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Lo que ocurre por la noche en la quebrada de la muerte

Un cuento de Ambrose Bierce

Tomado de Cuentos de soldados y civiles (El cuenco de plata), uno del autor nacido en Estados Unidos en 1842 y desaparecido en México hacia el año 1914, a donde había ido para conocer la Revolución Mexicana. Bierce había comenzado a leer de la biblioteca de su padre, un campesino de Connecticut, y había combatido en la Guerra de la Secesión.

Por Ambrose Bierce.

Era una noche singularmente áspera, y clara como el corazón de un diamante. Las noches claras tienen la costumbre de ser hirientes. En la oscuridad, puede uno sentir frío e ignorarlo; cuando ve, lo sufre más que nunca. Aquella noche era lo bastante hermosa para morder como una víbora. La luna se alzaba misteriosamente por detrás de los pinos gigantescos de la Montaña del Sur, arrancando chispas heladas a la dura nieve y destacando contra el oeste tenebroso los contornos fantasmales de la Cadena del Sur, más allá de la cual yace el invisible Pacífico. Al fondo de la quebrada, en los espacios abiertos, la nieve se acumulaba en largas crestas que hacían pensar en la rompiente de las olas, y se hubiera dicho que las colinas lanzaban por el aire y dispersaban la espuma del mar. Una espuma centelleante como la luz del sol refractada dos veces: primero por la luna, después por la nieve.

En esta nieve habían desaparecido muchas cabañas del campamento de mineros abandonado (un marino habría podido decir que habían naufragado) y a intervalos regulares sobrepasaba los altos caballetes que en otra época habían servido de soporte a un canal de madera llamado un “flume”. Porque, claro está, “flume” viene de flumen. Entre las ventajas de que las montañas no pueden privar al buscador de oro está el privilegio de hablar latín. Dice de un vecino muerto: “Ha remontado el flume”. Que no es una mala manera de decir: “Su vida ha retornado a la Fuente de la Vida.”

Al revestir su armadura contra los asaltos del viento, esta nieve no había desperdiciado ninguna ocasión propicia. La nieve perseguida por el viento no deja de parecerse a un ejército en retirada. En los espacios abiertos, se alinea en filas y batallones; cuando encuentra un apoyo, se detiene; cuando puede ponerse al abrigo, no deja de hacerlo. Pueden verse pelotones enteros de nieve guarecidos detrás de una pequeña pared rota. Lleno estaba de ellos el viejo camino que serpentea por la ladera de la montaña. Escuadrón tras escuadrón de nieve habían intentado huir por esta vía, cuando de pronto cesó la persecución. No es posible imaginar un lugar más desolado y melancólico que la Quebrada de la Muerte en una noche de invierno. Sin embargo, el señor Hiram Beeson lo había escogido para vivir. Era el único habitante.

Encaramada en el flanco de la Montaña del Norte, su cabaña hecha de troncos de pino proyectaba un largo y delgado rayo de luz, y no parecía demasiado diferente de un escarabajo negro clavado en la montaña por un brillante alfiler. Dentro de la cabaña, el señor Beeson en persona, sentado delante de un fuego rugiente, contemplaba el ardiente hogar como si no hubiera visto nada semejante en el curso de su vida. No era bien parecido. Tenía el pelo gris, la cara pálida, hosca, los ojos demasiado brillantes, la ropa sucia, hecha jirones. No era fácil calcular su edad. El que hubiera intentado adivinarla quizá hubiese dicho al principio cuarenta y siete años, y después se hubiera corregido para decir setenta y cuatro. En realidad, tenía veintiocho. Asimismo, tenía un aspecto cadavérico que no se atrevía a exagerar a causa, sin duda, de que en Bentley’s Flat había un empresario de pompas fúnebres, siempre necesitado de trabajo, y un flamante oficial de justicia en Sonora. Pobreza y celo son las piedras superior e inferior de un molino, respectivamente. Es peligroso hacer las veces de tercero en esa clase de sandwich.

