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"Un autor le debe todo a todos y al mismo tiempo no le debe nada a nadie"

Ph | Manuela Martínez

Daniel Guebel

"Mi primera fantasía de lectura era poseer la vista de rayos X de Superman, para leer una biblioteca en una pasada y apropiarme del saber", dice Daniel Guebel en esta entrevista. Acaba de ganar el Premio de la Academia Argentina de Letras por El absoluto y de sacar su libro Tres visiones de Las mil y una noches.

Por Valeria Tentoni.

“De momento solo hablo con quienes ya miran hacia Oriente”, eligió de Schlegel como epígrafe Daniel Guebel para recibir a los lectores de Tres visiones de Las mil y una noches, su último libro por Eterna Cadencia Editora. Se trata de otro de los “desprendimientos”, como los llama, de El absoluto, su novela más ambiciosa y la que le acaba de hacer ganar el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras 2017. Según explicará en esta entrevista, la escritura de ese que es su tomo más extenso publicado al momento le llevó siete años, y durante esos siete años la complejidad de la obra –que primero intuyó y después padeció– le pidió, cada tanto, un respiro. Vacaciones.

¿Pero cómo se toma vacaciones un hombre que no gusta de viajar, un hombre que supo que iba a ser escritor desde la escuela, un hombre que desliza, mientras toma café, que para él “los objetos son reales cuando son contados”?

Escribiendo otra cosa. Formas breves, dice. Cuentos brillantes, en este caso, que tienen su antecedente directo en otro tomo de Eterna Cadencia Editora, Los padres de Sherezade.

 

 

¿Siempre supiste que querías escribir? 

Decidí ser escritor muy temprano, en primer grado. La lectoescritura me persuadió de que era eso lo que tenía que hacer. A los dieciséis, diecisiete años, yo ya escribía pero me encontraba trabado en ciertas cuestiones, así que fui a un taller literario de la SADE. Por suerte estaba coordinado por Roger Pla, mi primer maestro, que fue en algún sentido benevolente conmigo, porque yo era el jovencito del grupo. La interpelación era interesante, y la benevolencia era personal y no literaria, digamos. Recibí fuertes golpes, cosa que yo ya no estoy tan de acuerdo tenga que ocurrir en un taller; pero en todo caso para mí fue beneficioso, porque se armaba una red de lectura y yo tenía mis primeros interlocutores. Dejé de ir al taller, después de tres o cuatro años, en el momento en que sentí que algo de lo que estaba escribiendo no podía ser leído por el grupo; ya no necesitaba la aprobación o el disenso, porque lo que estaba haciendo era una investigación personal. Y esa fue mi primera novela, de la cual me arrepiento muchísimo, que se llamaba Arnulfo o Los infortunios de un príncipe. Luego hice una especie de simulacro de taller literario conversacional en las mesas del bar La Paz con Briante, Di Paola y Fogwill. Lógicamente, iba más a escuchar que a hablar, pero de todos modos fue interesante. En la soberbia de mis veintidós años creía que podía hablar de igual a igual con esos escritores, y eventualmente decirles como un par lo que pensaba de lo que escribían.

Acabás de ser reconocido con el Premio de la Academia Argentina de Letras por El absoluto, tu obra más ambiciosa, decís.

Mi obra más vasta y ambiciosa de las publicadas al momento, ahora tengo un inédito de 780 páginas: Shibari. El libro de las ataduras.

¿Qué es shibari?

Es una técnica que antiguamente utilizaban los samuráis en el campo de batalla para atar al enemigo, cuando lo derrotaban y no lo mataban, con objeto de hacer después intercambio de prisioneros. Esa técnica se sofisticó y se desarrolló un sistema de ataduras que indicaba la posición social del samurái triunfador y la identidad del guerrero capturado. Era un sistema de signos, equivalente al del comienzo histórico de la escritura, un sistema de nudos contables que comenzó en Asiria. Y a su vez el sistema de nudos japonés derivó en un sistema de ataduras para prácticas amorosas; luego de la guerra ruso-japonesa se extendió por occidente y derivó en lo que hoy es el bondage.

¡Sos Wikipedia, Guebel! En su libros también se identifica esa voracidad con respecto a los datos.

