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Ensayos

Elizabeth Bishop y el exilio

Por María Negroni

"Comparada con Marianne Moore, que fue su mentora y amiga, Bishop es otro cantar", Negroni escribe sobre las poetas (en foto) en Una especie de fe, novedad de Bajo la Luna.

Por María Negroni.

 

 

 

Comparada con Marianne Moore, que fue su mentora y amiga, Bishop es otro cantar. De Nova Scotia y New England a Río de Janeiro y Petrópolis (y viceversa), su itinerario es un modo metafórico de la orfandad, que también fue real. Bishop perdió a su padre siendo niña y, en cuanto a su madre, vivió hospitalizada desde que ella tenía cuatro años, lo cual la obligó a peregrinar por casas de abuelos maternos y paternos y, por ende, a conocer una soledad promiscua. También supo del asma y más tarde, como Robert Lowell, del alcohol.

Lectora empedernida de Baudelaire, Hopkins, Tennyson, Auden y Stevens, Bishop encontró en Moore –a quien conoció cuando tenía 23 años y acababa de graduarse en Vassar– no sólo una autoridad contra la cual explorar y rebelarse, sino también la posibilidad de recuperar una intimidad desmantelada, de domesticar un mundo. De su maestra en reticencia (como ella misma la llama en Efforts of Affection) aprendió muchas cosas, otras compartió y más discutió aun. El gusto por los objetos exóticos, la técnica descriptiva, cierto sentido de la moral y, en general, una imaginación que registra y arregla –pero no editorializa– son rasgos que comparten, aunque Bishop pondrá de manifiesto, muy pronto, una mayor introspección. Es verdad, algo del mundo físico se mantiene erguido con estoicismo en sus poemas, recordando a ciertos pintores abstractos, pero sólo como un medio: lo exacerbado de la observación le permite hablar de la carencia y la separación, los encuentros con la naturaleza y el paisaje no tienen más pretensión que clarificar la memoria individual y la pena. 

En cuanto a la domesticidad un poco anticuada de Moore, también resulta transformada. Como ocurre en el poema Sestina, la escena doméstica reincide pero en su interior se duplica como en una pesadilla lo enigmático e inescrutable. Lo banal refleja aquí un desorden emocional. El tono neutro abre una brecha –un gusto metafísico– entre el mundo observado y el psíquico. Moore lo percibe de inmediato: “Tentativeness & interiorizing (le escribirá) are your dangers as well as your strength” [El rodeo y la interiorización son tus peligros y también tu fuerza]. Curiosa combinación: experimentalismo y vida interior, autoafirmación y forma contenida. Que de allí resulte una transposición del tiempo en el espacio no debe extrañar. La búsqueda obsesiva de un sense of place [sentido espacial] conduce a la geografía vista como historia y a la descripción como autobiografía.

Decir que, para Bishop, el poema es un artefacto antes que un medio de expresión puede inducir a equívocos. Yo me inclino por una paradoja: no niego su conciencia formal aguda (por algo la reivindican quienes hoy incitan a una reinstauración descomedida de la forma) pero afirmo que toda esa carga formal persuade porque cifra una desesperación de otra índole. Tal vez flirtea con el molde porque flirtea con el viaje y la peligrosa nostalgia y la incesante búsqueda y el miedo. Tal vez su belleza deriva de una lealtad al único mapa que cuenta, no visible, previo, probablemente inconsistente. Un exilio nunca es temporario. Escaparse sí lo es, y Bishop lo sabe, enteramente.

Hay quienes dicen que su poesía es overcrafted, trabajada y modulada en exceso. Me consta que es así, pero ¿es defecto? Bishop aprendió mucho de Moore. Entre otras cosas, que el placer de la forma suele conllevar un riesgo, el del control. El verso medido y la prosodia, tal como sólo pueden oírse en los pentámetros yámbicos tienen, tal parece, su costado perverso. Pero el riesgo se compensa: la misma puerta conduce a la sestina, el villanelle, el lais d’amour, Arnaut Daniel y Guillaume d’Aquitaine, toda la literatura provenzal. Esta deuda no es menor. Sí lo son, en cambio, ciertas recurrencias en lo temático (¡otra vez los animales!), ciertos poemas que parecieran calcarse unos sobre otros. No olvidemos que el mapa era para Bishop fijación y los mapas se calcan, se repiten.

Bishop también partió. Pero no llegó a “la ballena” de Nueva York, esa otra forma sutil de la fascinación o el sufrimiento. Llegó al Brasil donde vivió por casi 20 años. A diferencia de Moore que hizo de Brooklyn bunker y refugio, emprendió un viaje real para ocultar un viaje imaginario. O imaginó que, partiendo, accedería al regreso. Confió en que el argumento de la vida es siempre un círculo y que lo único importante es la intensidad: el movimiento y la fijeza, si son exacerbados, se tocan.

Fue lesbiana. Se sabe poco de una relación de amor que tuvo por escenario la textura del trópico. Quedan de esa felicidad algunos poemas (entre ellos, El shampoo), una foto con un gato en una hamaca, una ventana que da a un mundo inasible, a una suma de mulatas sudorosas y favelas. No es poco. (De la relación con Robert Lowell, pretendiente infructuoso, quedan, en cambio, retratos y biografías y centenares de cartas).

Amó el Brasil, en suma, porque el exilio en Brasil fue veraz. Fue desarraigo ex profeso. Ruptura. Descubrimiento. Exposición, ante sí misma y los demás, de su extranjeridad. Geografía nueva en un argumento gastado y doloroso. Todo eso está en sus poemas. Está en los títulos de sus libros que son como las pisadas de Robinson en su isla perdida: North and South (1946), North and South: A Cold Spring (1955); Questions of Travel (1965) y Geography III (1977).

