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¿Qué son los sentimientos para la literatura?

Por Matías Moscardi

"Algo sucede con lo emocional en la literatura, algo le hace la literatura a las emociones humanas; podríamos decir, en principio: las desliga de un sujeto". Otro de los microensayos brillantes del autor de Las cosas en el blog. "Escribir, entonces, parece tener cierto nivel de autonomía con respecto a sentir".

Por Matías Moscardi.

En su «Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos» Quevedo se pregunta: «¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de sentir lo que se siente?». La pregunta divide y distingue emoción y expresión, los sentimientos de su formalización lingüística. Cuando una pareja no concuerda emocionalmente, decimos que «hablan idiomas distintos», como si los sentimientos tuvieran su propio código, un lenguaje aparte. 

En «El grano de la voz», Roland Barthes se quejaba de la demanda de la burguesía francesa en relación al arte; le piden al arte en general –dice Barthes– que traduzca una emoción conocida, tipificada, que los dramas sean sentimentalmente claros, que reconcilien al sujeto con aquello que se puede decir, con lo efectivamente dicho: por la Escuela, por la Crítica, por la Opinión. Pero ¿qué son los sentimientos para la literatura? En un conocido poema llamado, curiosamente, «Voy a hablar de la esperanza», el poeta peruano César Vallejo pone primera y arranca de este modo: «Yo no sufro este dolor como César Vallejo». Suficiente para preguntarnos: ¿se puede sentir ya no por otro sino como otro? El enigmático verso de Vallejo parecería convocar una respuesta afirmativa: como si en el poema –y esta cualidad sería extensible a la escritura literaria– se construyera un tipo de sensibilidad diferida, impersonal, transindividual, no-subjetiva. Algo sucede con lo emocional en la literatura, algo le hace la literatura a las emociones humanas; podríamos decir, en principio: las desliga de un sujeto. Todo lo contrario a la demanda del Gran Público, que busca la intensidad vivida por un individuo plasmada en el papel, representada en las palabras como un teatro, al revés, las emociones literarias parecerían resistir toda simbolización directa, cualquier anclaje temático, neutralizar lo explícito, evitar lo denotativo. Cuando Kurt Cobain no puede sonreír en la intimidad de sus videos hogareños, jugando con su hija, roza el patetismo de una persona melancolizada y misantrópica al borde del abismo; pero, en cambio, es genial cuando escribe esas letras maniacodepresivas, con figuras surrealistas y frases desconectadas que, sin embargo, se acomodan como dados que chocan entre sí hasta encontrar su posición. Escribe Deleuze: «La emoción no es del orden del “yo” sino del acontecimiento. Es muy difícil captar un acontecimiento, pero no creo que esa aprehensión implique la primera persona. Habría que recurrir más bien, como lo hace Maurice Blanchot, a la tercera persona, cuando dice que hay más intensidad en la proposición “él sufre” que en “yo sufro”». Traduce, atónita, Idea Vilariño:

Yo quiero 

yo no quiero 

yo aguanto 

yo me olvido 

yo digo no 

yo niego 

yo digo será inútil 

yo dejo 

yo desisto 

yo quisiera morirme 

yo yo yo 

yo. 

Qué es eso.

No habría, entonces, ninguna posibilidad de simple expresión en el arte por parte de un simple y pleno «yo»: la expresión queda del lado de la psicología, del uso comunicativo del lenguaje en el plano de los vínculos interpersonales o sociales. Tal es el terreno del Yo. En ese nivel, con suerte, si todo sale bien, podremos expresar algo. Ahora bien, la tormenta mental que puede llevar a una persona a escribir su síntoma se somete a un proceso de alquimia para transformarse en literatura: ninguna transparencia, ninguna claridad emocional, ningún estado de ánimo. Más bien lo contrario: en la literatura parece construirse una escala anímica que no se corresponde con ninguna afección psicológica. George Bataille, en La literatura y el mal, se pregunta cómo Emily Brontë –una joven con una vida sin exabruptos ni dramas profundos– pudo describir la pasión amorosa y la pulsión de muerte encarnadas en personajes como los de Catherine Earnshaw o Heathcliff. El mismo asombro biográfico emerge ante la lectura de El corazón es un cazador solitario (1940), primera novela de Carson McCullers, que publicó a los veintitrés años. ¿Cómo hizo para describir tan profundamente ese mundo intransferible de John Singer, su memorable personaje sordo? En el centro de la máquina literaria, la emoción no parece ser equivalente a una vivencia originaria o una experiencia real: todo se transforma, se metamorfosea, como si la escritura fuera ese reflejo o esa sombra que, en las películas de terror, de pronto, se mueve de manera independiente con respecto al cuerpo que la proyecta. 

