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La vida secreta de los sentidos

Ph Eduardo Tentoni

Tres libros increíbles

Una breve historia de casi todo, de Bill Bryson. La reedición de El sentido olvidado, de Pablo Maurette. Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, de los italianos Mancuso & Viola. Tres libros sorprendentes y escritos con belleza comparten cantero en esta nota.

Por Valeria Tentoni.

La última carta que Charles Darwin escribió data de 1882. Nueve días antes de morir, se dirigió a un investigador en botánica para pedirle le haga llegar un puñado de semillas de cierta planta en la que estaba interesado: "De este modo, podré tener el gusto de verlas florecer", rogaba. Para entonces, Darwin ya había publicado El origen de las especies hacía más de veinte años y se había convertido, por supuesto, en un tótem de la ciencia. La línea con la que arranca esa última misiva, sin embargo, lejos está de bajar rodando desde las alturas: "Distinguido señor, confío sepa disculpar la libertad que, siendo un extraño, me tomo al solicitarle un favor", comienza.

La epístola recuerda, por acercarle un caso local, a la amorosísima carta de Luis Alberto Spinetta dirigida a su luthier con especificaciones para su próxima guitarra —un manuscrito repleto de porfavores, sinofuesemolestias y siesposibles, amén de sus dibujos exquisitos—. Lo que refuerza una sospecha: las inteligencias maestras se mueven con saltos humildes. A veces, incluso, hasta dar la vuelta carnero completa, como da la impresión era el caso Borges.

"¿Que en el planeta Tierra existe tan sólo un 0,3 por ciento de vida animal, frente a un 99,7 por ciento de vida vegetal? Pues bien, entonces las plantas son los seres dominantes, mientras que la presencia de los animales es puramente testimonial". Y nosotros (incluídos Darwin, Spinetta y Borges) vendríamos siendo, claro, parte de ese conjunto minoritario: los animales. Pero las plantas, como esas otras inteligencias superiores, no necesitan andar a los gritos para hacérnoslo saber. Total, también se tienen guardadas muchas otras cosas, como que nos superan por quince en el número de sentidos para asegurarse la supervivencia en el cosmos. Quizás su reticencia provenga del maltrato recibido por nosotros, los humanos, desde que caímos sin invitación hace unos doscientos mil años a su redondo hogar. Hay afrentas antiguas, como la acusación por parte de Aristóteles de ser apenas portadoras de “almas de nivel bajo”; prohibiciones medievales (“junto con las brujas, también el ajo, el perejil y el hinojo fueron sometidos a procesos”) y —por qué no exagerar si exagerar es tan lindo— ahora mismo los veganos las mastican en la convicción más impenetrable de que están salvando, así, otras vidas. ¿Vidas más vivas?

Las plantas han tenido que soportar demasiado. Ese ejército verde brillante (“el único recurso de que disponemos para descontaminar el planeta”, ejem) que incluye ejemplares “capaces de capturar y matar incluso a mamíferos de pequeño tamaño” y trampas para insectos con las tecnologías de suavidad más sofisticadas de la Tierra, mantiene su victoria en silencio, que es el modo más astuto de permitirse algún grado de orgullo.

Hasta en eso nos aventajan.

"Recién estamos empezando a comprender el lenguaje de las plantas", decían en el mítico documental de 1978 musicalizado nada más y nada menos que por Stevie Wonder. Se ve que todavía no hemos terminado.

Todos los datos maravillosos hasta aquí extraidos y muchos más vienen del mismo libro que trae el tesoro de la carta de Darwin en una de sus notas al pie. Lo escribieron dos italianos (cuándo no los italianos escribiendo lo que vale la pena leer): Stefano Mancuso, autoridad en el campo de la neurobiología vegetal, y Alessandra Viola, periodista científica. Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal (Galaxia Gutenberg) es un volumen lleno de informaciones increíbles que son presentadas con movimientos ágiles y envolventes. Al igual que en ese otro libro magnífico y felizmente bestseller, Una breve historia de casi todo, la pluma periodista aceita el transbordo de ideas hacia la atención del lector, embarcación intermitente si las hay. Traducido al español por RBA Ediciones, se trata de una suerte de biblia para esa otra fe que es la curiosidad.

