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La llave

Leer y escribir después

"Cada vez que me siento a escribir intento encontrar la llave, a veces perdida entre otras cientos de llaves, que abren otras puertas, pero no la mía". ¿Cuál fue la llave que abrió el oído absoluto de Lydia Davis?, se pregunta la autora de Partida de nacimiento, mientras identifica la propia.

Por Virginia Cosin.

A veces quisiera ser de otra manera, nunca sé bien cuál, pero sí sé que querría ser distinta de como soy. Lo que me cuesta es decidir. Me pasa que veo a alguien grande, y con grande quiero decir de mi edad o más, a cara lavada, sin una gota de maquillaje, en una reunión o por la calle y me parece hermosa y pienso: así quiero ser. Segura. Natural. No me voy a maquillar nunca más. Me nace como una admiración por esas mujeres que no tienen tiempo para pintarse, o que no les interesa, o que están más allá de cómo las ven los demás, porque ni piensan en eso.Pero yo, a decir verdad, tampoco me maquillo mucho. De hecho casi no me maquillo. Como soy muy ojerosa a veces me pongo corrector (una vez en una de esas perfumerías del shopping que venden productos importados y carísimos pedí tapaojeras y la vendedora me miró con una cara de reprobación terrible. ¿Corrector?, preguntó, como una maestra que te ayuda a que digas bien la respuesta. Sí, eso: corrector, contesté, obediente). Como mucho uso eso: corrector y máscara de pestañas (rimmel tampoco se dice más, ni rouge. Es máscara de pestañas y barra de labios: sépanlo). Otras veces, precisamente porque me maquillo poco y nada, me pasa todo lo contrario. Veo a alguna mujer increíblemente bien maquillada, los labios saltan de la boca pintados de fucsia o rojo, la piel como de porcelana, el juego de sombras e iluminadores que esculpe el contorno de los ojos y el blush (porque en los casos anteriores las denominaciones de los productos se castellanizaron pero en este caso sucede al revés: lo que era colorete ahora es blush) levantando los pómulos y suspiro, también de admiración y me juro abandonar la indolencia con la que voy por la vida, demaquillada y vulgar, y aprender a usar cada producto para mejorar mi apariencia, sobre todo ahora, que no soy más joven. Las mujeres que saben maquillarse bien, sin pintarrajearse, con la precisión del artista que conoce qué pinceladas refuerzan los rasgos más bellos y cuáles ocultan los menos agraciados, me parecen sofisticadas, inteligentes, vanidosas pero en el buen sentido: se valoran, se quieren a sí mismas, se ocupan de algo aparentemente banal pero que las hace sentir bien. Nunca me decido. ¿Como cuál de estas dos clases de mujeres querría ser?

Me pasa algo parecido con el estilo a la hora de escribir un texto. Y, como con las mujeres y el maquillaje, a veces quisiera ser espontánea, fresca, natural, como algunas de las escritoras que me encantan -pienso en Romina Paula, o en Hebe Uhart, cuya voz es de las más jóvenes de nuestra literatura- y otras quisiera ser sofisticada y lírica como Pascal Quignard o dominar la lengua con la elegancia y precisión de Juan José Saer o Antonio Di Benedetto o tener la capacidad de ser fresca y sofisticada a la vez, como Clarice Lispector. Pero lo que más me gustaría es conocer mi propia voz. Identificarla. Lo que no sé si es posible. Porque después de leer, por ejemplo, a Lorrie Moore, pienso de manera Lorrimooriense, o a Lydia Davis, Lydiadeiviense, o ni siquiera, porque leo traducciones -soy incapaz de leer en inglés, a pesar de que la norteamericana es de mis literaturas favoritas- o ahora mismo, que leo a Inés Acevedo siento que me Inesacevedizo. Pareciera que Inés escribiera sobre el instante, quiero decir, encima del instante, y da la sensación de que nunca vuelve atrás, que se deja llevar por sus pensamientos sin corregir, y su voz es tan particular porque escribe como escuchándose y el texto corre por la hoja salpicado de espontaneidad y palabras seguramente de su uso habitual, poco “literarias”, y que, por eso mismo, son lo más literario que puede haber. Me digo que hay que tenerse mucha confianza para escribir así y esa confianza me parece tremendamente atractiva. Por otro lado, es evidente que Uhart es su maestra, que sus estilos son parecidos, o que quizás para que existiera Inés, antes tuvo que haber existido Hebe.

Lydia Davis, que es para mí el epítome de la escritora original, libre, valiente, inteligente, y poseedora de un oído absoluto para captar las vibraciones de su propio rumor interno, contó una vez en una entrevista que cuando empezó a escribir pasaba largas horas torturándose a lo Flaubert, retorciendo las frases, pelándose el cerebro para dar con las palabras justas. Su padre era un académico reconocido y se esperaba de ella que siguiera sus pasos. Para colmo, se había casado con Paul Auster, que todavía no había publicado mucho pero ya pintaba que iba a ser brillante y, mientras Lydia escribía una frasecita para borrarla un rato después y pasaba horas y horas hasta escribir media carilla, Paul ya iba por la mitad de su novela. En ese tiempo, cuenta Lydia, vivían en Francia y ella la pasaba mal. Quería ser escritora, de eso no tenía dudas, quería ser reconocida, pero no encontraba su voz, su estilo, no sabía bien qué quería hacer. Sabía que era fan de Beckett, que le gustaban algunos filósofos franceses como Maurice Blanchot, que le gustaba traducir autores, como Flaubert, o Foucault, pero ese extraordinario oído estaba, todavía, tapiado por las voces del prestigio de sus ídolos. Recién pudo demoler el templo al que iba a rezarles cada vez que se sentaba a escribir, cuando descubrió a un escritor, autor de unos relatos brevísimos, delirantes y a la vez poéticos, que más que erigirse como una nueva divinidad inalcanzable, le abría la puerta a la posibilidad de no parecerse a nadie, de hacer de sus papeles tachados, sus listas, sus traducciones, sus chistes, sus cartas, sus pensamientos dislocados o escritos en momentos de perturbación, su literatura.

El poeta-llave se llamaba Edson Russell y escribía cosas como éstas:

 

Otoño

Érase un hombre que encontró dos hojas y entró en la casa sosteniéndolas con los brazos extendidos y dijo a sus padres que era un árbol.

Ante esto ellos dijeron entonces ve al jardín y no crezcas en la sala o tus raíces arruinarán la alfombra.

Él dijo estoy bromeando no soy un árbol y dejó caer las hojas.

Pero sus padres dijeron mira es otoño.

 

Cada vez que me siento a escribir intento encontrar la llave, a veces perdida entre otras cientos de llaves, que abren otras puertas, pero no la mía. Otras veces, creo que la encuentro, pero me lleva a pasillos angostos, poco iluminados, o a habitaciones para guardar las escobas. Si tengo suerte, doy con la que abre la puerta para ir a jugar y me quedo ahí todo lo que puedo.

 

(La traducción del poema de Edson Russell es de Jonio González para el blog Otra Iglesia es imposible)

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