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El libro como interfaz

Por Amaranth Borsuk

Leé un extracto de la novedad de Ampersand: El libro expandido. Variaciones, materialidad y experimentos, de Amaranth Borsuk.

Por Amaranth Borsuk. Traducción: Lucila Cordone. Foto: Brad Bouse.

 

Los artistas que experimentaron con libros y sus antecesores utilizaron el códice y un sinnúmero de formas ingeniosas parecidas al libro para llamar nuestra atención hacia los supuestos en torno a la perdurabilidad del libro y a su autoridad, materialidad y permanencia. [E]l libro es una noción que tenemos del texto encuadernado, que sale al mundo gracias al poder de la publicación y que puede adquirir muchísimas formas físicas, según las necesidades en términos de contenido y de lectores, o según los deseos del autor. En esencia, es una interfaz a través de la cual nos encontramos con las ideas. Su materialidad podría no tener nada que ver con su contenido y, sin embargo, cuando sostenemos un libro códice, inconscientemente echamos mano a toda una historia de interacciones físicas, materializadas, que nos enseñaron a reconocerlo y manipularlo. El códice ha alcanzado semejante popularidad porque demostró ser útil como soporte físico portátil y eficiente, apropiado para el cuerpo humano promedio. Su diseño nos permite apoyarlo en una superficie o sostenerlo, alejarlo treinta centímetros o más de la cara y seguir viendo el texto o las imágenes, y, si fuera el caso, también deslizar las yemas de los dedos por las páginas en braille. Podemos usar un dedo o un señalador para marcar una página donde haya un párrafo que nos interesa mientras hojeamos algo en otra parte del libro. Podemos escribir notas en el margen, como si le respondiéramos al autor, o para que otros lectores las vean, o incluso para volver a leerlas más adelante. El libro se amolda a nosotros y nosotros nos amoldamos a él.

Nos encontramos con interfaces todo el tiempo –en la computadora, el auto, el televisor, las máquinas expendedoras– y, al igual que con el códice impreso, solemos prestarles atención solo cuando funcionan mal. De acuerdo con los principios de diseño centrados en el ser humano, una buena interfaz es como la copa de cristal de Warde, una vasija invisible a través de la que accedemos a la información que queremos. Esta invisibilidad puede ser comercializada como utilidad, pero no necesariamente para nuestro beneficio. Tal como expresa Lori Emerson, académica dedicada a la arqueología de los medios, los esfuerzos por hacer invisibles las interfaces limitan nuestra capacidad de comprender y cambiar sus mecanismos internos, lo que “definitivamente nos convierte en consumidores más que en productores de contenidos”. En líneas generales, los dispositivos digitales de lectura han buscado proporcionar acceso a la literatura, a materiales de referencia y a millones de “volúmenes” a través de interfaces que apuntan a generar una experiencia de lectura sin fisuras que se basa en las utilidades del códice y las conductas que hemos adquirido de ellas. Desde la posibilidad de agregar notas y marcar una página hasta tener el texto en negro sobre “páginas” blancas, las interfaces como Kindle toman prestadas una cantidad de estructuras del libro físico, remediándolas en el entorno digital y, al mismo tiempo, achatando el códice a las dimensiones de una delgada tablilla de cera. Nos referimos a las obras que se leen en esos dispositivos como libros electrónicos o e-books, aunque hay poco del códice en su forma física. Tal nomenclatura evidencia hasta qué punto el término libro ha pasado a significar “contenido” y da cuenta del rol de la página, como lo demuestra Bonnie Mak […], para definir el objeto en nuestra imaginación.

El potencial de los dispositivos digitales para servir como interfaces de libro se evidencia desde los primeros días de la computadora portátil. La concepción de Alan Kay, en 1972, del Dynabook, una de las primeras computadoras portátiles, estableció la idea de la computadora como cuaderno, con una bisagra del tipo clamshell al estilo de un políptico y con la capacidad de contener gran volumen de contenido digital. En efecto, muchas computadoras portátiles contemporáneas tienen aproximadamente las mismas dimensiones que un pliego en cuarto. El agregado de cierta esencia del libro a nuestros dispositivos informáticos portables persiste porque el códice es, en sí mismo, una tecnología portable de almacenamiento y recuperación ejemplar. Como señala Peter Stallybrass, permite tanto la lectura secuencial como el acceso aleatorio, es decir, algo muy similar a lo que hacemos con una computadora. También es posible establecer un índice y referencias que nos llevarán a fuentes externas, aunque seguir ese camino lleva un poco más de tiempo que hacer clic en un hipervínculo. Para el investigador Matthew Kirschenbaum, el libro es un modelo de cómo concebimos la lectura en el espacio electrónico.

