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¿Por qué es tan difícil pensar un más allá del capitalismo?

Sobre Realismo capitalista, de Mark Fisher 

"¿No seremos literalmente adictos a la broma infinita del capital, ese chiste gastado y estúpido que nos calca a fuerza de engrapadora una sonrisa histérica, nerviosa, para mantenernos a raya, funcionales, civilizados y tranquilos?", se pregunta Matías Moscardi al leer uno de los últimos libros que nos dejó Mark Fisher antes de suicidarse, editado por Caja Negra, que próximamente sacará Los fantasmas de mi vida.

Por Matías Moscardi.

 

La mejor definición del capitalismo podría ser la que aparece abreviada en el título de la monumental novela de David Foster Wallace: La broma infinita. Se sabe: la repetición de un chiste conduce a su devaluación. Entonces: ¿cómo podría una broma ser efectivamente infinita sin el interdicto de una adicción perversa que garantice como imperativo el efecto de la risa, el eco eterno de una carcajada grotesca? En otras palabras: ¿no seremos literalmente adictos a la broma infinita del capital, ese chiste gastado y estúpido que nos calca a fuerza de engrapadora una sonrisa histérica, nerviosa, para mantenernos a raya, funcionales, civilizados y tranquilos? De esto nos habla un libro de esos que subrayamos por completo y leemos de un tirón: Realismo capitalista, de Mark Fisher (Caja negra, 2016), quien ingresó recientemente, junto a David Foster Wallace, en el club de los suicidas.

¿Por qué es tan difícil pensar un más allá del capitalismo? ¿Por qué la sola formulación de cualquier propuesta o alternativa nos da una íntima pereza, como si, desde el vamos, todo proyecto estuviera condenado al fracaso? ¿Por qué, además, estas alternativas generan el acto reflejo de la desconfianza, la sensación de que son inviables, de que no hay vuelta, de que el mundo es como es y no puede ser de otra manera? Algo, en los mismísimos modos de producción capitalista, parece llevar inoculado el antivirus de un escepticismo que se activa, de inmediato, ante cualquier idea de un futuro distinto del presente. Pero ¿cómo deviene posible esa imposibilidad?

En principio, podríamos decir que el dinero copia el sistema de la lengua: relativiza todos los valores. Es como la muerte: todo lo iguala. Fisher explica, en este sentido, que el poder del capitalismo reside en que se trata de un «sistema de equivalencia general», capaz de ponerle precio a todos los objetos culturales: 100 gramos de semillas de sésamo, una sola palabra traducida por un traductor matriculado, un boleto de avión que atraviesa el mundo entero, la Fenomenología del espíritu de Hegel, todo lleva inscripto la cifra que lo representa.

Habría que detenerse en la figura analítica y diferencial que propone Fisher: la del realismo capitalista. ¿Por qué, para hablar de un modo de producción económica, se introduce, como atributo antecedente, un movimiento estético literario, el del realismo decimonónico? En este punto, se impone la diferencia implícita entre lo real y el realismo: mientras lo real implica un punto presimbólico irreductible y desconocido para los sujetos –un telar de finos hilos transparentes sobre el cual se teje y desteje la trama del mundo–, por el contrario, el realismo implica una elaboración simbólica previa de ese soporte material de lo real, es decir, en pocas palabras: el realismo implica el orden de una ficción. En este sentido, podemos pensar la figura del realismo capitalista que propone Fisher, precisamente, como la ficción que el sistema productivo dominante nos vende como realidad.

Según Fisher, el capitalismo se basa en un «sistema de incorporación», una especie de compuerta espacial que, al abrirse, por el cambio de gravedad, succiona violentamente, hacia su interior, todo lo que tiene a su lado. El ejemplo cabal y sintomático de lo anterior, citado por el mismo Fisher, es Kurt Cobain: un tipo rabioso que odiaba el «sistema» y, aún así, fue fagocitado sin problemas por MTV. Recuerdo, todavía, una foto de mi adolescencia: Kurt Cobain, en la tapa de la Rolling Stone, con una remera escrita a mano que dice: «Corporate magazines still suck» («Las revistas corporativas as revistas corporativas siguen siendo una mierda»). La pregunta que se hace Fisher es: ¿podría funcionar el capitalismo sin ninguna exterioridad, sin nada que incorporar desde afuera? El capitalismo parecería ser el arte de incorporar, como movimiento constante, el afuera en el adentro.

Alain Badiou, Deleuze y Guattari, Frederic Jameson, Jean Baudrillard y Slavoj Žižek constituyen las referencias intelectuales más revisitadas por Fisher, pero siempre a partir de elementos de la cultura popular: la música y el cine comercial, el comic y la televisión, los reality shows y el sistema educativo. La incorporación de estos materiales no debería leerse como un gesto de moda flexible en la línea simpática que inauguró Žižek, sino como una verdadera necesidad intelectual de época: para leer los modos de representación de un sistema económico hay que ir a buscar los objetos que produce con naturalidad, despreocupadamente, con el objetivo de encontrar, precisamente ahí, en esa soltura, en su imprevisión, la posibilidad de un lapsus, de un acto fallido que permita captar el inconsciente del capital en todo su esplendor.

Por eso, el libro de Fisher está lleno de lecturas sutiles de materiales heterogéneos. Por ejemplo, a partir de la idea de que el anticapitalismo es una postura ampliamente difundida en el centro del capitalismo, toma la película de animación Wall-E (2008), donde vemos un futuro distópico dominado por inmensos gordos que ya no pueden levantarse de la silla en la que yacen postrados y desde la cual dominan la galaxia, para leer en esto la misma y especular pasividad de la audiencia: la película da cuenta, de acuerdo con Fisher, de los modos de funcionamiento simbólico del capitalismo, que nos enrostra lo que somos –consumidores inmóviles e impasibles– sin que por ello se nos mueva un pelo. Justamente: el capitalismo no posee ninguna función argumentativa, desconoce la propaganda –a diferencia del estalinismo o el fascismo. Por el contrario, su efectividad se basa, según Fisher, en una «función de repudio»: sabemos que el dinero no tiene sentido intrínseco y, sin embargo, «actuamos como si tuviera un valor sagrado». Por eso, como no podría ser de otra manera, en el centro del capitalismo encontramos la consigna de «abolir la pobreza», del mismo modo que la base algorítmica del narcotráfico es la retórica y teatral «lucha contra el narcotráfico», ambas pantomimas de un mismo sistema de representación, de un mismo realismo.

Una sola cosa, para terminar: a pesar del entusiasmo vitalista de Fisher, que propone pensar alternativas al capitalismo, modos contrapuntísticos de concebir la realidad, hay que aclarar que no estamos ante un libro tranquilizante o esperanzador. Mark Fisher es, en este sentido, un autor realista: y su libro puede leerse como un fresco de una lucidez vehemente y cruda sobre algunos de los problemas centrales de la Era del Capital. A riesgo de sonar exagerado: de todos los títulos del catálogo fundamental de Caja Negra, Realismo capitalista, de Mark Fisher, posiblemente sea uno de los indispensables.

 

 

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