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"Mi biblioteca está en mi mente"

¿Qué leen los que hacen música? Erica García comparte con nosotros los libros de su vida.

Por Valeria Tentoni. Foto Federico Swarovsky.

Erica García

Erica García empezó a hacer música a los 7 y no paró: es cantante, compositora y multiinstrumentista. A comienzos de los 90 lideró el trío Mata Violeta, y en el 97 grabó su primer disco, El cerebro. Después vinieron La bestia, producido por Ricardo Mollo, y Amorama, por Gustavo Santaolalla. En 2003 se mudó a Los Ángeles y ahí, entre otras muchas cosas, mantuvo el proyecto Mountain Party. Desde 2010 está de vuelta en Argentina. Todas estas cosas se pueden predicar de ella: fue nominada al Grammy Latino, estudió actuación en Stella Adler de Hollywood y con Norman Brisky (hace poco participó de la miniserie Fronteras), tomó taller literario con Tom Lupo (“tal vez algún día publique alguno de los libros que tengo escritos”, dice), es Instructora Internacional de Kundalini Yoga, cinturón negro de Tae Kwon Do y pinta. “Soy de naturaleza bastante brava y lo que quiero lo tomo o lo hago posible”, dice en una autoentrevista.

 

Hace poco editó Tangos vampiros y está preparando un nuevo disco, al que todavía no le eligió el nombre, mientras dirige su escuela de canto, en Buenos Aires. Curiosa, hiperactiva, mil vidas en una, dice que, como le escuchó una vez a Calamaro, descansar va a descansar el día que se muera. Le preguntamos por los libros de su vida —algunos, de hecho, se le pasaron a la piel como tatuajes— y aquí van sus respuestas:

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—¿Recordás cuáles fueron los primeros libros que te volaron la cabeza de chica?

—Mi madre me enseñó a leer desde los 3 años, porque yo lo pedía. Esta habilidad me trajo problemas, ya que debí ocultar en el jardín que yo sabía leer para no adelantarme y no hacer sentir mal a los otros niños, hasta llegar a primer grado, a los 6. Esta relación prohibida con el maravilloso acto de leer fue algo muy traumático para mí. Ya habilitada, a los 6 años me regalaron Caramelos surtidos, una divina recopilación de cuentos de Elsa Bornemann, Marco Denevi y muchos autores más. Era delicioso, un montón de cuentos que me han ayudado a viajar en mi mente de niña tímida. La escuela me mostró al increíble Horacio Quiroga y sus Cuentos de la selva, el clásico Mujercitas de Alcott y, como he hecho la primaria bilingüe, también lei Tom Sawyer en inglés. El hábito de leer inglés es maravilloso, y me gustaría saber leer en todos los idiomas. Las traducciones hacen el mejor esfuerzo por acercarnos la pureza del texto pero “I love you” nunca dice lo mismo que “Te amo”. Tom Sawyer fue un gran punto. El niño Tom se escapaba, fumaba, se iba al río, se metía en cuevas y yo me escapaba con él. Tom me estaba diciendo que ya era la hora de ser adolescente. A los 11, en unas vacaciones en Villa Gessel, fuimos a comprar libros con mis padres. Ahí, sola, entre las góndolas, me topé con un título que me conquistó: Blues de la calle Beal y una tapa que me conquistó aún más, negra con un dibujo de chica y chico. Muchos años después, ya adulta, supe que su autor, James Baldwin, escribía sobre racismo y homosexualidad mucho antes de que fueran temas mas aceptados y hablados. Baldwin me contó las opresiones de esos adolescentes negros (me gusta decirles así, amo su piel) pero aún más en detalle me contó lo que viví como primera “experiencia sexual literaria”: un acercamiento entre chica y chico de la tapa, los besos, la erección a traves de la frazada, todo con un amor, delicadeza y calidez que agradezco me haya despertado con ese texto. No tuvo absolutamente ninguna recomendación de nadie y pasó a ser clave en mi vida. Me parecía oscuro y bello. Además para una niña música, empezar un título con la palabra “Blues” era un número puesto, yo tocaba la guitarra desde los siete años. Mis padres no sabían que estaba leyendo eso, pero sí se enteraron de que comencé con Anaïs Nin y pedí un libro de Ana María Shua que en su interior rezaba la frase: “A coger que se acaba el mundo”. Me quitaron el libro. Lectura prohibida para Erica otra vez a los 14 años. Seguí con libros de mi abuelo, Wilde, William Blake y Aldous Houxley. Como eran “los libros del abuelo” estaban bien.

—¿Tu abuelo era muy lector, él te acercó a los libros?

—Sí, mi abuelo paterno, Tomás, era el gran lector. En su casa tenía todo un cuarto tapizado de libros y dormía ahí dentro solo. Podías encontrar novelas, física, filosofía, de todo. Había sido marinero y era el único de la familia que sabía idiomas. Yo sabía que él tenía acceso a otros mundos. Pero también tuve la fortuna de que mi familia —laburante, joven y bohemia— tenía un negocio de camiones y transportaban... libros. En mi casa había muchísimos: de teatro griego con hojas doradas, enciclopedias, poesía, y cantidad de libros gigantes de arte. Hoy agradezco haber conocido el mundo y todos sus museos a través de esos libros con siete años... Confieso que la escuela secundaria no me fomentó ni un poco el amor por la literatura. Y eso que me gustaba escribir desde pequeña y nunca me llevé ninguna materia. Una pena que no supieron tocarme la fibra. Yo sola busqué a Sabato, Cortázar, Bioy; más que nada porque lo decían las revistas.

—¿Y qué más había en tu mundo por esos años?

—Paralelamente, siempre me interesó mucho la cultura oriental y el deporte. En esa época llegué a cinturón negro de Tae Kwon do, por lo tanto de adolescente leía el Tao Te Ching, el I ching, budismo. Tambien me interesó siempre el ocultismo y lei astrología, quiromancia. Era una adolescente muy introvertida. No tenía muchos amigos. Solo novio y algunas amigas con las que íbamos a bailar, como cualquier chica de los 80, que jamás se enteraban de que yo hacía música, leía o pintaba. Mi relación con mis amigas era mas frívola, festiva, lo cual me gustaba mucho y era muy necesario para descomprimir tanta profundidad. Luego a los 20 años comencé un grupo de escritura con uno de mis maestros de la vida, Tom Lupo, que te cita autores cada tres palabras. Conocerlo a él y tener un grupo de poesía por dos años, en esa época de formación, fue muy importante. El me presentó a Pizarnik, Pessoa, Girondo, Dostoievsky, Ferlinghetti, Ginsberg, todo. Tom se encargó de que ese grupo de jóvenes conociera todo. En esa época tuve un brevísimo paso por la banda Los Twist. Muy lindos amigos, y Tito Losavio, que era su guitarrista (y de Man Ray), me prestó Ficciones, de Borges, que me volvió loca. Luego hice muchos años (y con mucho gusto) de “lectora de Bukowski”; a la pareja que tenía por entonces, Ricardo Mollo, le gustaba arreglar sus guitarras mientras yo leía en voz alta, asi él asimilaba la lectura mejor. Es notable cómo el rock (Lupo, Losavio, Mollo) es leído y buscador de mundos.

—"La vida es novela / hay que escribir mucho", cantás. ¿Cómo se mete lo que leés en lo que escribís?

—Esa frase, que creo es una de las mejores que he escrito, se refiere a que las novelas no son cosa corta. Corto puede ser un cuento, pero a la vida hay que caminarla mucho, no se escribe rápidamente, lleva mucha corrección, un trabajo artesanal, como una novela. Creo que lo que leo se mete inconscientemente, no podría precisar algo que haya leído que aparezca en mis canciones.

—¿Cómo te llevás con las letras que escribís? ¿Sale primero la melodía?

—Siempre he hecho primero las melodías y después me encanta acomodar las palabras para que queden perfectas. Es un trabajo fascinante de fonética y sentido. Hay veces que podés buscar una palabra por días o años, una sola, y la canción te queda perfecta. Como ponerle un diamante a un vestido. Otras veces sale todo junto como magia en cinco minutos. Lo último que estoy componiendo para mi próximo disco de canciones lo estoy encarando más desde la música de la propia palabra. Me fascinan el rap, el hip hop y toda la música urbana negra, que hace música con lo que tiene, golpes y palabras. Es minimal, suficiente, hermoso.

—¿Cómo es tu biblioteca ahora? ¿Perdiste muchos libros en las mudanzas?

—Los libros no se pierden: se los quedan las parejas, los amigos y los viajes. Tengo pocos, ordenados por orden de simpatía momentánea. Dejé a mis Lewis Carroll, Dostoievsky, Flaubert y discos en un altillo de un amigo en Los Ángeles. Había que viajar liviana por el carísimo impuesto extra. Además en siete años de ausencia traje un nuevo “exceso de equipaje de 40 kilos”: mi compañera de aventuras, mi Perra Polly Jean, como PJ Harvey y como la tía Polly de Tom Sawyer.

—¿Qué libro prestaste y nunca te devolvieron que extrañes horriblemente? ¿Qué libro te prestaron y no devolviste que no estés dispuesta a regresar al dueño?

—Nunca presté libros, si un amigo me pide y se lo puedo dar se lo regalo directamente para ahorrarme el sufrimiento post libro. Además confieso algo: me molesta acumular. Considero que cuando leí un libro ya está dentro mío y lo puedo dejar ir. Si me gusta mucho no te lo presto ni te lo regalo. Por lo mismo, nunca pido libros prestados. No me gusta hacerlo. Amigos me han prestado libros porque ellos querían y algunos los devolví, otros le habrán quedado a algún ex novio, no podría precisar. Me mudé de casa y país muchísimas veces, mi biblioteca está en mi mente.

—¿Cómo tratás a los libros? ¿Subrayás, usás marcador, escribís las hojas o sos cuidadosa?

—¡¡Profana!! ¡¡A la hoguera!! ¡¿Cómo voy a subrayar un libro?! El único que subrayé, porque lo estuve estudiando y al que incluso (no vale reírse) le até un pequeño lapicito, es El Príncipe, de mi querido Nicolás Maquiavelo.

—¿Cuáles son tus libros favoritos, o los que recuerdes con más fascinación de los que leíste hasta ahora? 

—No dudo: El retrato de Dorian Gray. En inglés. Me hizo llorar y reír en la primera página. Lo había sacado de una biblioteca pública, lo despedí llorando, con un beso, y lo metí en la urna de libros devueltos, como si hubiera despedido a un amigo. También los poemas de Pessoa, hasta lo tengo escrito en mis muebles a Pessoa: el poema “Mas allá de la curva del camino”, que no es muy conocido, me cambió la vida y me llegó en el 99 cuando participé del documental 20 años 20 poemas 20 artistas, de las Madres de Plaza de Mayo. Por otra parte, mi querido I Ching, que casi me lo sé de memoria y consulto frecuentemente con fervor desde los 15 años, y tiene prólogo de Borges. Y casi me olvido de uno, por el cual me hice mis tatuajes,  y es muy muy importante: Leyendas de Guatemala, del premio Nobel guatemalteco Miguel Angel Asturias. Me lo recomendó Devendra Banhart. Tiene una escritura embriagadora, tóxica, en el mejor sentido de la toxicidad. La leyenda de la princesa a la cual el dios le tatúa con la uña un barquito en el hombro izquierdo para protegerla de todos los males, me valió mi tatuaje de un barquito vikingo en mi hombro izquierdo.

—¿Último libro que leíste?

—Estoy con dos a la vez. Aunque usted no lo crea estoy leyendo un libro que me fascina y puede que para el leído sea una herejía, pero a mí me gusta: se llama Las 48 leyes del poder y tiene historias verídicas y postulados deliciosos. Y el segundo es de masonería, mitos e historias, Rebelión en la logias de M.J. Campos.

 

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