Las características de la computadora portátil que evocaban a las del libro sirvieron para impulsar el desarrollo de los primeros libros electrónicos. Cuando en Voyager –compañía que sacó al mercado la Criterion Collection, cuyos discos láser incluían materiales extra junto con películas clásicas– recibieron una de las primeras Apple PowerBook 100, uno de los miembros del equipo giró el dispositivo y la bisagra de la portátil pasó a ser el lomo. Fue entonces cuando surgió la idea de diseñar libros exclusivamente para el dispositivo Apple. Voyager ya había experimentado con la publicación de materiales multimedia en 1989, cuando publicó un CD-ROM complementario a la Novena sinfonía de Beethoven con una HyperCard educativa. Esa primera iniciativa convenció a Bob Stein, el presidente de la compañía, de embarcarse en la publicación digital. Aunque Voyager no esperaba que los lectores giraran sus portátiles 90 grados para leer el material, en 1992 comenzó a publicar hipertextos llamados Expanded Books (‘libros expandidos’). Estos se lanzaron a la venta en disquetes con un envoltorio que emulaba los libros en rústica, y le permitían al lector hacer un seguimiento de su avance en el texto, marcar páginas “doblándolas” virtualmente, tipear notas al margen y buscar contenidos en la obra. La compañía seguiría explorando en profundidad la lectura y las anotaciones colaborativas, con Bob Stein a la cabeza de varias iniciativas sobre libros digitales, entre ellas el Institute for the Future of the Book de la USC Annenberg School (al que se conoce como if:book, un apodo ingenioso e inspirado en el código). Los Expanded Books marcaron las pautas para las primeras etapas del libro electrónico y sus dispositivos asociados. Lo hicieron remediando lo impreso y aprovechando la capacidad de almacenamiento digital para agregar contenido extra al texto, una tendencia que ha continuado en los “e-books mejorados”, que son aplicaciones de libros digitales que incluyen contenidos adicionales, como la actuación de actores famosos o material de archivo relacionado.

Históricamente, esa remediación, para usar el término de Jay David Bolter y Richard Grusin, ha tenido un rol en el desarrollo del libro. Tal como hemos visto, el códice emulaba las columnas angostas del rollo, los primeros tipos de letra copiaban los estilos manuscritos y el diseño en rústica de Penguin volvía a la proporción áurea de la página manuscrita medieval. Existen pruebas de que en Andalucía los fabricantes de papel imitaban el pergamino agregándole ligeras estrías y almidón de trigo para mejorar la receptividad a la tinta. Se podría incluso considerar la orientación en columnas de la escritura china como una reinscripción de la técnica de los rollos jiance. Estas remediaciones evocan aquello que las precedió y, a la vez, cambian fundamentalmente la lectura y la escritura por medio de sus soportes materiales modificados. Por ejemplo, tal como deja en claro la obra de Ong, el paso de la oralidad al texto escrito fue una remediación que cambió fundamentalmente la forma de la literatura, prescindiendo del uso de fórmulas y frases hechas en favor de oraciones y enunciados más complejos que enriquecieron el discurso y, sostienen algunos, facilitaron el surgimiento de la novela.

[…] Ahora que comenzamos a pensar la relación de los libros electrónicos con sus predecesores, podemos analizar al libro como “metáfora material” –en términos de la especialista N. Katherine Hayles–, a través de la cual interactuamos con el lenguaje y que, a su vez, modifica cómo podemos abordar esa interacción.

Para Hayles, “Cambiar la forma física del artefacto no significa meramente cambiar el acto de leer […], sino transformar en profundidad la relación metafórica de la palabra con el mundo”. Antes de considerar los dispositivos electrónicos contemporáneos, es necesario explorar el desarrollo del libro electrónico al que estos dan soporte, ya que cambió la relación de la palabra con el mundo al convertir el texto en datos y así alterar fundamentalmente su portabilidad. La vida digital del texto lo desliga de cualquier soporte material y esto permite su acceso por medio de toda una variedad de interfaces (incluida la computadora, el teléfono celular, la tableta y el dispositivo de lectura electrónico). Cada una de ellas influye en nuestra lectura. […] Esto no es una narrativa del progreso o el engaño seductor de “la vía de las actualizaciones”, en palabras de Terry Harpold, investigador de nuevos medios. Mi intención, en cambio, es señalar los modos en que estos abordajes modelan y son modelados por las necesidades de los lectores de los siglos XX y XXI, quienes darán forma al libro por venir.

 

 

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