La información elemental que desarrolló esta novela parte de una nota que leí en Página/12. Mi primera fantasía de lectura era poseer la vista de rayos X de Superman, para leer una biblioteca en una pasada y apropiarme del saber. Yo no soy un sujeto sabio, en el sentido de que la información de la que me apropio prácticamente desaparece de mi memoria una vez terminado el acto de la escritura. Es una información práctica. Puedo saber mucho de algo en el momento en que lo escribo, o puedo copiar mucho de algo en el momento en que lo escribo, pero después no podría repetirlo. En El absoluto, por ejemplo, trabajo con muchas zonas del saber: teoría política, espiritismo, ciencias herméticas, filosofía, teosofía, pitagorismo, cosmología, biografías reales e inventadas... Si vos me preguntases algo sobre eso ahora, no podría decirte nada. Y he examinado bibliotecas.

En Genios destrozados, por caso, también trabajaste con biografías de personajes reales, ¿hasta dónde sos fiel a los datos? ¿O la estrategia es no serles fiel para nada?

La estrategia es no serles fiel. O, digamos, tomarme la libertad de respetar y traicionar al mismo tiempo. En Genios destrozados trabajé con lecturas azarosas que hacía de vidas de artistas y con los relatos que me hacía un amigo, Claudio Barragán. "Tengo el libro para vos", me dijo, y eran quinientas biografías y anécdotas reales y apócrifas que fue coleccionando a lo largo del tiempo para justificar sus propios procedimientos estéticos. El libro se iba a llamar La verdadera historia del arte. Pero si para escribir El absoluto, que son seis biografías, tardé siete años, quinientas iban a llevarme más de seiscientos años de vida. Por lo tanto me propuse el procedimiento inverso: escribir la mayor cantidad de biografías en el menor tiempo posible, una historia por día. A las treinta y pico me di cuenta, primero, de que no iba a llegar a quinientas, y luego, que tanto mi entusiasmo como mi capacidad de escribir las historias se iba agotando, y dejé de escribir. Me quedaron unas cuarenta, y de ellas me quedé con treinta y tres. "Ya no es La verdadera historia del arte, porque no tiene volumen para cumplir con ese requisito", le dije por teléfono a Barragán. Le conté que eran todos artistas geniales que estaban hechos mierda, y justo en ese momento pasó mi hija por el escritorio. "¡Genios destrozados, papá!", me dijo. Y así quedó.

La figura del genio vuelve en tus libros, ¿conociste a algún genio?

Presumir que uno conoce a un genio o lo descubre tiene por prerrequisito la idea de que uno comparte semejantes atributos. ¿Cómo saberlo? He conocido gente brillante y talentosa e inspiradísima. ¿Cómo saber que es un genio? ¿Era un genio Max Brod cuando rescató los textos de Kafka? ¿Era Kafka un genio, si cuando vemos lo que relatan de él, era un sujeto completamente opaco? Uno tiende a pensar el genio, tal vez, en términos publicitarios; personajes payasescos como Dalí. Creo que el genio más genial que descubrí, que era para mí desconocido, y que encontré por Internet, se llama Jonathon Keats. Abre Genios destrozados II, inventa mundos, directamente, y es para mí el artista conceptual. Genios destrozados I es, en términos estéticos, un libro que apuesta a la sensibilidad en la relación del artista con su propia materia, una relación sensible y no puramente intelectual, y por lo tanto donde opera el pathos, la tragedia de cada sujeto. Genios destrozados II es un libro sobre el artista conceptual y la vanguardia como tragedia.

Cuando en tus obras imaginás aedmás las obras que realizan los genios, o como cuando en Tres visiones de Las mil y una noches ideás las posibles maneras en que los genios disponibles de la época pueden ayudar al sultán a encontrar a Sherezade, pienso un poco en Laiseca. ¿Te gusta Laiseca? ¿Te interesó?

Sí, yo no he leído mucho de Laiseca; los libros que me gustaron fueron sus libros orientales, La mujer en la muralla y La hija de Kheops. No he podido leer Los sorias, francamente, y tengo muy vago recuerdo de Su turno para morir. ¡Ah, sus Poemas chinos son preciosos!

Hay algo no sólo temático sino también en la escritura, una manera de cruzar elementos…

¿La fiestonga del lenguaje?

¡Sí! Y a la vez una erudición, hay una sofisticación en los dos que encuentro alineada.

