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Entrevistas

"La experiencia de escribir es mil veces más amplia que la de vivir"

Juan José Becerra

Con su nueva y brillante novela, El artista más grande del mundo (Seix Barral) Juan José Becerra narra, con ironía y una imaginación descomunal, la vida de un genio contemporáneo desde los ojos de un escritor argentino. "El lenguaje toma el punto de vista de un drone y ve el mundo desde arriba de una manera envolvente".  

Por Valeria Tentoni.

En El artista (Duprat-Cohn), Alberto Laiseca encarnaba a un genio abandonado en un geriátrico que lo desconocía todo acerca de la crítica de arte: ese universo de tráfico de capital simbólico, rápidamente reconocible a escala real, también aparece en El artista más grande del mundo, la nueva novela de Juan José Becerra. La diferencia, aquí, es que el artista en cuestión, Esteban Krause, conoce y domina el lodazal en el que chapotean sus aduladores y festejantes, sobre el que se mantiene a flote, invencible, su nombre. Y que está dispuesto a detonarlo. 

Como la de Laiseca (que puede leerse, por caso, en El jardín de las máquinas parlantes, La hija de Kheops o Los Sorias), la de Becerra es una imaginación prodigiosa, capaz de generar una lista monumental de obras para Krause. Obras capaces de competir, incluso con la naturaleza. Con muchísimo menos se atestan las salas de los museos, pero la cantera de Becerra se contenta con la literatura, ese arte superior y económico, capaz de levantar una montaña con tan sólo escribir la línea "se levanta una montaña".

Hay otra historia que podría acercársele en una biblioteca a la de Krause: la de La purga, una novela en la que el cordobés Juan Filloy inventó a un tirano que se venga de idénticas parafernalias, reuniendo en una conferencia a los representantes del arte moderno. Como en Filloy, hay cierta acumulación furibunda en la prosa de esta novela de Becerra -una prosa eléctrica, a la que uno queda pegado como a un enchufe-. Quizás sea la del resentimiento de Alejandro Del Valle, el personaje que en el libro ocupa el puesto de biógrafo de Krause, entre otros puestos.

Del Valle, pero, no escribe como cualquiera. Lo hace por intermedio de una máquina que desgraba su voz. Una máquina que detesta y adora a la vez. "En la novela que uno está escribiendo hay una 'vida' que debe continuar", se lee en estas páginas. ¿La de cuál de los dos continúa? ¿La de Krause o la de Del Valle? En los cruces entre estos dos hombres se distribuyen los nudos de la historia.

Aquí, algunas preguntas que Becerra respondió por correo electrónico: 

 

En entrevista alrededor de El espectáculo del tiempo con Daniel Gigena decías: “Los libros anteriores son de un escritor controlado, consciente de los niveles de escritura; en éste me pareció que había que introducir en la literatura que yo había hecho hasta ese momento un factor más biológico. Digo: si no se puede introducir en la ficción un componente de verdad en términos filosóficos, por lo menos que aparezca la verdad biológica del narrador. Que eso estuviese dominado, en la medida de lo posible, en una relación con la propia prosa que fuera la más brutal”. ¿El vínculo que ideaste ahora entre Del Valle y la máquina en la que escribe profundiza esa línea? ¿Qué sería “la verdad biológica del narrador”?

Supongo que la verdad biológica de un libro es la fuerza escondida, digamos telúrica, que irrumpe desde el interior de la prosa y le recuerda a la lengua lo que ha estado olvidando por cobardía o pudor. Esa fuerza desprecia el control de calidad y la idea decadente de la literatura como profesión, y su misión es la de tratar de desactivar el hechizo infantiloide que todavía produce leer un libro. Del Valle es un personaje descontrolado al que no le cae bien ver cómo el mundo se va quedando sin literatura. Habla mal de los lectores, los editores y los escritores. Veo ahí una experiencia parecida a la de Frankenstein, en la que el autor comete el error de crear y soltar como un globo de helio a un personaje que le disputa el derecho a decir.

Sarlo escribió: “Van a leer una sátira. La sátira tiene una desmesura que no se conforma con la ironía, sino que le da a la ironía una dimensión exagerada, épica, cómica o farsesca”. ¿Es lo que te propusiste?  

No me propongo nada. Nunca sé a dónde voy ni quién me lleva. Cuando cambien esas condiciones, que se parecen mucho a las del secuestro, no sé si voy a seguir con ganas de escribir. Sobre la ironía, lo que puedo decir es que tal vez sea la frecuencia que mejor capta los problemas de terminación de todo aquello que es tomado en serio. Es el mundo el que pide la ironía como su lengua oficial.

En el libro circula la idea de la literatura como arte superior. ¿Por qué lo sería? ¿Y por qué la novela, si no entiendo mal, te parece aún la mejor variable de este arte superior?