Mientras el señor Beeson estaba sentado, con los codos rotos sobre las rodillas rotas, sus flacas mandíbulas hundidas en sus flacas manos, y al parecer sin ningún propósito de irse a la cama, daba la impresión de que al menor movimiento habría de caerse en pedazos. Sin embargo, en el curso de la última hora que acababa de transcurrir había parpadeado no menos de tres veces. De pronto, llamaron con un golpe seco a la puerta. Un llamado a esa hora de la noche, y con ese tiempo, debía sorprender a cualquier mortal que ha vivido dos años en la quebrada sin ver un solo rostro humano y que no podía ignorar que el camino era absolutamente impracticable, pero el señor Beeson ni siquiera se molestó en apartar los ojos del fuego. Y cuando se abrió la puerta lo único que hizo fue encogerse un poco más, como alguien que espera ver algo que hubiera preferido no ver. Es un movimiento que podemos observar en las mujeres cuando el fér tro, en una capilla mortuoria, es llevado por el pasillo de la nave.

Pero al entrar el alto viejo, arrebujado en un sobretodo de paño, la cabeza envuelta en un pañuelo, el rostro casi oculto por una bufanda, los ojos abrigados tras cristales verdes y la tez, allí donde era posible verla, de una blancura resplandeciente, y posar una mano rígida, enguantada, en el hombro del señor Beeson, éste se dejó ir hasta el extremo de alzar los ojos con una expresión de no poca sorpresa. Cualquiera fuese el que esperase, no había previsto semejante visita. La aparición del insólito huésped le produjo un sentimiento de estupor, después de gratitud, después de profunda buena voluntad. Se levantó de su asiento, tomó la mano nudosa que pesaba sobre su hombro y la estrechó con un fervor inexplicable; porque el aspecto del recién llegado, lejos de ser atractivo, suscitaba repulsión. Sin embargo, la atracción misma no está exenta de repulsión. El objeto más atractivo del mundo es el rostro que cubrimos instintivamente con una sábana. Y cuando se hace aún más atractivo –hasta el punto de fascinarnos– le echamos encima siete pies de tierra.

–Señor –dijo el señor Beeson, abandonando la mano del viejo caballero que cayó pasivamente sobre su muslo con un ruido seco–, es esta una noche muy desagradable. Le ruego que se siente. Me alegro mucho de verlo.

Hablaba con la desenvoltura de un hombre bien educado, cosa que, después de todo, no hubiésemos esperado de él. En realidad, el contraste entre su aspecto y sus maneras era lo bastante sorprendente para constituir uno de los fenómenos sociales más comunes en el ambiente de los buscadores de oro. El anciano avanzó unos pasos hasta el fuego. Detrás de las gafas verdes, sus pupilas brillaban como en el fondo de una caverna. El señor Beeson continuó:

–Sí, me alegra mucho. No le quepa la menor duda. ¡Puede usted apostar su vida!

La elegancia del lenguaje del señor Beeson no era a tal punto refinada que le impidiera hacer de cuando en cuando algunas concesiones a las costumbres locales. Calló unos instantes para examinar a su huésped. Primero detuvo los ojos en la cara semioculta por la bufanda, después observó la hilera de botones herrumbrados del sobretodo de paño y las botas verdosas de cuero de vaca, cubiertas de nieve que había empezado a derretirse y corría en hilos de agua por el piso. Pareció satisfecho de su examen. ¿Quién no lo hubiera estado en su lugar? Prosiguió:

–La comida que puedo ofrecerle está, por desgracia, de acuerdo con el marco en que vivo. Pero me sentiré muy dichoso si usted quisiera compartirla en vez de ir a buscar una más satisfactoria en Bentley’s Flat.

Con singular refinamiento de hospitalaria humildad, el señor Beeson insinuaba que la permanencia en su bien abrigada cabaña durante una noche semejante, en comparación con un trayecto de catorce millas bajo un frío abrumador, con la nieve hasta el cuello, era una prueba intolerable. A guisa de respuesta, el visitante se desabotonó el sobretodo. El señor Beeson echó más combustible al fuego, barrió el hogar con una cola de lobo, y agregó:

–Sin embargo, pienso que mejor sería que se mandara mudar.

