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"Paso mucho tiempo en mi cabeza"

Foto: Ashley Inguanta

David James Poissant

"Me interesan los personajes que causan sus propios problemas", responde el autor de "El cielo de los animales" (Edhasa). Conversamos con el estadounidense David James Poissant alrededor de su primer libro, de su biografía lectora y de las instancias de formación y circulación de un escritor joven en su país.

Por Valeria Tentoni.
Foto: Ashley Inguanta.

 

David James Poissant nació en Syracuse, estado de Nueva York, y creció en los suburbios de Atlanta. Desde entonces ha vivido en Arizona, Ohio y, ahora, Orlando, Florida. Desde ahí nos responde, vía Skype, algunas preguntas. Ahí vive con su esposa y sus hijas, mellizas. Ahí enseña escritura en la Universidad Central de Florida, en una Maestría en Bellas Artes, un programa universitario similar al que tomó él cuando se decidió a abandonar la docencia escolar para dedicarse a la literatura.

Mal no le fue. Su primer libro, El cielo de los animales, ya se tradujo al italiano, al francés y, ahora, al español vía Edhasa, con versiones de los 15 relatos que lo componen a cargo de Teresa Arijón y Bárbara Belloc. Las piezas habían aparecido antes en medios como The Atlantic, The New York Times y Playboy, y fueron reconocidas con distintos premios en su país. En este momento se encuentra trabajando en su primera novela; en ella, explica, los personajes de uno de los cuentos que encontramos en esta compilación (una pareja que pierde un embarazo) son retomados, varios años más tarde en sus vidas. No es la primera vez que arrastra hacia el futuro a sus personajes, de una historia a otra. El relato que abre El cielo de los animales está protagonizado por la misma dupla, padre e hijo, que el que lo cierra. El escritor dice que, del total de elementos, esos dos son los que siempre se mantuvieron en su lugar cuando se barajaba el orden definitivo de la antología. 

Hijo de una bibliotecaria, a Poissant, de chico, no le gustaba leer: “Mi mamá se volvía loca por interesarme en los libros, pero no había caso. Sí amaba, en cambio, las películas y las imágenes, así que ella hizo trampa: empezó a darme de leer historietas. Me convertí en un lector voraz de cómics, y cuando llegué al secundario me empecé a interesar, al fin, en la literatura”. De esa era lectora se guardó, sin embargo, una lección útil: “Gran parte de la narración de una historia es muy visual. El lector no puede ver las imágenes que hay en mi cabeza, así que me esfuerzo en mostrarle las cosas. Cuando un personaje entra en una habitación, intento no solo mencionar la habitación sino realmente describirla. Quiero que el lector sepa cómo se ven las cosas, que sea capaz de ver todo lo que hay”.

Como escritor, se define como un perfeccionista: “Paso mucho tiempo metiendo y sacando comas, torturándome con cada oración. El primer borrador suele salir rápido, pero llego a escribir unas 30 o 40 versiones antes de darlo por terminado. Especialmente con las novelas. En Estados Unidos las novelas se llevan, por lo general, más atención que los libros de cuentos. Así que la novela que estoy escribiendo, pienso, será para muchos lectores prácticamente mi primer libro”, calcula. Quiere hacerlo bien. Muy bien. 

¿Con qué materiales trabaja? ¿De donde salen esas mascotas involuntarias, los corazones aullantes, toda esa ferocidad inesperada? “Mis historias no suelen ser autobiográficas. Nunca perdí un hijo, nunca cargué un cocodrilo por un campo de golf... Tengo una vida bastante aburrida. Una vida muy feliz, sí, pero se ve que me atraen las historias de las personas que se meten en problemas. De hecho, me interesan los personajes que causan sus propios problemas. Los personajes que no pueden terminar de decir lo que piensan. En muchas de mis historias los personajes están aprendiendo a decirle a alguien que lo aman, o a pedir perdón. Esas son las dos cosas que siguen volviendo; las preguntas sobre la disculpa y el amor. Muchos hombres en Estados Unidos tienen problemas para decir esas dos cosas. Yo no los tengo en mi propia vida, pero creo que mi escritura es una suerte de exploración alrededor de eso, de por qué es así para tanta gente”. 

 

—¿Cuál fue la primera lectura que te conmovió?