Un trabajo de apropiación y destrucción de saberes. Sí, estoy de acuerdo; cuando aparecí como autor, de hecho, y no con Arnulfo o Los infortunios del príncipe, que es un libro que yo ya no reconozco como obra mía, fui al grupo de Ricardo Strafacce y él quería hablar de mi primer libro, precisamente, porque se le ocurrió que no hubo en la literatura argentina desparpajo o qué se yo qué hasta que apareció Aira, y que leyendo Arnulfo se dio cuenta de que era un texto pre-aireano (yo lo publiqué en el 87), si bien Aira había publicado, pero nadie lo había visto, Moreira. Lo cual no quiere decir que Aira haya leído a Arnulfo, por supuesto.

Habría que ver qué flotaba por esos días; Laiseca era mucho mayor que vos, pero algo compartieron vos y él porque Laiseca y Fogwill también fueron amigos...

Exactamente, y Aira y Laiseca también eran amigos, Piglia era amigo de Laiseca pero no era amigo de Fogwill ni de Aira, evidentemente... A mí lo que me pasó, y retomo, es que cuando yo publiqué La perla del emperador salió algo que me dio mucho pudor; en Babel, Link dijo que mi prosa era mejor que la de Saer, y Levrero, en El país de Montevideo, dijo que de la novela china de Aira, la novela egipcia de Laiseca y mi novela malaya, la mejor era la mía. Me dije: ¡yo me tengo que esconder ahora! Porque, involuntariamente ofendía gente. Y yo mandé La perla del emperador al concurso de Emecé porque no podía publicar… Tardé cinco años en publicar mi primera novela, Arnulfo. Todo el mundo me decía ¡muy bien! ¡muy bien! ¡muy bien!, y nadie me publicaba.

Salió por De la flor.

Por De la flor, por gestión de Caparrós y Dorio, in extremis, porque Divinsky tampoco me iba a publicar el libro. Y yo, que tiendo a lo paranoide en ocasiones, empecé a pensar que había una especie de conspiración para no decirme que en realidad yo no era un escritor y que lo mejor que podía hacer era dedicarme a otra cosa. Mandaba a los concursos y no salía, mandaba a los subsidios de la Fundación Antorchas, que todos mis amigos ganaban y yo no... Bueno, volviendo a Laiseca: cuando aparece La perla del emperador, que además el premio me lo daban Tomás Eloy Martínez, Abel Posse y Aira, se me marca como aireano-laisequiano. Lo cual es inverosímil, porque un autor le debe todo a todos y al mismo tiempo no le debe nada a nadie. Si uno observa, por ejemplo, los Textos cautivos de Borges, uno lee resúmenes de obras de escritores ingleses o de textos filosóficos, que después Borges convierte en cuentos propios. Son canibalizaciones de Borges, en un proceso digestivo que va de la crítica a la ficción. Y a la vez, para mí, en algún sentido, escribir es ordenar una biblioteca.

Creo que está en Derrumbe esa línea que dice que para vos toda la literatura occidental es un desprendimiento de Las mil y una noches.

Sí, estoy completamente convencido de eso. Es evidente que su influjo entra en Occidente por la influencia arábiga en España, de la cual se apropia el cultor morisco Cervantes, y después sigue sus derivas. Y porque, si entramos ya en Tres visiones de Las mil y una noches, en realidad Las mil y una noches, como tantos otros textos, apuesta a una relación con la inmortalidad: mientras continúe el relato, la persona no muere. Es el esquema básico: sé inmortal contando. Pero no por la fama, sé inmortal contando por la duración: nadie se muere hablando (salvo tal vez Henry James), la gente muere en silencio. Las mil y una noches tiene un sistema de encadenado y de continuación que promete la inmortalidad en la duración del relato, pero paradojalmente lo hace por la vía de la interrupción. Es sólo la interrupción estratégica del relato de Sherezade, cuando llega la mañana, lo que permite que ella sobreviva. Una duración infinita. Suspendido Shahryar de las palabras de Sherezade, que le cuenta su propio cuento, el cuento de su propio mundo, él le perdona la vida.

El problema del tiempo vuelve en el libro y quizás sea el asunto central.

Quizás sea el asunto central, del libro y de cualquier persona. ¿Qué tiempo tengo? ¿Cuánto voy a durar sin extinguirme en vida? ¿Cuánto va a durar lo que hice? ¿Cuánto voy a durar en el recuerdo de los demás cuando ya no esté?