El anciano se sentó junto al fuego y expuso sus anchas suelas al calor. Continuaba con el pañuelo atado a la cabeza. Los buscadores de oro rara vez se quitan el sombrero, salvo cuan do se han quitado antes las botas. Sin otro comentario, el señor Beeson se instaló a su vez en una silla que había sido en otros tiempos un tonel y que, conservando mucho de su antigua forma, parecía expresamente destinada para guardar los restos del dueño de casa si éste tuviera deseos de convertirse en polvo. Hubo un silencio. Luego, entre los pinos, resonó el aullido malhumorado de un coyote; simultáneamente, la puerta se sacudió con violencia. Entre los dos incidentes no había ninguna conexión, a no ser que el coyote detesta las tempestades y que acababa de levantarse viento. A pesar de todo, parecía haber entre los dos una suerte de coalición sobrenatural, y el señor Beeson se estremeció con una vaga sensación de terror. Enseguida volvió en sí, y de nuevo se dirigió a su huésped:

–Aquí ocurren cosas extrañas. Le contaré a usted todo. Después, si usted decide irse, espero que me permita acompañarlo durante la parte peor del trayecto, hasta el lugar en que Baldy Peterson mató de un tiro a Ben Hike. Me atrevo a decir que usted sabe dónde se encuentra.

El anciano inclinó la cabeza enfáticamente para dar a entender que no sólo lo sabía, sino que tenía buenas razones para saberlo.

–Hace dos años –empezó el señor Beeson– ocupé esta cabaña con dos compañeros, pero cuando se produjo la busca de oro en Bentley’s Flat nos fuimos con los demás. En diez horas, la Quebrada quedó desierta. Aquella noche, sin embargo, descubrí que había dejado tras de mí una pistola valiosa (es aquélla) y volví a buscarla. Pasé aquí la noche, solo, como he pasado todas las noches desde entonces. Debo explicarle que algunas noches antes de nuestra partida, nuestro sirviente chino había tenido la desgracia de morir durante un período en que la helada es tan dura que fue imposible cavarle una tumba normal. Por eso, el día de nuestra apresurada partida, hicimos un hueco en el piso y le improvisamos lo mejor que pudimos una tumba. Pero antes de enterrarlo, yo tuve el extremado mal gusto de cortarle la coleta y la clavé a esa viga, encima de su tumba, ahí donde usted puede verla en este momento. O quizá donde podrá verla cuando entre en calor y esté en condiciones de mirar.

“He dado a entender, ¿no es así?, que el chino murió de muerte natural. Yo nada tuve que ver con ello, y no volví a la cabaña por una atracción irresistible o una fascinación morbosa, sino porque había olvidado mi pistola. Eso está perfectamente claro para usted, ¿no es así, Señor?

El visitante movió gravemente la cabeza. Parecía ser un hombre de pocas palabras, por no decir de ninguna. Continuó el señor Beeson:

–Según la creencia china, el hombre es como un cometa: no puede volar al cielo sin cola. Bueno, para terminar con esta aburrida historia –que sin embargo he creído mi deber contarle– aquella noche, mientras yo estaba solo, y pensando en todos menos en él, el chino volvió a buscar su coleta. No la consiguió.

Al llegar a este punto de su relato, el señor Beeson calló nuevamente. Quizá lo fatigaba el insólito ejercicio de la palabra; quizá había conjurado un recuerdo que exigía toda su atención. Ahora el viento soplaba con violencia. Los pinos, en el flanco de la montaña, cantaban con singular nitidez.

El narrador continuó:

–Usted me dice que no ve en esto nada extraordinario, y yo comparto su opinión.

“¡Pero él sigue viniendo!"

Hubo otro silencio prolongado. Los dos hombres continuaban mirando el fuego sin hacer el menor movimiento con las piernas. Después el señor Beeson rompió el silencio en tono casi feroz, fijando los ojos en lo poco que podía ver del impasible rostro de su oyente:

–¿Devolverle la coleta? Señor, sobre este punto no tengo la intención de molestar a nadie pidiéndole su parecer. Usted me disculpará, sin duda –aquí su tono se hizo extrañamente persuasivo–, pero me he aventurado a clavar sólidamente esa coleta y he asumido la obligación bastante onerosa de montar guardia junto a ella. En consecuencia, me es del todo imposible obrar de acuerdo con su razonable sugestión.

