta que le envió a su primer editor: “Creo que los libros, una vez escritos, no necesitan de sus autores. Si tienen algo que decir, tarde o temprano encontrarán a sus lectores; en caso contrario, no… Además, ¿no es cierto que promoverlos es costoso? Yo seré la escritora más barata de la editora”. Hace poco Ferrante decidió dar una entrevista cara a cara y fue para la prestigiosa The Paris Review. Estuvo hecha, justamente, por sus editores, Sandro y Sandra Ferri, y su hija, Eva. La conversación iba a llevarse adelante caminando por las callecitas de Nápoles, en los barrios que atraviesan sus novelas, pero al final ella decidió que no. Dijo que los lugares de la imaginación eran visitados en los libros, y que vistos en la vida real se vuelven difíciles de reconocer. En una palabra, desilusionan (¿lo mismo ocurre con los escritores?). Así que conversaron en el lobby de un hotel y chau pinela. Los tres tomaron notas, y las notas fueron ordenadas de acuerdo a direcciones que dio la propia Ferrante.

En un momento le preguntan por su estilo, le dicen que sus libros no siempre se parecen entre sí y que los periodistas se preguntan si los escribieron distintas personas. Ella responde: “Los expertos se quedan mirando el recuadro en blanco donde se supone que debería estar la foto del autor y no tienen las herramientas técnicas o, más simple, la verdadera pasión y sensibilidad, como lectores, como para llenar ese espacio con las obras. Así que olvidan que cada obra individual tiene su propia historia. Solo la etiqueta del nombre o un examen filológico riguroso nos permitiría tener por seguro que el autor de Dublineses es la misma persona que escribió Ulises y Finnegans Wake”. Cuenta Ferrante que su decisión, la de esquivar el ojo público, estuvo motivada, en principio, por su timidez. Pero, veinte años más tarde, los móviles son otros. Quiere escapar de la lógica actual, dice, en la que no es el libro lo que cuenta sino los reflectores puestos en el autor.

“Todavía estoy muy interesada en dar testimonio contra la autopromoción, obsesivamente impuesta por los medios. Esta demanda por la autopromoción va en detrimento de la obra de arte, sea la rama del arte que sea, y se ha vuelto universal. Los medios simplemente no pueden discutir una obra de literatura sin apuntar a un escritor-héroe. Pero, aún así, no hay obra literaria que no sea el fruto de la tradición, de muchas habilidades, de una suerte de inteligencia colectiva. Reducimos erróneamente el papel de esta inteligencia colectiva cuando insistimos en que ahí hay un único protagonista, detrás de cada obra de arte. La persona individual es, por supuesto, necesaria, pero no estoy hablando del individuo —estoy hablando de una imagen manufacturada”. Más tarde, Ferrante elogia una lectura posible para su cuadro que hizo Meghan O’Rourke en The Guardian. La nota a la que se refiere es esta, y lo que propone es que la relación de los lectores con Ferrante termina siendo la del tipo que se tiene con un personaje de ficción: “Creemos que la conocemos, pero lo que conocemos son sus oraciones, los patrones de su mente, los caminos de su imaginación. Ferrante se siente vívida para nosotros como personaje por la mucha continuidad que hay de novela a novela, y ante su ausencia biográfica nos podemos enfocar en su continuidad literaria”.

 

No toquen

Lo que hace Ferrante se hace, ya sabemos, desde el principio de los libros. Entre nosotros, un caso reciente es el de J.P. Zooey, “enigmático escritor argentino de 38 años”, quien también terminó dando entrevistas, aquí mismo o a Diego Erlan en Revista Ñ. Dice que escribe para estar solo, y reserva su nombre real y su retrato porque no quiere “confundir la escritura con la vida pública”: “Por ahora prefiero mantenerme al margen de eso y seguir disfrutando del anonimato. No puedo confundir la actividad de escribir con la vida pública”. De esas líneas hay que saltar, como saltan los frutos cuando están a punto, a J.D. Salinger y su puño estallando contra el vidrio como una ciruela contra el piso. Andrés Hax hace las preguntas que conviene hacerse: “¿Cuánto quiere enterarse sobre la vida del autor? ¿Es más honesto obedecer el deseo de Salinger y dejarlo completamente en paz? ¿O es el derecho de un lector apasionado aprender de la vida de cual surgió la obra? ¿O es más honesto y sano limitarse solamente a los textos?”. Sobre la actualidad del culto sacralizado al escritor lo escuchamos a Martín Kohan, el año pasado, en la inauguración del Filba.

El seudónimo, al que se acude en teoría como garantía de anonimato, puede producir también el mismo efecto que un resaltador amarillo flúor en un toco de fotocopias universitarias. J.K. Rowling firma como Robert Galbraith libros que todo el mundo ya sabe escribe la autora de Harry Potter. Se supone que el secreto se le escapó a su abogado en una cena, y así llegó al Sunday Times. 

 

Travestis literarios

Lo cierto es que el nom de plume no siempre fue "una estrategia defensiva ante el acoso de ese amor molesto": en ocasiones fue condición de posibilidad. Las hermanas Brontë, que escribían apremiadas por necesidades económicas, “no querían herir a su hermano Branwell ni provocar suspicacias entre sus conocidos. Una mujer que se atreviese a publicar era vista con una enorme desconfianza, y toda clase de sospechas se abalanzaban de inmediato sobre su reputación”. Currer, Ellis y Acton Bell: así, como hombres, firmaron su primer libro de poesía. Vendieron un solo ejemplar y se pasaron, por eso, a la novela. La última sobreviviente de ese glorioso monstruo tricéfalo escribió, como preliminar para una reedición de Cumbres borrascosas, la primera confirmación pública de que los seudónimos escondían a las hermanas: “Teníamos la vaga impresión de que las escritoras son susceptibles de ser observadas con prejuicio”. Era 1850.