En Tres versiones...

Tres visiones. Se iba a llamar Tres versiones y lo cambié. Me dije: es como si fuera un texto de Borges.

¿Y por qué te querías separar de Borges?

No es que me quería separar de Borges, me parecía un título borgiano y yo no necesitaba un título borgiano. No me gustaba "versiones", me parecía literario, de archivista. Y de golpe, no sé cómo, apareció "visiones", y me pareció más apropiado para el texto, porque son visiones de un problema. En el fondo, ¿qué son Las tres visiones de Las mil y una noches? Una lectura sobre el modo en que una civilización irrumpe en otra, la moldea, y eventualmente la destruye. Podríamos decir que no me separé de Borges en el punto de que ese problema es el problema de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”.

Pero también sobre el problema de las aduanas que paga una cultura por irrumpir en otra: otro tema en este libro es el de la traducción.

Sí, y en el fondo el problema del imperialismo. Yo venía trabajando el exotismo en el libro japonés que no publiqué, y tengo una novela que saco el año que viene que también pasa en Rusia y es sobre el estalinismo

Bueno, escribiste El caso Voynich sobre el manuscrito medieval...

En mí siempre está la pregunta sobre aquello que irrumpe, de donde viene, cómo irrumpe, por qué. Está en Los elementales también. En el cuento “Los padres de Sherezade” yo trabajo una teoría sobre el origen de Las mil y una noches que es una teoría especular sobre la conversión de un hombre en mujer: Alejandro Magno es la verdadera Sherezade, porque a medida que va invadiendo Oriente encarga a los contadores de historias persas, árabes, etc., que le cuenten las historias de esos lugares.

Ese cuento ya estaba en un libro anterior, y le daba nombre, Los padres de Sherezade, ¿cómo aparece esa continuidad hacia Tres visiones de Las mil y una noches?

El libro ese está compuesto de cuentos que extraigo de El absoluto, son desprendimientos, como decíamos. Hay un capítulo de El absoluto que es la invasión napoleónica a Egipto. Cuando yo empiezo a escribir el cuento “Problemas del exotismo”, lo que quería contar era que el psicoanálisis también es un invento de Las mil y una noches. Por el sistema de interrupción, porque Freud era un coleccionista de arte oriental, porque su modo de indagación de la psiquis humana estaba tomado del modelo de indagación arqueológica que era la matriz de la expoliación de las riquezas de las civilizaciones subyugadas, tanto la egipcia como la griega, y porque él analizaba gente en diván, y el diván es el objeto de reunión y de placer de las civilizaciones orientales. Cuando empiezo a trabajar eso vuelvo a la traducción, a la mentira de la traducción, a la idea de que el traductor en realidad escribe, que es una idea que también está en Borges en su ensayo “Los traductores de Las mil y una noches”. A partir de allí yo escribo el texto, pero siento que falta una pata, y es la parte de que la apropiación de una civilización por otra no es un acto sin consecuencias: es un acto de apropiación y también de destrucción de la cultura ajena. Francia se orientalizó al costo de que Egipto se empobreciera en sus objetos milenarios; si en París hay pirámides, esas pirámides son de Egipto. Yo diría que “Problemas del exotismo”, es mi primer texto antiimperialista. Pero volviendo a tu pregunta, la continuidad y la recurrencia arman series en mi literatura, y por lo tanto debo “ordenar” lo que fui escribiendo. Por eso, más que al propio libro de cuentos que en su momento tituló, el cuento “Los padres de Sherezade” se corresponde con Tres visiones de las mil y una noches, y de algún modo lo prefigura.

Leés más ensayo que ficción, ¿correcto?

Bueno, desde el momento en que me senté a escribir El absoluto entré en un ciclo en el que la búsqueda de información ha desplazado un poco la lectura de textos literarios. Voy en busca de lo que necesito para escribir. Borges decía que él se enorgullecía más de lo que había leído que de lo que había escrito; yo diría que me enorgullezco más de lo que he usado, que puede venir de ensayos como de frecuentación acrítica, salvaje, saltarina, en Internet.

¿Cómo trabajás? ¿En tu casa? ¿Salís para escribir?

En mi casa, en la computadora.

Con El absoluto tardaste siete años.

Es que tuve desde el inicio la evidencia de que iba a ser un texto complejo. No sabía nada de la extensión, pero en aquél momento, el trabajo que me exigía ese libro a veces me agotaba tanto que necesitaba descansar escribiendo otro libro, más corto, y siempre temiendo que El absoluto quedara como un libro inconcluso. Volvía a las formas breves, cada tanto, con desprendimientos como Los padres de Sherezade, o El caso Voynich, o con libros que se me ocurrían en el camino. Derrumbe en realidad también es un desprendimiento de El absoluto. Yo creo que, por ahora, soy un escritor de dos ciclos; durante años tuve la fantasía de ser el autor de todos los libros, en realidad una fantasía doble: ser el autor de todos los libros, poder firmar todos los libros de la biblioteca, con libros distintos, y al mismo tiempo escribir un libro que contuviera todos los libros, uno solo. Fui escribiendo los primeros, y cada uno parecía escrito por un autor distinto; La perla del emperador no se parece a Arnulfo, Matilde no se parece a La perla del emperador, Los elementales no se parece a Matilde, El ser querido no se parece a los anteriores; soy todos los autores, o sea, soy inmortal por diferencia. En algún punto, cuando escribo El terrorista y después El perseguido, me encuentro un día con Tabarovsky y me dice: "Te felicito por El perseguido, es como El terrorista pero mejor". Yo estaba en un bar con mi hija y mi ex mujer, y ella me dijo: "Claro, vos sos el único autor que no se da cuenta que escribió dos veces un mismo libro". Esa frase me quedó titilando, porque cuando escribo Nina, es una reescritura de Matilde; entonces ya no soy el autor de todos los libros, soy un autor que revisa su propia producción y la reescribe. Después escribo La vida por Perón y Carrera y Fracassi, que son libros totalmente distintos a los anteriores, imprevisibles respecto de lo anterior, y por lo tanto el ciclo de las transformaciones se reinicia. Pero, de golpe, aparece El absoluto. Y en El absoluto intuyo su extensión y me doy cuenta de que ahí quiero condensar lo que aprendí del arte de la escritura, pero no por lo que sé sino por lo que usé. Es como la nave madre de la cual se empiezan a desprender otros textos. El absoluto ordena mi producción y la convierte en un cosmos. Entonces ya no trabajo por corte sino por serie, como los pintores. Los libros se van encadenando en secuencias de las cuales no tengo anticipación. El absoluto me apareció solo. Shibari, la novela que estoy escribiendo ahora, me apareció en partes. Y siempre queda un resto, y ese resto que no se disipa es lo que me permite continuar.

Cuando hablás de tus procesos de escritura decís "me vino", "de pronto aparece", como si fueses víctima de las ideas. No parece que tengas tan poco control, pero ¿cómo es la cosa?

Es que hay veces que quiero escribir y no se me ocurre qué. Es el deseo el que determina la aparición, pero no la digita. Yo no puedo sentarme a escribir como un acto volitivo, no es que me digo: bueno, voy a escribir sobre cualquier cosa, me siento y escribo. No, no puedo.

¿Y con el ejercicio del periodismo eso no cambió?

El periodismo es siempre una obligación temática. 

¿Estudiaste Letras?

Yo no estudié, estuve en la Facultad de Letras durante cinco años. Y aprobé cuatro materias. Ahí conocí a Sergio Bizzio, que aprobó tres en el mismo lapso.

En esos momentos en los que te rebotaban la primera novela y tenías dudas sobre si eras o no un escritor, ¿por qué creés que seguiste escribiendo?

Porque no concebía otra cosa para hacer, ni para atenuar el horror de lo real ni porque concibiera otro modo de vivir para mí. No sabría qué otra cosa hacer. Intento hacer otras cosas, pero en general no me salen demasiado bien. Hay veces que la energía espiritual se agota antes de la terminación del libro y por eso en ocasiones produzco el corte. Teóricamente, es algo más complicado, pero dejémoslo así. Lo cierto es que cuando termino un libro ya rápidamente empiezo a desear escribir otro.

¿Cómo es eso de trabajar por corte? ¿Como lo que contabas de Genios destrozados?

Claro, exactamente. Hasta acá llegó. Pero eso no tiene que ver solo con la sensación de energía personal, sino también, y sobre todo, por el modo en que percibo la suficiencia o insuficiencia del material narrativo. El corte produce un efecto de suspensión, de alerta sobre el abismo.