A veces, sin embargo, el estilete agudo de la emoción no se ve. Su visión es, como la de Moore, panorámica y se sabe que la distancia es arma de doble filo. Lo grandioso sólo es grandioso cuando el corazón es desmesurado y esto ocurre rara vez. Una poeta de Boston me dijo un día, como quien revela un secreto: In poetry, you shouldn’t say: I suffer. Better say: the landscape suffers. [En poesía, no hay que decir: Yo sufro. Mejor decir: el paisaje sufre]. Bishop compartiría esa receta. Transferir a la naturaleza las emociones, como si se protegiera de la furia o el abismo, fue para ella desde el comienzo una fidelidad. La poesía, sin embargo, no es sólo eso. No alcanza con reemplazar el sufrimiento propio por el del paisaje. Es, si se puede, lenguaje sufriendo, tensión avara, quiebre, desafío mayor que la tentación de soltarse, que la aparente modestia de ceder derechos al entorno.

Hay momentos en que Bishop lo consigue y con creces, momentos de brillo y osadía. The art of losing isn’t hard to master [No es difícil dominar el arte de perder] es uno de los versos más bellos que conozco. Lo festejo. Lo admiro porque ahí el esfuerzo de decir es, como quería Borges, tan invisible como impecable lo dicho. Más: esa invisibilidad y esa prolijidad no ahogan el dolor. Lo multiplican, lo cantan, lo dispersan hacia el centro, el exilio común.

Termino con una especie de fe: el mundo siempre es inasible pero hay quienes hacen de esa inasibilidad una convicción, quienes se zambullen en ella, haciéndola literal, tangible. Bishop pertenece a esa valentía.

Cuestiones de viaje

Sobran las cataratas aquí; las corrientes caudalosas

se atolondran hacia el mar,

la presión de tanta nube sobre las montañas

las fuerza a desbordarse en cadenciosa moción,

volverse cataratas ante nuestros ojos.

–Pues si esas ráfagas, esos kilométricos senderos de lágrimas,

no son cataratas todavía,

en una era o dos, tal como transcurren las épocas aquí,

probablemente lo serán.

Pero si las nubes y caudales se desplazan,

las montañas puede que parezcan barcos encallados, 

cubiertos de limo y de percebes.

Piensa en el largo regreso a casa.

¿Hubiera sido mejor quedarse y fantasear con este sitio?                   

¿Dónde tendríamos que estar ahora?

¿Está bien mirar a unos seres extraños que actúan en

el teatro más extraño de todos los teatros? 

¿Qué es esto pueril que nos empuja, 

mientras haya un hálito de vida en nuestros cuerpos,

a buscar el sol del otro lado?                  

¿El colibrí más pequeño del mundo?

¿A asombrarnos ante una obra de piedra incomprensible,

incomprensible y secreta,

ante cualquier paisaje,

visto al instante y siempre, siempre encantador?             

¿No alcanza con soñar nuestros sueños?

¿Tenemos que poseerlos también?

¿Disponemos de lugar

para plegar otro atardecer, tibio todavía?

Sin duda, hubiera sido una pena   

no haber visto los árboles de esta calle,

por cierto exagerados en su belleza,

no haberlos visto gesticular

como arlequines nobles, vestidos de rosa.

–No haber oído en un surtidor de nafta

la triste melodía de madera en dos notas 

de un par de zuecos desiguales 

haciendo cloc cloc desafinados 

sobre un piso de estación sucio de grasa.

(En otro país, habrían cotejado los zuecos.

Cada par, el mismo e idéntico tono.)

–Una lástima no haber oído

la otra música, menos primitiva, del grueso pájaro marrón 

que canta sobre el surtidor roto de nafta

en una iglesia jesuita de bambú:

tres torres, cinco cruces de plata.

–Una lástima, sí, no haberse planteado

interminable y confusamente

la conexión que puede perdurar por siglos

entre un calzado tosco,

y la delicada fantasía de las rústicas jaulas de madera.

–Nunca haber estudiado historia en

la débil caligrafía de las jaulas de los pájaros cantores.

–Y nunca haber tenido que escuchar la lluvia

como se escuchan los discursos de los políticos:                   

dos horas de implacable oratoria

y luego un abrupto silencio dorado 

en el que la viajera toma un cuaderno, escribe:

“¿Será falta de imaginación lo que nos lleva

a sitios imaginados, dejando atrás el hogar?

¿O tal vez el error fue de Pascal cuando propuso

nunca abandonar el propio cuarto?

Continente, ciudad, país, sociedad:

elegir nunca es fácil y nunca gratis.

Y aquí o allá… No. ¿Sería mejor estar en casa,

dondequiera que eso esté?

(de Questions of Travel, 1965)

El shampoo

Como explosiones mudas sobre las rocas, 

los líquenes crecen,

proliferan en ondas concéntricas, grises.

Han decidido anillarse 

en torno a la luna, aunque

nuestros recuerdos no se inmuten.

Y puesto que los cielos todavía

no nos abandonarán,

has sido, querida amiga,

utilitaria y ansiosa;

ya lo ves. El Tiempo 

es, pese a todo, sumiso.

Las estrellas fugaces sobre tu pelo negro

en formación brillante   

¿adónde van?

¿tan de prisa? ¿tan en orden? 

–Ven, déjame lavarlo en un fuentón de lata,

maltrecho y luciente como la luna.

    (de North & South: A Cold Spring, 1946)

 

 

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