George Sand fue el seudónimo de Amandine Aurore Lucile Dupin, nacida en 1804: “Si usó un nombre masculinizante y en su juventud se puso levita, es porque quiso significar y visualizar que sólo poniéndose en el sitio del hombre -ocupando su puesto- la mujer alcanzaría la culminación de sus derechos y posibilidades, se autorrealizaría”. Catherine Pozzi firmó su novela Agnés con el seudónimo C.K. y todos creyeron que era de su amante, Paul Valéry: “Cualquier obra que publique yo siempre será él [el autor], ya que se piensa que trabajábamos juntos y no se suele atribuir a la influencia de la luna, en general, el brillo del sol”. Colette se llamaba en realidad Sidonie Gabrielle Claudine Colette, y nació en Borgoña en 1873. Su primer marido tenía una máquina de escritores fantasma a disposición, reunidos bajo el seudónimo “Willy”. Aprovechó la pluma de su mujer para la saga Claudine. Saga que firmó él. Dependiendo de a quién se quiera mostrar en autoría de un favor, esa historia se puede contar así o se puede contar así (ah, sí, los verbos también adjetivan, ¡y cómo!): “A los 20 años casó con el aspirante a escritor Henri Gauthier-Villars –seudónimo: Willy–, que la introdujo en el mundo galante y artístico de París y que tuvo además el talento suficiente para descubrir el de su mujer. De los 27 a los 30 (1900-1903) publicó sus primeras novelas, todas sobre Claudine, una especie de ingenua libertina adolescente que recorre y monologa sus aventuras amorosas sin inhibiciones. Amparó esos libros con el seudónimo de su marido”. Colette, así se hizo llamar –una sola palabra, que es un apellido– fue la primera mujer en ganar un premio Goncourt. 

El autor de Niveles de vida, Julian Barnes, le usó el apellido a la mujer para armarse otro yo: Dan Kavanagh. “Si te gusta Dan Kavanagh, probá Julian Barnes”, dice en la web del autor de una serie de novelas policiales que redactó en los 80. Siete son los libros que Stephen King firmó como Richard Bachman: dice que lo hizo porque escribía demasiado, o esa impresión general amenazaba su buen nombre. Más de un libro al año era mucho, por esos años.

 

Una voluntad lampiña

Acá hay una lista de 50 escritores que publicaron con nombre literario. Seguro que ustedes leyeron, sin saberlo, algún libro escrito por Eric Blair, Jean Baptiste Poquelin, Adeline Stephen o Marie-Henri Beyle. Seguro que leyeron esa biblia de la libertad imaginaria que redactó, tartamudeando y con su mano izquierda, Charles Lutwidge Dodgson, por ejemplo. No es otro que Lewis Carroll, que era tantas cosas a la vez (matemático, lógico, fotógrafo y diácono) que tuvo que agregar un nombre a su vida para la actividad literaria, latinizando el suyo y el de su madre, y devolviéndolo después al inglés para conjurar esa alquimia. Son cosas distintas, pero. A Carroll sí le conocemos la cara. No como a Ferrante, no como a Thomas Pynchon, a quien sin embargo le conocemos la voz: grabó más de un capítulo como invitado en Los Simpsons. Una cosa es un seudónimo que se presenta como única pared de contacto con el o la autora de un libro –amén de las entrevistas, aunque pocas y de espalda a los flashes–, y otra cosa es la elección de un nombre literario que se conjuga con una cara vista de frente. Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga: así figuraba en su documento el nombre de Gabriela Mistral, que tomó su seudónimo del escritor francés Frédéric Mistral.

El maestro birmano Saki se llamaba Hector Hugh Munro. Nunca se casó. Trabajó como policía, como periodista y reventó en una trinchera. Lo último que pidió, a los gritos, es que alguien que estaba por ahí apagara su cigarrillo. Su hermana quemó los papeles del difunto. Hay un mono americano que se llama, también, Saki: un primate con el cuerpo negro, negro, negro, y la cabeza blanca, blanca, blanca. Da la impresión de que tuviera puesto un casco.

En su cara no crece el pelo. 

Artículos relacionados

Martes 29 de marzo de 2016
Cómo se llama tu libro
Se entregó el premio al libro con el título más raro del año.
Mundo bizarro
Miércoles 06 de abril de 2016
"Escribo para acomodarme la cabeza"

Eduardo Sacheri ganó el Premio Alfaguara 2016 con la novela La noche de la usina. “Me encanta que la literatura esté llena de mensajes, pero no quiero me los ponga el autor”, dice.

Se entregó el Premio Alfaguara
Lunes 18 de abril de 2016
Buenos Aires, ciudad escuela de escritores
Maestría en Escritura Creativa en la UNTREF, Licenciatura en Artes de la Escritura en UNA, cursos en instituciones, talleres privados y centros culturales: Buenos Aires se potencia como capital de formación de escritores en español y recibe avalanchas de postulantes.
Crece la oferta de formación
Viernes 22 de abril de 2016
Para no perderse en la feria
Un gps para encontrar algunos de los stands más interesantes de la 42° Feria del Libro.
Feria del libro de Buenos Aires
Viernes 22 de abril de 2016
Shakespeare not dead
Carlos Gamerro dio ayer una clase magistral gratuita en el Centro Cultural San Martín donde, a partir de escenas de Hamlet y Enrique IV, explicó el porqué de la vigencia de Shakespeare en la cultura occidental.
A 400 años de su muerte
Lunes 25 de abril de 2016
Para no perderse en la feria
Algunas de las actividades más destacadas de la segunda semana de la 42° Feria del Libro de Buenos Aires.
Feria del libro de Buenos Aires
×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar