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Rodolfo Walsh: tabú y mito

"El gran grito de alerta": así define Osvaldo Bayer a Operación masacre, de Rodolfo Walsh, en la introducción con la que presenta el volumen publicado por Ediciones de la Flor.

Por Osvaldo Bayer.

operación masacreNo tengo otra forma de definir a Rodolfo Walsh que tomar la frase de Madame Staël referida a Schiller: “La conciencia es su musa”. Su conciencia lo seguía a todas partes. (“Me siento insultado, como me sentí sin saberlo cuando oí aquel grito desgarrador detrás de la persiana.”) Ése es el parámetro de su vida: su conciencia. Predestinación de mezclarse con la vida, de meterse. No fue consciente, tal vez, de su predestinación. La sangre que circulaba por sus venas no lo dejaba tranquilo con los productos que le depositaba en el cerebro. Sus mejores cualidades literarias fueron alma y humanidad. (Y precisamente ésas no son las que hay que tener para ser considerado un creador literario. Los mandarines oficiales de la cultura del ’83 lo quisieron apostrofar con aquello de “esteta de la muerte”. Arrogancia y profundo desconocimiento humanos propios de cierta cultura académica sostenida con papales de Harvard y Cambridge.) Sí, porque Rodolfo Walsh era de Choele-Choel y había cabalgado doscientos kilómetros para salvar el caballo de su padre muerto. Ésa es su verdadera universidad; esas horas plenas de dolor del chico ante ese mundo amenazante, ante ese Dios ontológicamente injusto con los débiles, que son siempre los faltos de malicia. La inspiración de Walsh siempre vino de las contrapartidas, porque sospechó de la miopía que crece en la rutina de los claustros. Por eso Walsh se les escapa a los críticos establecidos –los frígidos y los infibulados– que no lo pueden encasillar. Y no van a poder nunca. Esos examinadores sinodales no se atreven a aplazarlo pero no le dan el pase para ser admitido en las órdenes sagradas. Lo califican de periodista para enviarlo al depósito de mercaderías varias. Walsh –creo– habría aceptado gustoso la definición de “autor de novelas policiales para pobres” si hubiera leído el ensayo que le dedicó un buen hombre, tal vez un tanto confundido por la enorme fuerza de este autor y su obra, por la mezcla salvaje de ética y rebeldía, con una imaginación donde se notan las precoces transfusiones de sangre de Georg Büchner, de Roberto Arlt y de aquel increíble “reportero frenético” Egon Erich Kisch, el genial cronista de la república de Weimar que desnudó la falacia de Hitler y sus protectores, y lo previó todo antes del ’33. No sé si Walsh quiso hacer con su máquina de escribir más pedagogía social que literatura; si se lo propuso o se lo preguntó a sí mismo. Sus respuestas son irónicas a este respecto. Su idioma dominaba todos los registros; le interesaba ser breve y claro para que lo comprendiese el lector pobre de novelas policiales. Esto no se lo van a perdonar jamás ni la sociedad argentina establecida ni sus acólitos, que nunca quieren perder el tren del poder y se sienten cómodos en sacralizar a sus intelectuales octogenarios hundidos en el suave desencanto de la vida con la metáfora siempre elegante de la duda y el pesimismo.

 

A Walsh no lo van a perdonar  porque él sobrevoló su propio laberinto para acompañar en calles cuadradas y simétricas, numeradas del uno al cien, al desconocido que es condenado a muerte todos los días por las circunstancias y sus custodios.

Tabú y mito quedará para siempre Rodolfo Walsh entre nuestra sociedad argentina y sus mandarines culturales, por un lado, y los que divagan entre la poesía, el sueño y la justicia con sol.

A Walsh lo han nombrado “el anti-Borges”. Qué rara coincidencia. Al joven Büchner (apenas con su magistral fragmento Lenz, con su Woyzeck, su Leonce y Lena, su Muerte de Dantón) lo califican el “anti-Jünger” (y a éste, el “Borges alemán”). Büchner era –como Walsh– un agitador. Walsh era, como Büchner, un contrabandista de la literatura. Büchner un comunista precoz; Walsh, un revolucionario latinoamericano consecuente y sin prisa. Ernst Jünger (el Borges alemán [o Borges, el Jünger argentino]) ha sido denominado no sin cierta ternura en un seminario cumbre de Berlín un fascista noble de frialdad proporcionada, donde el calificativo de fascista no fue pensado en peyorativo sino como categoría de pensamiento. Tal vez para evitar confusiones, el sociólogo Oskar Negt se apresuró a corregir aquel título por el de un antidemócrata constitucional. De cualquier manera, Jünger (el Borges alemán) ha construido los fuertes pilares del edificio teórico de la revolución conservadora. Un pionero. ¿Walsh, el anti-Borges? Tal vez una definición excesivamente ampulosa, un poco para asustar al descuidado. O más bien una búsqueda desesperada de congruencia entre los conceptos moral, estética y política. Walsh es siempre joven, impetuoso. Vuelo y profundidad. En su conversación con el lector pobre de novelas policiales hay genio, tragedia, misterio, ansia. (¿Qué es literatura, acaso?)