El gran Gatsby, de Fitzgerald. Ese libro hizo algo en mí. Todavía me gustaban las historietas, pero me di cuenta que una novela como esa podía hacer algo que muchos cómics no pueden hacer. Me capturó la psicología de los personajes, la profundidad del sentimiento que me produjo, cuán complicado era. Los personajes no eran simplemente buenos o malos. Todos tenían fallas. Cada personaje en ese libro tiene algo maravilloso y algo horrendo a la vez. Intento leerlo una vez por año, es uno de mis libros favoritos.

—Trabajás de ese modo también tus personajes, proveyéndolos de más de un lado. Dijiste en una entrevista: “Me siento muy frustrado cuando siento que un escritor no ama a sus personajes”.

-Sí, siento que son personas reales. Lo que me gusta de la literatura es que es un modo de introducir extraños a la vida de un lector y pedirle que sienta el mismo nivel de empatía y compasión por alguien a quien ni siquiera conocen que podría sentir por un familiar o un amigo. Si lográs eso, hacer que el lector empatice con un personaje, creo que has logrado algo difícil y hermoso.

—“He encontrado que la violencia es, extrañamente, capaz de devolver a mis personajes a la realidad y de prepararlos para aceptar su momento de gracia”, dijo O’Connor. Lo dijo alrededor de “Un hombre bueno es difícil de encontrar”. En una entrevista, vos respondiste: “Muchos de los narradores de estas historias están tratando de corregir un error, expiar sus culpas por algo que han hecho”.

No pienso en eso constantemente mientras estoy escribiendo, pero en algún lugar de mi inconsciente parecería que las historias se mueven dentro del potencial de la violencia. Puede ser algo que arrebate a un personaje de una situación y lo fuerce a hacer una elección o a hacer un cambio en su vida. 

—Le dedicaste unos 10 años a este libro, ¿es correcto?

Sí, el camino fue largo. Hacia 2005 comencé a pensar en escribir. Amaba leer y, cuanto más leía, más empecé a preguntarme si podría empezar a contar historias propias. Yo trabajaba como docente en la escuela, tenía alumnos de 11 y 12 años, y no me sentía del todo feliz con eso. Así que decidí estudiar escritura creativa. Pasé dos años en la Universidad de Arizona y cuatro años en Ohio, en la Universidad de Cincinnati. Ahí me formé con un montón de escritores de ficción, aprendí todo lo que pude sobre la escritura. Durante ese tiempo escribí muchos cuentos, y finalmente encontré un agente que se interesó en venderlos. Apareció Simon and Schuster, mi editora en Estados Unidos, que quería recolectarlos y hacer un libro con ellos. Para ese momento yo tenía una treintena de relatos, y lo bajamos al número de 15: los que entendíamos eran los mejores. 

—¿Siempre es así para un escritor de tu edad, en tu país? Dijiste que decidiste convertirte en escritor, y el paso natural siguiente fue el de inscribirte en la universidad. Eso es un poco raro para nosotros en Argentina, al menos por ahora.

—¡Me dijeron lo mismo en Francia! Allá nadie entendía a qué me refería con “ir a la universidad a estudiar escritura”. Pero sí, esa parece ser la manera en que la mayoría de los estadounidenses lo hacen. Nosotros vamos a la universidad, tomamos lo que se llama “MFA Program”, o “Master in Fine Arts”. Te lleva un par de años, y ahí lo que hacés es trabajar con maestros escritores, aprendiendo el oficio, haciéndote de herramientas. Creo que todo el mundo aquí tiene en claro que escribir requiere de un cierto caudal de talento, otro tanto de inspiración, pero también nos apoyamos fuertemente en una ética de trabajo: la idea de aprender la profesión, del mismo modo que irías a la Universidad de Arte o a la de Cine, o si quisieses ser carpintero te formarías bajo la guía de otro para ver cómo él o ella construye cosas. De algún modo, lo que hacemos es entender a las historias como cosas con partes y componentes, aprendemos a construir cuentos y novelas a la manera de un artesanado.

—¿Y hay escritores que no hacen ese camino, exactamente, publicando libros, allá?

Sí, seguro. Diría que la mayoría de los escritores estadounidenses lo hace así, pero definitivamente hay otros que no. Hay escritores que no te imaginarías capaces de hacer una cosa así que estudiaron en universidades; Flannery O'Connor, por ejemplo. Ella fue una de las primeras alumnas de la Universidad de Ohio, parte de las primeras promociones de graduados de ahí.

—¿Es la misma que hiciste vos o me estoy confundiendo?

No, yo intenté entrar ahí pero no me admitieron. Muchos de estos programas son muy muy selectivos, la mayoría admiten entre el 1 y el 2% de los aplicantes. Es muy competitivo.

