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Belleza cinética

Juegos olímpicos

"El deporte es la épica de un mundo sin épica". El milagro de la precisión olímpica en la mirada del autor de La maestra rural, acompañado por el gran David Foster Wallace más la recomendación de Open, las memorias de Andre Agassi. 

Por Luciano Lamberti.

Antes que nada, un par de confesiones útiles. 

Soy una de esas personas espantosas que solo miran fútbol cuando juega la selección. En teoría, soy de River, o de Belgrano de Córdoba, o de Sportivo Belgrano de San Francisco (equipo al cual mi viejo me llevaba a ver de chico para que me hiciera hombre, cosa que evidentemente no funcionó) o una mezcla de todas esas cosas, pero no tengo idea de cómo se llaman los jugadores actuales ni de qué equipo pertenece a la B o a la A. Mi triste experiencia como futbolista es la de haber pertenecido a un equipo de escritores cordobeses que le ganó con gran holgura a un equipo de escritores porteño hace muchos años, donde fui nombrado, a partir de mis aptitudes, el arquero oficial, y por (muy pocos) momentos un defensor que charlaba con el arquero y podía, en el mejor de los casos, robar una pelota y entregarla (en el mejor de los casos otra vez) a uno de mi equipo. La verdad es que me defiendo en deportes que no son populares, como la natación, y estoy seguro de poder pintarle la cara a cualquiera de esos futbolistas, o incluso a cualquier escritor de la literatura joven argentina. Puedo hacer una pileta y media por debajo del agua, sin respirar; puedo nadar los cuatro estilos (incluso mariposa) bastante bien, puedo destrozar a alguien con un excelente estado físico en cien metros libres.

Pero entre el fútbol y yo hay algo que no cuaja. No me defiendo pensando que el fútbol es juego tonto. Soy capaz de ver la belleza en ese juego, y me arrepiento de no haberlo practicado de chico, que es cuando se aprenden esas cosas. Es uno de los motivos por los cuales estaría necesitando una buena máquina del tiempo. Puedo ver la belleza en todos los deportes, básicamente, y soy, otra vez, uno de los que estuvo, en estos días de olimpíadas, todo el tiempo con la televisión prendida. Vi deportes en apariencia ridículos como lanzamiento de bala o de martillo. Vi deportes que no sabía que existían, como handball masculino, una especie de fútbol para gente como yo. Vi, y sufrí, a la selección de fútbol, a la básquet y a Del Potro. Vi tiro al arco, tiro con rifle, salto en alto, salto con garrocha, salto en largo, atletismo, waterpolo, gimnasia artística, muchísima natación (mucho Michael Phelps con capucha y auriculares, entrando a la pileta con la actitud de un boxeador) y a muchas enanas levantando ciento veinte kilos de peso. Vi a muchas personas que están entrenando años con infinito dolor, infinitas privaciones e infinita obsesión para realizar pruebas que duran un minuto. 

El deporte es la épica de un mundo sin épica, donde Dios ha muerto y los soldados manejan máquinas a distancia o se inmolan en un cumpleaños de 15, acabando allí mismo su arco dramático. Pero falta una literatura para narrarla. Hay muchos, hay demasiados escritores de fútbol. Son todos iguales y me deprimen de formas inimaginables. Escritores de tenis, en cambio, hay pocos y buenos, o a lo mejor ya eran escritores buenos desde antes de sentarse a escribir. 

Uno es el ghostwritter que escribió las impresionantes memorias de Andre Agassi: Open, publicada en el 2009, donde se describe con el tempo de una novela la lucha del tenista consigo mismo, si consideramos que en él mismo estaban la sombra maléfica de su padre (que lo había obligado a jugar y lo torturaba para que se superase) y los traumas monstruosos de todo deportista profesional que se tambalea en la cima. Conocemos (de lejos) a esos monstruos, y sabemos que su nombre es legión. Los vemos rondando a Messi cada vez que pierde con la selección argentina, o al mismo Michael Phelps, cuya condena social, y sobre todo periodística, lo destrozaron minuciosamente por una foto con una pipa de agua.

Otro es David Foster Wallace, que se consideraba a sí mismo un tenista fracasado y bastante pasable, aunque la biografía de D. T. Max Todas las historias de amor son historias de fantasmas revelaría que en ese ámbito su contribución más importante fue la de fumar marihuana en el colectivo mientras viajaba a los torneos. Hay varios ensayos de Foster Wallace sobre tenis. La broma infinita, su célebre novela que lo catapultó a la fama cuando todavía era joven, trata entre otras cosas sobre una academia de tenis. En “Deporte derivado en el corredor de los tornados”, incluido en el magnífico Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, narra su infancia en el medio este como jugador de tenis, donde son más sus aptitudes matemáticas (la capacidad de calcular la trayectoria de la pelota a partir de la fuerza eólica, que era bastante intensa en esa zona del país, si vamos a creerle) que las deportivas las que lo llevan al triunfo, o en el ya clásico “Federer, en cuerpo y en lo otro”, donde a partir de la forma insólita de jugar del suizo despliega un arsenal de observaciones con la gracia y agudeza a los que nos tiene acostumbrados. No es la biografía de Federer lo que analiza, sino su forma de jugar vista como un hecho estético, que es lo que termina siendo al fin y al cabo. Belleza cinética, la llama, a la forma en la que los movimientos de los jugadores ejecutan una danza en el aire. 

No creo que la belleza esté en todas partes, pero sí creo que hay belleza en muchas. En el misterio de una puerta cerrada. En uno de esos partidos de ajedrez que se juegan en el parque Rivadavia, en medio de chanzas y mojadas de oreja. En las impresionantes cacas de mi hijo. En el reverdecimiento de los palos borrachos que planté el año pasado. En una buena lapicera. En una planta o una mujer gorda pintada por Freud. En una tormenta desquiciada. En los cuerpos (algunos con deformidades propias de la disciplina) de los deportistas profesionales. En sus movimientos calculados y certeros y sorprendentes. Es la belleza griega del equilibrio y la luz, y cuando sucede es maravilloso: un milagro.

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