Nunca le van a perdonar a Walsh eso: que ha quedado siempre joven. Se les escapa de los moldes y las escuelas. Supo ver y desnudó a toda la sociedad argentina cuando dejó de jugar al ajedrez y se asomó a ver qué pasaba. Así nació Operación Masacre. En esas pocas páginas está toda esa sociedad argentina que no dejó de gobernar nunca. Están los uniformados pero también la justicia, en esos personajes próceres del derecho: Sebastián Soler, Aleonada Aramburu, Amílcar Mercader. Que van y vienen y cambian de nombre pero no de rostro y están en todas las épocas, desde 1810.

Operación Masacre es el gran grito de alerta. Nadie como Walsh supo describir a los verdaderos fundadores de la gran masacre que vendría después. El teniente coronel Fernández Suárez no es nada más que la reencarnación del otro teniente coronel Héctor Benigno Varela, fusilador de las peonadas patagónicas, y el predecesor contemporáneo de esas figuras casi inverosímiles en su crueldad y su brutal soberbia: Menéndez, Massera, Camps. El método de Fernández Suárez es el mismo: la bravata, el golpe, la intimidación, la tortura, el robo de las pertenencias, el asesinato. Walsh pone una a una las pruebas sobre la mesa. Los Aramburu, Rojas, Manrique Quaranta recurren a los civiles. Los civiles encuentran siempre la solución. El discurso de Aguirre Lanari –hombre de todas las dictaduras y de nuestras pobres democracias– en La Plata, lo dice todo. El asesino será aplaudido. Walsh no se queja: demuestra. Cuando uno lee Operación Masacre puede entender muy bien el porqué de la reacción de la juventud en los sesenta y setenta. Ahí está la raíz de la violencia. Había que ser muy pequeño, como joven, para no sentir vergüenza. Vendrá el golpismo como profesión, con aquellos protagonistas dignos de sainetes y novelones de principios de siglo, como los Toranzo Montero, Sánchez de Bustamante, López Aufranc. Y después de ellos aparecerá un Aramburu franquista: el triste Onganía con su general Fonseca, aquél de los bastones largos. Todo esto y mucho más. Ése era el ejemplo de democracia que se daba a nuestra juventud. Se sembró violencia. Y sus obispos representativos fueron generales y almirantes de gestos mesurados, respaldados por intelectuales afincados en la aristocracia de la cultura y políticos ansiosos asomados a la puerta de los cuarteles, mientras se apaleaba y se metía picana al vulgo, a los plebeyos. No había más censura para las clases lectoras pero se metía bala en los basurales. Un pueblo, de la mano de la democracia peronista a la nueva década infame de los cincuenta y sesenta; la primera, de trece años; la segunda, de dieciocho. Pero lo que más aflige es la ofensa que el hombre lleva adentro, le basta escribir a Walsh.

Y más adelante: Entonces estamos todos avergonzados. Ahí le está dictando su conciencia, él se limita a teclear. Él tampoco es un héroe de película sino solamente un hombre que se anima; sí, al hablar de otro, Walsh se está describiendo a sí mismo. Y toma contacto con los que van a ser sus personajes: He hablado con sobrevivientes, viudas, huérfanos, conspiradores, asilados, prófugos, delatores presuntos, héroes anónimos. Walsh, como Arlt, no sublimiza a la gente del pueblo. Para Walsh es como es y en tres líneas la retrata al hablarnos de un vecino, don Pedro: Sus ideas son enteramente comunes, las ideas de la gente del pueblo; por lo general acertadas con respecto a las cosas concretas y tangibles, nebulosas o arbitrarias en otros terrenos. Walsh no se hace ilusiones, los toma como son, pero no por eso hay que fusilarlos ni picanearlos. Los describe como Arlt pinta en aguafuerte el fusilamiento de Di Giovanni, cuando ve morir a un hombre, no al más perseguido de la sociedad. No hay adjetivos ni metáforas. Es un hombre que muere. Un hombre más que muere: el protagonista verdadero es toda la sociedad lasciva y soplona que lo fusila.

Operación Masacre es el prólogo de la tragedia que vendrá después. Aramburu y Rojas serán el prólogo de Videla y Massera. Rodolfo Walsh se convertirá de testigo en protagonista. Será asesinado a balazos, como sus personajes de José León Suárez. Nuestra sociedad aplaude frenética a nuestros intelectuales que cumplen ochenta años y nos han ayudado tanto a tener siempre prestos el punto final y la obediencia debida.

Rodolfo Walsh no existe. Es sólo un personaje de ficción. El mejor personaje de la literatura argentina. Apenas un detective de novela policial para pobres. Que no va a morir nunca.

 

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