Bill Bryson, su autor, comparte oficio con Viola, vocación nómade con Darwin y gracia escritural con Pablo Maurette, autor del tercer y último libro que se mencionará en esta nota (promesa): El sentido olvidado, ensayos sobre el tacto, publicado por Mardulce, cuya segunda edición acaba de llegar a librerías argentinas. Maurette escribe muy bien: da mucho placer leerlo, dejarse arrastrar por él. No es periodista, es otra cosa: Licenciado en Filosofía, profesor de Literatura Comparada y traductor, entre otras actividades que detalla la contratapa. Pero, igual que los mencionados, además de quedar dentro de ese conjunto minoritario y enclenque que componemos seres humanos dentro del conjunto mayor de los animales, está a su vez dentro de un conjunto todavía más reducido: el de los afectos al asombro.

¿Qué decir si no de alguien capaz de rastrear y enhebrar un dato como este: “La piel es el órgano más vasto y complejo del cuerpo humano. (…) En un adulto promedio de alrededor de setenta kilos, la piel tiene una extensión de unos dos metros cuadrados y pesa cerca de tres kilos”? Maurette escribe eso antes de escribir esto otro: “La piel es la frontera infranqueable que a un tiempo nos separa del mundo y nos conecta con él”.

También viene Aristóteles, en su ensayo, a decir cosas: a distinguir por primera vez los cinco sentidos humanos y a preguntarse si el tacto es uno o varios de ellos. Su duda antiquísima interesa al argentino en tanto puente para pensar uno de los elementos clave de El sentido olvidado: lo háptico, “la única variedad del sentir que no está localizada en un punto y órgano específico del cuerpo. Se desarrolla en la interioridad insondable y se despliega en cada músculo, órgano, ligamento, a través del sistema circulatorio que late al ritmo del corazón por toda la piel y en el núcleo afectivo de la vida”. Y lo háptico –que Maurette aprovecha como aventón para pasear por corredores inesperados, que pueden dejar al lector frente a una lectura de Moby-Dick o una teoría del beso– nos interesa también a nosotros, ahora. Porque si atendemos a ese desarrollo, a la idea de que el tacto “es el único sentido que se desdobla”, podría decirse entonces que es ése el sentido el que más nos acerca a las plantas.

“Su cuerpo está construido a partir de una estructura modular, en la que cada parte es importante, pero ninguna del todo indispensable”, escriben Mancuso y Viola para explicar, entre otras cosas, por qué nos diferenciamos de las plantas que no son, como nosotros, individuos, seres indivisibles. “En las plantas, las funciones no van ligadas a los órganos”. Tampoco los sentidos, que ascienden como ya se avanzó a ¡veinte!, contra nuestro pobre quinteto. Sensibilidades difusas, las plantas oyen por las vibraciones, ven gracias al fototropismo y así siguiendo en un sistema de complementos y encastres: sus sentidos, al igual que los nuestros, se prestan servicios entre sí. Lo mismo que tacto es, explica Maurette, también cuando sentimos retortijones en la panza. Alguna noticia de la cualidad difusa que lo vital ostenta hermana, a su manera (esta manera, digamos), estos libros que sugerimos leer en sistema para realzar su sabor, igual que se recomiendan ciertos vinos para ciertas carnes.

“El mundo es un carnaval de lo particular y de lo irregular, un bazar de texturas únicas e irrepetibles que se conoce cuando se lo habita y que se navega con el cuerpo, generalmente a tientas”, escribe Maurette. Y en ese carnaval, “el amor llega incluso a las plantas”, como dejó dicho el sueco Linneo a principios del siglo XVIII. La cita es del libro de Bryson, pero el botánico también tiene su cameo en el de Mancuso y Viola. Entre sus preocupaciones principales estaba la de la sexualidad vegetal: “Agrupó las plantas según la naturaleza de sus órganos reproductores y las dotó de un apasionamiento fascinantemente antropomórfico”, detalla Bryson.

¿Por qué no pensar que puede haber también una botánica del amor? “Extraños matrimonios premeditados por el viento”, como se desliza en el corto francés que queda de cierre. El reino vegetal, con su “sensibilidad tímida”; un reino al que de algún modo pertenecemos también los seres humanos cuando dejamos que nos reine, a nuestra vez, el sentido del tacto, el sentido olvidado.

 

 

 

 

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