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La chica que saltó la valla de dos metros

Jack Kerouac
Un amor de Jack Kerouac
Una chica leyó Los subterráneos y, como a veces pasa, se enamoró del autor. Hasta ahí la historia típica que todo lector alguna vez quiso vivir. Pero ella la llevó más adelante: lo fue a buscar y se le metió en la casa. Vivieron un tórrido amor de varios años.

Por Patricio Zunini.

«Es posible que nuestra prosa no se recobre jamás de lo que le ha hecho Jack Kerouac». Así comienza Henry Miller el prólogo a Los subterráneos, la novela en la que Kerouac cuenta su vida de antes, cuando todavía no era el famoso Kerouac. «Siendo un virtuoso nato», sigue Miller, «disfruta desafiando las leyes y los convencionalismos de la expresión literaria que estorban la auténtica comunicación sin trabas entre el lector y el escritor». La búsqueda de Kerouac, según él mismo escribió en Big Sur, era semejante a la de Proust excepto por el hecho de que sus recuerdos «están escritos sobre la marcha y no, mucho después, en un lecho de enfermo». Consideraba así que cada uno de los libros —novelas autobiográficas en las que los nombres aparecen cambiados por sugerencia de los editores— era el capítulo de una obra total a la que llamaba “La leyenda de Duluoz”. En el camino apareció en 1957 y fue una revolución. Al año siguiente llegó Los subterráneos: ahí Kerouac se llama Leo Percepied y se enamora de una chica negra de nombre Mardou Fox. Es una historia de amor tórrida atravesada por alcohol, marihuana, filosofía y jazz —Rayuela, que es de 1963, tiene pasajes que podrían entrar perfectamente aquí.

J.D. Salinger decía que le gustaba esa clase de libros que, cuando uno los termina, piensa que ojalá fuera amigo del autor para llamarlo por teléfono. Muchos deben haberse sentido así con Kerouac. Después de la publicación de En el camino —contaba también en Big Sur— vivió «enloquecido durante tres años con infinitos telegramas, llamadas telefónicas, pedidos, correo, visitas, periodistas, curiosos», y con «adolescentes saltando la valla de casi dos metros que había levantado alrededor de mi patio como modo de preservar la privacidad».

Lois Sorrells ya no era una adolescente en 1958, tenía 23 años, pero leyó Los subterráneos, se enamoró del autor y allá fue, decidida a saltar la valla: se lo encontró a Kerouac meditando bajo un árbol. Qué le vio Kerouac, que la encontró distinta de todo ese smell like teen spirit que lo rodeaba. Vivieron un amor tórrido como el que él ya había vivido y ella había deseado vivir. “Tomábamos muchísimo vino y bailábamos y hacíamos el amor y él me leía”, le contó Lois a la periodista María Popova hace unos meses. Pero también discutían y se peleaban y usaban a los amigos como escudos y sacaban los trapitos al sol. La pareja era como una novela de Kerouac: intensidad y sintaxis sincopada. Hay una carta maravillosa en la que él le dice que son las 4 de la mañana, que se siente solo, que acaba de escribir 35 páginas de corrido del original de Big Sur, que va a tener que viajar a Nueva York para litigar con su ex mujer y que tiene que hacerse un test de paternidad. Y también le dice que no le va a proponer casamiento —él iba por su segundo divorcio— porque está «bien al tanto de cómo terminan los matrimonios legales».

Entre idas y vueltas —ella tuvo varios amoríos en el medio; él muchos celos— se acompañaron hasta el final. Poco antes de morir Kerouac en 1969, la que murió fue la mamá de ella y Lois cayó en una profunda depresión. Dejó la ciudad y se fue a la casa de su infancia para acompañar al padre durante el duelo. Las cartas de entonces son oscuras, abrumadoramente tristes. Una noche, Kerouac la sorprendió: había volado hasta allá por temor a que se suicidara. Traía un grabador enorme en la espalda, uno de esos aparatos pesados con dos platos de cinta, con mucha música para levantarle el espíritu.

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