–¿Me confunde usted con un chino?

Nada podía igualar a la súbita ferocidad con que lanzó este indignado reto en los oídos de su huésped. Se hubiera dicho que acababa de abofetearlo con un guantelete de hierro. Era una protesta, a la vez que un desafío. Ser confundido con un chino... Ser tomado por un cobarde. Las dos expresiones eran la misma. ¿Me toma usted por un chino?, es la pregunta que a veces se hace al oído de quien acaba de recibir un golpe mortal.

Pero la bofetada del señor Beeson no produjo ningún efecto, y al cabo de un instante de silencio durante el cual el viento, atronando en la chimenea, evocaba el ruido de las paladas de tierra que se echan sobre un féretro, continuó:

–Pero, como usted dice, ya me tiene harto. Siento que la vida que llevo desde hace dos años es un error... Un error que puede corregirse. Ya ve usted cómo. ¡La tumba! No, no hay nadie que pueda cavarla. El suelo está helado, también. Pero usted es muy bienvenido. Puede decirlo en Bentley’s Flat... Pero eso no es lo importante. Lo importante es que me dio mucho trabajo cortarla: se trenzan con seda los pelos. ¡Uf!

El señor Beeson estaba hablando con los ojos cerrados y divagaba. Su última palabra fue un ronquido. Un momento después respiró largamente, abrió los ojos con esfuerzo, hizo una sola observación y enseguida cayó en un sueño profundo. Había dicho lo siguiente:

–¡Se están tragando todo mi oro!

Entonces el anciano, que no había pronunciado una palabra desde su llegada, se levantó del asiento y empezó a desnudarse lentamente. En su ropa interior de franela parecía tan anguloso como la difunta Signorina Festorazzi, una irlandesa que tenía seis pies de altura y pesaba cincuenta y seis libras, y que acostumbraba exhibirse en camisa ante la gente de San Francisco. Acto seguido se deslizó en una de las dos cuchetas, después de haber dejado su revólver al alcance de la mano, de acuerdo con la tradición de la comarca. Este revólver, que tomó de una repisa, era el que, según su anfitrión, había motivado su vuelta a la Quebrada dos años antes.

Al cabo de pocos momentos, el señor Beeson despertó. Al ver que su huésped se había ido a dormir, hizo lo mismo. Pero antes se acercó a la larga coleta de trenzados cabellos paganos y le dio un vigoroso tirón para asegurarse de que seguía firme en su sitio. Las dos cuchetas, dos tablas cubiertas de mantas no demasiado limpias, estaban colocadas frente a frente, una de cada lado del cuarto. Entre ellas se encontraba la puerta de la pequeña trampa cuadrada que daba acceso a la tumba del chino. Agreguemos, de paso, que estaba guarnecida por una doble hilera de gruesas cabezas de clavos. En su resistencia a lo sobrenatural, el señor Beeson no había desdeñado el uso de precauciones materiales.

Ahora el fuego estaba lejos; las llamas azuladas e impacientes, con ocasionales sobresaltos, proyectaban sombras espectrales en las paredes –sombras que se desplazaban de manera misteriosa, ya separándose, ya volviendo a reunirse–. Sin embargo, la sombra de la coleta colgante se mantenía cerca del techo caprichosamente apartada, en el otro extremo del cuarto, parecida a un signo de admiración. Afuera, el creciente canto de los pinos había alcanzado la dignidad de un himno triunfal, espaciado por aterradores silencios.

Fue en el curso de aquellos intervalos cuando la trampa del suelo empezó a levantarse. Lenta y regularmente se levantaba, mientras lenta y regularmente se levantaba la cabeza del viejo señor para observar el fenómeno. Después, con un estruendo que sacudió la cabaña hasta sus cimientos, la trampa cayó por completo y los extremos hasta entonces invisibles de sus largos clavos apuntaron amenazantes al techo. El señor Beeson se despertó. Siempre acostado en la cucheta, se apretaba los párpados con los dedos. Temblaba, castañeaba los dientes. Su huésped, ahora apoyado en un codo, observaba los acontecimientos con sus gafas verdes que brillaban como lámparas.