Del lado catártico de la identificación, las emociones de las cuales es capaz la literatura vienen en una cajita feliz: prefabricadas por el autor, listas para el consumo; pero del otro lado, en la punta opuesta, contraidentificatoria, del lado de la producción, podríamos postular una suerte de ética artesanal de la afectividad lectora: una sensibilidad con respecto a la literatura que no viene del texto, del autor, sino de una práctica de lectura que construye, con esos materiales que eventual y efectivamente alguien provee, su propia sensibilidad

En Mientras agonizo (1930), de William Faulkner, el tema de la novela invita a la sensibilización del lector: la madre de una familia pobre y numerosa ha muerto. No obstante, ninguna sensiblería, ningún golpe bajo, ninguna apelación al sentimiento consumado: la muerte es la producción artesanal, pieza por pieza, clavo por clavo, del ataúd que hace uno de sus hijos, Cash, y la posterior procesión familiar al pueblo cercano –pero lejano para ir a pie con un cajón a cuestas– donde Addie Bundren pidió ser enterrada. La muerte y el trabajo –de duelo– son netamente materiales, como si la novela misma fuera un taller afectivo literario: una clase de dolor novelesco. 

En el prólogo a Spring and All (1923), un lector le escribe a William Carlos Williams: “No me gustan tus poemas; no tienes ninguna fe. Parece que nunca has sufrido ni has sentido nada de modo muy profundo. No hay nada atrayente en lo que dices, sino todo lo contrario: tus poemas son extremadamente repelentes. No tienen corazón, son crueles, se burlan de la humanidad. (…). Todavía no sufriste un golpe de la vida. Cuando hayas sufrido ¿escribirás de otra manera?”. La pregunta es tan tonta como pertinente: ¿la emoción literaria necesita de la emoción real, psicológica, para estar cargada de verdad? Y a la inversa: ¿se pueden corregir los sentimientos como un texto? Las aguas vuelven a dividirse entre el formalismo –por llamarlo de algún modo– y el existencialismo: Borges versus Sábato. Uno, cerebral, frío, intelectual; el otro, perturbado, pasional. Claro que estos atributos son maniqueos y no terminan de definir nada. Quizás la mejor respuesta al conflicto es zanjada por este poema de Ferreira Gullar llamado nada más y nada menos que «La alegría»:  

El sufrimiento no tiene

ningún valor.

No enciende un halo

alrededor de tu cabeza, no

ilumina ningún trecho

de tu carne oscura

(ni aún lo que iluminaría

el recuerdo o la ilusión

de una alegría).

Sufrís vos, sufre

un perro herido, un insecto

que el insecticida envenena.

¿Será mayor tu dolor

que el de ese gato que viste

la columna rota a palos

arrastrándose y a los gritos por el desaguadero

sin ni siquiera poder morir?

La justicia es moral, la injusticia

no. El dolor

te iguala a ratas y cucarachas

que también dentro de las cloacas

espían el sol

y en su cuerpo repugnante de entre las heces

quieren estar contentas.

Dicho en términos prosaicos: si fuera por el dolor puro, no habría proceso creativo; tampoco en la felicidad absoluta, por supuesto. «Los buenos sentimientos hacen pésima literatura», escribió el poeta chileno Víctor López en su libro Los surfistas (2005). Escribir, entonces, parece tener cierto nivel de autonomía con respecto a sentir. O mejor dicho: la escritura parece demandar cierto punto productivo de cruce o mixtura entre una cosa y la otra. Deleuze decía que la literatura consiste en inventar un pueblo que falta. Exacto: lo cual implica no solo la tarea de proyectar una geografía, un escenario –como la fantasmagórica Comala, de Rulfo– sino el de asignar un comportamiento de la lengua para ese territorio, un ritmo, unas muletillas, un balbuceo para cada uno, y con todo eso, por supuesto, un modo de sentir determinado, unas emociones que faltan, una tristeza inédita, otro tipo de felicidad, forjadas como cuna o como ataúd.     

 

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