¿Viajaste al Oriente, conocés alguna de las tierras de las que salen estas historias que te obsesionan?

¡No! Cuando quiero viajar escribo un libro. Es más, me siento incómodo viajando y como desconcertado, no sé a dónde ir. Necesito que me lleven de la mano, directamente. A los 18 creía que iba a ser un aventurero. El otro día [Francisco] Garamona me decía: "Guebel, yo no puedo creer que escribas esos libros desquiciados y seas más oficinista que el peor de los oficinistas". No desdeño la experiencia sensible, pero yo estoy mediado por el relato. Para mí los objetos son reales cuando son contados.

En eso estás un poco más cerca de Borges, ¿no?

O de Shahryar, que sólo considera real a la mujer que le cuenta un cuento...

La primera de las Tres visiones… tiene un centro de imaginación prácticamente lisérgica, la escena en el desierto.

Hay cosmología. Bueno, uno de los libros que más utilicé en los últimos años, después de escribir El absoluto, fue un libro que se llama Cosmos.

No el de Gombrowicz, supongo, que por lo que leí en Mis escritores muertos no te interesó nada.

No, no, Gombrowicz ni siquiera pude terminar esa novela. Creo que Di Paola, al que consideran un discípulo de Gombrowicz, es mucho mejor escritor que él. Me gusta mucho el Diario argentino, tiene momentos extraordinarios, sí, pero me parece un autor de una egolatría infantil y, qué se yo, el tema polaco no me importa. Cosmos, el que yo decía, es un libro que te cuenta el universo, las estrellas, los quásares, todo, con unas fotos maravillosas; y yo, leyendo ese libro, usándolo para mis libros, escribí poemas cosmológicos, sobre el universo, la creación del universo. Y eso viene de leer y cortar Cosmos, cortarlo en versos, e introducir por supuesto versos propios.

En “Las noches de Shahryar”, el primer texto de Tres visiones, el problema narrativo también se plantea como problema matemático: hay toda una elucubración alrededor del vacío como el espacio que la contendría a Sherezade en última ratio.

Sí, bueno, la idea subyacente es que si uno atraviesa todos los puntos del universo en términos de tiempo y espacio se encontraría con todas las personas, entonces se especula con la posibilidad de encontrar o no a Sherezade, la mujer a la que el sultán decidió perder y que luego quiere recuperar. En “Las noches de Shahryar” yo cuento el cuento del primer encuentro, e interrumpo el cuento de Las mil y una noches. Las mil y una noches no se escriben, porque Sherezade desaparece. Y además hay otro tránsito que me parece muy interesante que es de naturaleza sexual: las noches de Shahryar comienza con una fellatio, lo cual es una grosería en términos de Las mil y una noches, y el libro, en su propia secuencia o cadencia, termina con un canto a la vagina femenina. Es el recorrido del progresivo acercamiento.

Hay otra preocupación que vuelve y es la de las formas, tus libros son relojitos, ¿cómo trabajás eso? ¿Hay un diseño?

Hay algo... te lo voy a contar como un relato infantil. Yo siempre tengo el recuerdo de una fantasía de niñez: cuando con mi familia viajábamos a Mar del Plata o a Miramar en el Peugeot 403, el viaje era largo, y para un chico era mucho. Yo estaba impaciente, me peleaba con mi hermana, mi papá se enojaba, mi mamá se deprimía, gritos, aburrimiento. Entonces yo miraba a lo lejos, en la ruta, y en el asfalto siempre se crea un espejismo, un brillo. Entonces y para atenuar lo insoportable del viaje, pensaba: “ojalá ya estuviésemos en ese punto…” Ese punto no existe, es un punto que siempre se desplaza, pero me permitía obsesivamente atenuar el tiempo de la espera. Ahora, cuando me siento a escribir algo, siempre hay algo que es un punto de llegada, que me permite sostenerme en la escritura ("ya voy a llegar a ese punto que es en núcleo, el centro, lo importante"). En el caso del cuento "Problemas del exotismo" en Tres visiones, el punto era Freud y el modo en que el psicoanálisis es otro invento de Las mil y una noches. Llegué trabajosamente a ese punto, escribí cinco páginas y no me gustaban. Y siempre me pasa así. Cuando llego al punto, ese punto se disipa.

 

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