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Nuestro mundo muerto, de Liliana Colanzi

"Leer Nuestro mundo muerto fue como contemplar en vivo la descomposición de los elementos, de algunas partes de la naturaleza, como si hubiera estado adentro de un viaje hacia el pozo del planeta, como si me hablara la voz de un indio mataco metido adentro de mi cabeza". El texto con el que Denis Fernández, escritor y editor en Marciana, presentó el nuevo libro de Liliana Colanzi.

Por Denis Fernández.

Antes de hablar específicamente sobre el libro de Liliana, me voy a apropiar de la frase Nuestro mundo muerto para plantear un cambio progresivo que entiendo está ocurriendo en la literatura: el mundo está muriendo pero a la vez se está regenerando. Recuerdo el principio de esta década cuando se generó una inusitada paranoia (gran parte de esa paranoia generada por ideas sensacionalistas como forma de chabacanería) con las predicciones mayas, que decían que en el 2012 el mundo iba a estallar. Iba a acontecer un desastre a gran escala. Íbamos a morirnos todos. Pero eso no pasó, el globo siguió girando y ahora seguimos estando todos acá padeciendo y disfrutando de lo que queda. Lo que sí hubo fue una transformación en la interacción del magnetismo, una evolución de la conciencia universal. En verdad, los mayas no planteaban la destrucción física del universo, sino un cambio de Era, que hoy en día parece un suceso imperceptible mientras todo sigue su curso, pero sí hay una ola en el aire, algo inexplicable, que está transformando. Este síntoma de cambio se nota en cierta literatura, en la elección de las tramas de las ficciones, en algunas formas estéticas, a través de la mirada de un futuro que es parecido al presente, pero con una distorsión de lo cotidiano.

Hace unos años empezaron a aparecer traducciones de autores jóvenes norteamericanos, de la Alt Lit, que parecían apropiarse de una parte de la producción actual. Un planteamiento desde la concepción del relato, del lugar desde donde el autor expone su mirada del universo. Escribían -y escriben- sobre sus traumas y deseos en las redes sociales, sobre su endogámica relación con internet y sobre la deshumanización generada por los adelantos tecnológicos y el auge de la comunicación espontánea. Eso me parecía interesante y totalizador, una idea dominante. Noah Cicero, Tao Lin, Megan Boyle, Heiko Julien. Pero con el tiempo, el relato de estos autores se agotó. La narrativa que persigue la novedad de las redes sociales y su influencia en las relaciones humanas se agotó. No es que se hayan quedado sin palabras (al contrario, son autores prolíficos que continúan produciendo), pero hacer auto-referencia constante sobre la interacción humana con la tecnología, con internet, perdió interés literario.

El agotamiento de este tipo de relato funcionó como trampolín para cambiar el discurso, su presencia sirvió como catapulta para que otros autores iniciaran una búsqueda estética más compleja. Autores que necesitaban romper con una forma. Así, al mismo tiempo, en esta parte del mapa americano comenzaron a aparecer autores que buscaban un lugar de pertenencia, marcando el terreno de una “nueva forma” de hacer Ciencia Ficción.

Y acá es cuando la narrativa de Liliana Colanzi irrumpe como un latigazo.

¿De qué manera? Hace unas semanas, Fernando Krapp escribió una nota en el suplemento Radar sobre Nuestro mundo muerto. Habló sobre un nuevo boom latinoamericano y ubicó a Colanzi como exponente de esta nueva corriente (el marco del Festival Bogotá 39 marca esta tendencia). Es un poco exagerado a esta altura hablar de un nuevo “boom”, cuando el “boom” que conocemos fue tan influyente, pero hay un punto que me parece importante resaltar con respecto a esto: hay una nueva oleada de autores jóvenes, y no tan jóvenes, que comparten universos distópicos ligados estéticamente al género Ciencia Ficción. Una estética del orden post-apocalíptico, una nueva configuración del mundo moderno y de la mirada de esa Ciencia Ficción, que a esta altura podría parecer agotada, de tantas y tantas veces que fue repetida.