—Y en las clases, ¿cuántos estudiantes hay por curso, más o menos?

Por lo general entre 10 y 15 alumnos.

—¡Qué pequeños los grupos! Ustedes también aprovechan para formarse una figura que acá es más extraña, la del mentor. ¿Hubo alguien que cumplió esa función con vos?

Sí. En Arizona tuve un profesor llamado Jason Brown, no sé si es muy conocido a nivel internacional, pero tiene dos libros increíbles de relatos. Él fue quien me alentó. Le parecía que yo ya era bueno contando historias, pero que mis oraciones necesitaban más tabajo. Me enseñó cómo construir diálogos que sonaran más cerca del modo en que las personas hablan. Me enseñó a cortar partes aburridas, cómo escribir de modo tal que la puntuación embelleciera los párrafos…

—¿Y qué cosas crees que permanecieron en vos del escritor que eras antes de ingresar en estos programas de escritura? ¿Qué dejaste, qué ganaste?

Los temas sobre los que quería escribir y las historias que quería contar se mantuvieron iguales, pero quería estudiar en la universidad porque había estado escribiendo cuentos por un par de años ya y no eran buenos y no entendía por qué. Los mandaba a revistas y nadie los quería publicar. Se los mostraba a otros lectores y me decían que no funcionaban. Sabía que había cosas que no estaba haciendo bien, solo que no podía mirar mi propio trabajo con objetividad. Podía leer el trabajo de otros y saber por qué me gustaba o no, pero no podía hacerlo conmigo. Ir a la universidad me ayudó a seguir contando las mismas historias que quería contar, pero ser capaz de escribirlas de un modo que los lectores las encontrasen atractivas.

—¿Cómo decidieron cuáles de las historias que habías escrito en esos años iban a ingresar al libro? Hay relatos muy distintos, en cuanto a su extensión pero también en cuanto a sus parámetros de realidad, sus licencias imaginativas...

Eso fue realmente difícil. Hubo que decidir cuántos de los más realistas hacer entrar al conjunto, cuántos de los fantásticos, cuántos divertidos y cuántos de los otros, para que no se ponga demasiado oscuro. Había un buen número de historias más bien tristes que decidimos no incorporar. Es curioso, porque algunas personas leen el libro y me dicen que cren que les parece muy divertido, y hay otro montón al que le parece muy triste y trágico. Supongo que depende del lector. Lo que fue seguro desde el principio y nunca cambió fue la idea de abrir el libro con “El hombre lagarto” y cerrarlo con “El cielo de los animales”: algo acerca de tenerlos como extremos del libro parecía funcionar como aglutinante del total para mí. Todas las historias en medio rotaron hasta encontrar su lugar, pero esas dos se quedaron siempre como la primera y la última.

—Los personajes de esos dos relatos son los mismos, un padre y su hijo, a quienes vemos en dos momentos distintos de sus vidas; en la adolescencia del último, cuando su papá se entera que es gay, y unos años después, cuando se entera que está muriéndose de Sida. Parecería haber una novela secreta, en el fondo, que se completa a tus espaldas. Mismo procedimiento de arrastre con la novela que estás escribiendo ahora, llevando dos personajes de un cuento de El cielo de los animales a ella. ¿Cuáles son las preocupaciones a las que atendés ahora que estás con la novela, que no tenés con los cuentos?

Cuando estoy escribiendo un cuento lo que me preocupa más es mantener la historia lo suficientemente corta. Aparece la pregunta de si está lo suficientemente condensado, si puedo economizar en algún punto, si necesito todo lo que está en el relato realmente. Con la novela es lo opuesto: podés escribir 120 páginas y después pensar ¿qué más podría escribir en las próximas 100? ¿Cómo mantener la historia andando? He intentado escribir dos novelas antes de la que estoy terminando ahora. Y fallé. Creo que fue porque estaba pensando todavía en términos de relato. Tenía ideas más pequeñas. Cuando se me ocurrió la idea para esta novela supe que iba a terminarla, porque era lo suficientemente ambiciosa. Quería una historia que mereciera todas esas páginas.

—Volviendo al libro de cuentos, hablás de que hay relatos más bien realistas y otros fantásticos. ¿Cómo separás, para vos, la realidad de lo demás? ¿Dónde comienza, dónde termina? 