Podría serlo porque entre un haiku y En busca del tiempo perdido se pueden encontrar todas las modulaciones de la intensidad y la extensión, y esa elasticidad para la representación no se encuentra fácilmente en otras artes. Es un problema material. La superioridad radicaría en el carácter volátil de la literatura. Si vos contás una novela en un bar eso ya es una novela concreta. Pero si un pintor te cuenta su próximo cuadro, eso también sería un hecho literario pero no se concretaría el cuadro como cuadro. El lenguaje toma el punto de vista de un drone y ve el mundo desde arriba de una manera envolvente. Por algo los dioses no son esculturas o pinturas sino configuraciones verbales.

“Lo que está matando a la literatura es el control de calidad”, dice el narrador en cierto momento. ¿Esta es una de las sentencias con las que coincidís como autor, o no? ¿Por qué?

No coincido con el tono drástico en que lo dice. Pero es cierto que la estandarización formal y la superstición de que un texto debe ser un producto bien terminado son ideas instaladas en lectores pobres de espíritu y en la industria editorial que, quizás, se esté inspirando en la industria automotriz, o en cosas peores.

Leemos, hacia el final, en Del Valle: “Después de todo, no vivir en la realidad es la única gracia de ser escritor”. ¿Cómo te vinculás con la realidad? ¿Qué de lo que hay ahí detona en vos la escritura y cómo?

Los vínculos con la realidad tienen muchos niveles. Los sueños, el delirio, un martillazo en un dedo, los viajes, la vida civil son realidades variadas que la experiencia tiende a compartimentar. Ahora, ¿en qué nivel de la realidad sucede la literatura? Creo que en todos. La experiencia de escribir es mil veces más amplia que la de vivir, y ahí no veo compartimientos sino un desierto que hay que poblar con lo que la realidad impide que suceda.

¿Tenés proyectos de novelas futuras en carpeta? ¿Escribís sin más, de cero y hasta el final? ¿Es distinto con cada libro?  

Cada libro pide su lengua, su estructura, sus dramas y su duración. El ADN de una novela está en la idea que la concibió, pero a cambio de que el desarrollo sea un misterio para su autor. Eso creo. Cuando termino un libro recuerdo el proceso como un black out. No tengo ninguna memoria de cómo, de la nada, se va formando una novela. Hace poco, revisando unos papeles, encontré el plan maestro de Atlántida. Era como un guión estalinista donde se detallaba, capítulo por capítulo, incluso escena por escena, la novela que tenía que escribir. Sin embargo, lo que escribí fue la novela que faltaba en ese plan. Digamos que quise ser disciplinado pero no pude. Desde entonces, lo que hago es divagar en el interior de lo que escribo como si flotara sobre un océano sin costas. Me parece que tiene más onda.

¿Cómo armaste al personaje de Krause? La cantidad de obras que imagina y concreta, ¿de dónde provienen? ¿Son también algunas reales, documentadas, y otras ficcionales?

Todas las obras de Krause son imaginadas y seguramente inviables para la realización. En su catálogo podría verse algo de lo que hablamos sobre la literatura como arte superior, en el sentido de que los deseos de la literatura son performativos al modo de la magia. Para que algo exista en la literatura sólo hay que decirlo. En el fondo, él envidia en secreto la velocidad y la autosuficiencia de la creación literaria.

¿Recordás la primera vez que estuviste ante una obra de arte en la comprensión de que de eso se trataba y el efecto que te produjo?

En cuestiones de efecto, me sorprendió ver un día un Bacon en la casa de una persona que no nombro para que no la secuestren. El cuadro estaba apoyado en el piso, y mi reacción fue parecida a la de quienes vieron La fuente de Duchamp en la Sociedad de Artistas Independientes de Nueva York: "¿Qué hace esto acá?".

“La literatura será en el futuro un tipo impopular de periodismo”, vaticina Del Valle. ¿Qué creés vos ocurrirá en el futuro con la literatura?

La literatura del futuro seguirá en la misma trinchera que estuvo en el pasado. Me conmueve un poco que las corrientes más populistas de la producción de libros y el periodismo aspiren a sustituirla a toda velocidad, pero no veo que les de el pinet. Recuerdo lo que dijo Sarlo en el coloquio sobre Saer que se hizo en Santa Fe: "Saer fue un hijo de inmigrantes que supo esperar". Es la mejor definición que escuché sobre la literatura como una aristocracia de la paciencia.

Hay varias líneas contra la estupidez en la novela: la del lector, la de una cierta clase, la de los espectadores. ¿De qué hablamos cuando hablamos de estupidez en tu sistema de ideas?  

Me parece que la estupidez es un fenómeno ambiental del que no están exentos ni sus enemigos. Mi sistema de percepción la reconoce como una fuerza universal muy dañina que tiene el don de pasar desapercibida. Por cuestiones de gusto, la asocio con las ideologías zombis, esas que no reconocen la soberanía personal y hablan la lengua del periodismo industrial como si fuera propia.

¿Por qué escribís libros?

No sé.

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