Es demasiado pronto para hablar de “boom”, pero sí se vislumbra un espacio posible de pertenencia. Y comprendo que sí, que hay una camada de autores (Martín Felipe Castagnet, Bob Chow, Blake Butler, Ariadna Castellarnau, Acheli Panza, Luciano Lamberti, Francisco Cascallares, Liliana Colanzi, Samantha Schweblin) que están haciendo Ciencia Ficción sin Ciencia Ficción, ya no a base de naves espaciales y vida en el espacio, sino con el ojo puesto en la naturalización de estigmas existenciales: genética aplicada a la ciencia, clonación, desastres naturales, espíritus, suplantación de identidad, extraterrestres con formas binarias, traslación de almas en otros cuerpos, chamanismo. Una nueva identidad estética de lo Sci-Fi.

 

La voz chamana que asoma

En Nuestro mundo muerto conviven historias sobre un indio mataco que se mete en el cuerpo de un niño, un caníbal suelto en Paris, una mujer que masajea las várices de la abuela, una chica que vomita en el baño y se corta las piernas por el ojo que la atraviesa, el cerebro desparramado de un chico golpeado por un animal, hasta una base espacial en Marte para personas que ya no tienen nada para hacer en la Tierra. Colanzi plantea la aparición de un mundo distorsionado, una reinterpretación de la cultura que no está solamente en la literatura, la música, el cine o la pintura, sino que lo supone dentro de una utopía de la tradición. Cuerpos abstractos, almas vivas y almas muertas, apariciones ancestrales, leyendas, gualichos, micromundos rurales y urbanos, experiencias sobrenaturales, profanas, indígenas alienígenas, presagios, chamanes curadores. Historias amparadas en un contexto de misticismo científico, en la proximidad de la desgracia.

Además, en Nuestro mundo muerto hay un juego de experimentación con el cuerpo. No con cuerpos en descomposición, sino con cuerpos adulterados, sanados en la naturaleza, en la tierra. Hay una parte de la intuición de Liliana que potencia los relatos, una textura oral que desfigura todo el alrededor. Este libro parece una guía espiritual de una prole en busca de una curación. Una voz chamana que relata su existencia oculta, la que está más allá de las cosas visibles, con sabiduría. Este punto me parece determinante para entender el trasfondo de las historias: cada cuento es individual y no responde al anterior o al siguiente, pero hay un alma madre que convive en todos y los homogeniza. Ya no la creencia religiosa como estamento coercitivo, sino como una sensibilidad superior del orden sobrenatural que busca representaciones luminosas. Un relato indígena de otro planeta, una concepción alienígena de las tradiciones espirituales de la tierra. Pienso en El abrazo de la serpiente, la película de Ciro Guerra que habla sobre una forma posible de salvar a la humanidad a través de una planta curativa escondida en la selva, desde un punto de vista científico, milenario y ancestral. Hay acá, en esta idea de un “mundo muerto”, una nueva concepción de los traumas modernos. Esa ola de maldad que se infiltra como un vaho en las mentes y las perturba, y después las rescata.

También hay subtramas que parecen relatos del futuro escritos a partir de leyendas y rituales paganos. Leyendas que terminan convirtiéndose en Ciencia Ficción sin serlo. Presagios de un mundo que se desintegra, que se desfragmenta, inclinando los vértices, rompiendo estilos en el lenguaje, inventando una nueva poesía, menos austera y más representativa de espíritus de otros planetas.

Para describir la sensación que me produjeron estos cuentos voy a usar la frase Indígenas alienígenas: pensar lo fantástico desde un punto de vista espiritual y ancestral, un paso más hacia la radicalización de la Ciencia Ficción. Leer Nuestro mundo muerto fue como contemplar en vivo la descomposición de los elementos, de algunas partes de la naturaleza, como si hubiera estado adentro de un viaje hacia el pozo del planeta, como si me hablara la voz de un indio mataco metido adentro de mi cabeza.

 

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