De pronto, una ráfaga ululante se precipitó por la chimenea esparciendo las cenizas y el humo en todas direcciones y dejando el cuarto en la oscuridad. A los pocos instantes, cuando el fuego volvió a iluminarlo, pudo verse a un hombrecito moreno, de apariencia atractiva y ropas de un gusto impecable, sentado con precaución en el borde de un taburete, cerca del hogar, y que saludaba al viejo señor con la cabeza y le dirigía la más cordial de las sonrisas. “Viene de San Francisco, sin duda”, pensó el señor Beeson. Habiéndose recobrado un poco de su espanto, trataba de explicar de algún modo los acontecimientos de aquella noche.

Pero otro actor entró en escena. Del cuadrado negro que había en el cuarto emergió la cabeza del chino difunto, los ojos vidriosos entre los párpados arrugados y oblicuos, mirando la coleta que pendía encima de él con una expresión de indecible anhelo. El señor Beeson lanzó un gemido y volvió a taparse la cara con las manos. Un leve olor a opio invadió la cabaña. Como impulsado por un débil resorte, se alzó lentamente el fantasma vestido con una corta túnica de seda azul acolchada, cubierta por el moho de la tumba. Cuando sus rodillas llegaron al nivel del piso, saltó en el aire con un rápido impulso, semejante al brinco silencioso de una llama, tomó la coleta con ambas manos, levantó su cuerpo y se colgó de la punta con sus horribles dientes amarillos. Aferrado frenéticamente a ella, y haciendo muecas atroces, se balanceaba de un extremo a otro del cuarto, en sus esfuerzos por desprender de la viga su legítima propiedad, pero sin hacer el menor ruido. Se hubiera dicho un cadáver presa de artificiosas convulsiones provocadas por una pila galvánica. ¡Era realmente espantoso el contraste entre su actividad sobrehumana y su silencio!

El señor Beeson se encogió en su cucheta. El hombrecito moreno descruzó las piernas, dio un golpe impaciente en el piso con la punta de su bota, y consultó un pesado reloj de oro. El anciano se incorporó, muy erguido, y con un ademán tranquilo empuñó el revólver.

¡Pum!

Como un ahorcado cuya cuerda acaba de cortarse, el chino se hundió en el agujero negro abierto a sus pies llevando la coleta entre los dientes. La trampa volvió a cerrarse con un ruido seco. El hombrecito de San Francisco saltó ágilmente de su alcándara, cazó algo en el aire con su sombrero, como un niño caza una mariposa, y desapareció en la chimenea como engullido por succión.

Afuera, en las lejanas tinieblas, flotó un débil grito que entró por la puerta abierta, un larguísimo, entrecortado gemido como el de un niño estrangulado en el desierto, o el de un alma condenada arrastrada por el Maligno. Debió de haber sido el coyote.

En los primeros días de la primavera siguiente, un grupo de mineros en busca de nuevos lavaderos de oro pasó por la Quebrada. Errando por las abandonadas cabañas encontró en una de ellas el cuerpo de Hiram Beeson, acostado en una cucheta, con el corazón atravesado por una bala. El proyectil, sin duda, había sido disparado desde el extremo opuesto del cuarto, porque en una de las vigas de cedro había una leve mancha azul, allí donde golpeó en un duro nudo de la madera que hubo de desviarlo hacia el pecho de la víctima. Fuertemente atada a la misma viga, podía verse lo que parecía ser una cuerda hecha de crines de caballo trenzadas. La bala cortó la cuerda antes de tropezar con el nudo de la madera. No había ningún otro objeto digno de interés, fuera de algunas ropas incongruentes, manchadas por el moho. Después, honorables testigos las identificaron. Según sus declaraciones, habían revestido los despojos mortales de algunos ciudadanos de la Quebrada, cuando fueron enterrados muchos años antes. Pero no es fácil comprender cómo ello era posible, a menos que las vestiduras hubieran servido de disfraz a la Muerte misma, lo cual no es de ningún modo verosímil.

 

 

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