Paso mucho tiempo en mi cabeza. Paso mucho tiempo en las nubes, tomo largas caminatas y cuando camino pienso e imagino cosas. Pero, definitivamente, en los últimos seis años, desde que tuve a mis hijas, sus imaginaciones me han impresionado. Me encanta verlas jugar porque no hay reglas para sus juegos: tienen muñecas y una casa de muñecas, y sirenas y animales de juguete, y entonces juegan un juego en que los animales están en la casa de las muñecas, hablando con las sirenas… En su mundo todo se corresponde entre sí, todo puede coexistir. Más las miro jugar, más me gusta desafiar mis ideas alrededor de qué puede ponerse junto o cerca. Creo que hay ciertas verdades a las que es tan difícil llegar que a veces la mejor manera de hacerlo es a través de la ficción y la fantasía. No es simple decir qué es la realidad, a su vez, porque está basada en nuestra percepciones. Por ejemplo, cuando estaba en el secundario estuve en un accidente de autos. Todos sobrevivimos. Más tarde, cuando hablábamos acerca del hecho, mi mamá, mi amigo y yo teníamos los tres diferentes versiones acerca de lo que había pasado, acerca del orden en que los autos habían chocado, acerca de cuán rápido íbamos. Todos lo recordábamos distinto. Nadie sabrá nunca cuál fue la realidad de ese accidente.

—El título del libro pertenece a un poemario, ¿no?

Sí, es de un poema de James Dickey, uno de mis poetas favoritos. Tiene un poema llamado así. El cuento que escribí con ese título fue publicado originalmente en el Atlantic Monthly, y se sintió perfecto para toda la antología. Muchas de las historias negocian con las ideas de la fe, la muerte y la pregunta por la vida después de la muerte. Y, por supuesto, tantos animales vagabundean en las historias… La pregunta sobre si hay un cielo de animales me fascina. Cuando era chico iba mucho a la iglesia, estaba siempre preguntándole a todo el mundo qué pasaba con los animales cuando se morían. Tenía muchas mascotas: perros, gatos, pájaros, peces. Tuve una serpiente y una tortuga, hámsters. Tuve casi todas las mascotas que se pueden tener. Las mascotas no viven mucho, se sabe. Un hámster pueden vivir unos tres años, así que siempre me preocupaban sus almas, si era que las tenían, y qué pasaba con ellas cuando morían. 

—Das clases de escritura, ahora, en la Universidad Central de Florida. ¿Qué les enseñás a tus alumnos?

Lo primero que les digo es que tienen que leer. Mucho. Antes de ponerse a escribir tienen que desarrollar hábitos de lectura muy buenos. A veces viene un estudiante y me dice que no le gusta escribir todo el tiempo, y que entonces no está muy seguro de querer ser escritor. Yo respondo que no se preocupen por eso. Hay muchos días en los que no quiero escribir. Me siento en la computadora y no tengo ninguna idea, pero igual empiezo: porque es mi trabajo, porque es lo que decidí que quería hacer. Aun si no estoy de ánimo, he hecho un contrato conmigo mismo sobre que eso es lo que voy a hacer con mi vida. Pero cuando viene un alumno y me dice que quiere ser escritor, y que no siempre tiene ganas de leer, ahí es cuando le digo: probablemente no querés ser un escritor, en el fondo. Si no amás leer, si no amás el lenguaje y las historias y los personajes, o la poesía, si no amás eso… ¿Por qué querrías participar de eso? Además está el hecho de que si no sos un buen lector, probablemente no vayas a ser un buen escritor. Con solo leer un par de páginas de cada estudiante puedo decir si pasan mucho tiempo leyendo o mirando televisión. Leer, además, te da mas margen de empatía. Te permite entender mejor a las personas, inclusive a las personas que no te gustan. El acto de leer es el acto de decodificar, de convertir palabras en imágenes, palabras en personajes. Encastramos las palabras en nuestros cerebros y las convertimos en algo que vemos, algo por lo que sentimos cosas, alguien a quien creemos entender como a otro ser humano. La lectura vuelve a las personas mejores observadoras de la naturaleza humana. 

—¿Tocás algun instrumento?

—Sé tocar el piano.

—¿Componés?

No, pero puedo tocar.

—Con ánimo lúdico, la última: si tuvieses que elegir un disco que suene como tu libro de relatos, ¿cuál sería?

Hay un compositor, Josh Ritter. No sé si mi libro es tan bueno como para sonar como su música, pero me gustaría pensar que mi libro está, de algún modo, influenciado por sus canciones.

***

 

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