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La transformación como pulso para una novela futura

Por Juan Ignacio Pisano

"Era oscura la noche y oscuras nuestras intenciones. Oscura era, como ahora, la época de un poder que solo veíamos en posesión de manos invisibles, de seres sin rostro": el autor de El último Falcon sobre la tierra y el texto que compartió en el último Filba 2020.

Por Juan Ignacio Pisano.

 

Era oscura la noche pero las luces de nuestros caballos de metal alumbraban el camino. La orden venía del Timba y era precisa: robar el Falcon, matar al Abuelo y a la Profesora y secuestrar a la niña sin palabra. Le confieso, M´hijo, yo no quería hacerlo. Para que usté entienda: estaba cansado de las cabezas cortadas sobre palos oxidados, harto de Ciudad Alta, harto de la prepotencia de quien había sido el que me robó de mi casa y si bien mis ganas de luchar seguían intactas, el bando era el equivocado y digo esto aún a riesgo de negar que no veía por ningún lado uno cierto, algo que nos diera un poco de redención ante tanta maldad exagerada.

Era oscura la noche y oscuras nuestras intenciones. Oscura era, como ahora, la época de un poder que solo veíamos en posesión de manos invisibles, de seres sin rostro que nos bajaban mensajes en papeles manuscritos por el pulso del que dicta quién vive o muere. Trabajamos para verdugos inmateriales, voces que se hacían presentes en el tono atrevido del Timba (y antes de otros) y en la mezcolanza de nuestros cuerpos jóvenes que solo pedían por adrenalina y alimento.

Era una oscura noche. Pero su padre vio luz: al frente de nuestras bicicletas se alzó el rudo y fastuoso caballo del Perú. En esa imagen vislumbré una esperanza, o entreví, M´hijo, la rendija por donde remedar el camino que había tomado. Para mí fue solo eso, una imagen estática, un instante, una revelación. Ese animal se erguía debajo del jinete que siempre habitaba su lomo, que casi nunca descendía a pisar el mismo suelo que nosotros. El caballo y el Perú. La bestia en dos patas y el jinete ostentando un palo desmesurado en su tamaño para un brazo humano como el suyo o el mío, M´hijo. Y nos acercábamos. Un cuerpo delgadísimo de mujer apareció y el Timba lo hizo volar por los aires porque nuestro jefe no iba en bicicleta sino en moto, adelantándose pero sin perderse la senda que le marcaban las luces de nuestros caballos de acero y tracción a sangre humana. La noche era oscura, como oscuro era nuestro corazón teñido de intenciones espurias. En esa opacidad aquel resplandor se levantó en forma de caballo y jinete unidos. En dos patas el animal y con el brazo en alto sosteniendo un palo insolente el hombre que lo montaba. Fue en ese momento que vimos al Falcon salir de la casa y en él al Abuelo, la Profesora y la niña sin palabra. El Timba aceleró la moto y al tener cerca al Perú, frenó y esperó, para después exigirla a fondo demostrando que él era un poronga de verdad: una fiera que te podía degollar solo con la mirada y el olor que emanaba de su cuerpo enardecido. El caballo corcoveaba ante el rugido de la bestia de acero que lo enfrentaba. Nada se alteró demasiado, sepa usté, hasta que llegamos nosotros, segundos luego. Rodeamos al Perú y al Timba y dispusimos el ring como era nuestra tradición: mano a mano, uno contra uno sus cuerpos se enfrentarían. El Timba lanzó dos machetazos que fueron detenidos por el palo desfachatado de ese brazo que descubrí en una fuerza implacable y una precisión que nos dejó atónitos cuando vimos al filo del acero detenido contra su materia. El Perú tomó el machete con su mano libre y lo atenazó entre la palma y los dedos. Nosotros reculamos y dudamos pero un grito del Timba nos hizo iniciar el ataque despreciando nuestras tradiciones, avalando la voracidad de nuestro jefe que se sintió acorralado y arrugó, el muy cagón. Así, rodeando a nuestra víctima comenzamos a atacarlo por ráfagas de ajusticiamiento que le cortajearon las piernas y le lastimaron al caballo que sin embargo se erguía como un dios de los márgenes, sagrado entre tanto barro. Cuando se sintió herido, el Perú luchó con más insistencia y con la desidia necesaria para destrozar los rostros de dos de los nuestros a palazo limpio. Otro terminó con un cuchillo clavado en la frente. ¡Clavado! ¡Enterrado entre el hueso, sepa usté! El ruido de los cráneos rotos emergió como un aviso por entre el cacareo inútil de la moto del jefe. Fue ahí cuando el Timba aceleró a fondo y embistió contra el caballo haciendo caer al Perú y dejando al animal suplicando a voz en cuello por alguien que lo ajusticiara de una definitiva vez. El jinete cayó de pie ante la bestia y se preparó para enfrentar al Timba, que había dejado la moto sepultada contra el caballo que seguía gimiendo. Los rodeamos para restablecer el mano a mano pero los buitres de mis compañeros le rapiñaban la espalda a puntazos al Perú. Y ahí fue cuando su padre no pudo aguantar. Ahí su padre, sepa usté, desvió su destino de paria y matón.

Era oscura la noche, y en ese momento se alzó sobre los ruidos del entorno mi voz en queja: “¡Abran cancha, que el Hormiga no consiente que se mate ansí a un valiente!”, grité y mi negrura, camuflada en la parquedad de la noche, se unió espalda con espalda junto al Perú. Peleamos bravo, y dejamos el tendal de cuerpos degollados y amputados en la puerta de la casa del Abuelo, la Profesora y la niña sin palabra, que es también su madre, M´hijo, y que es también mi amor: sepaló. Pero ellos andaban muy lejos arriba del Falcon que ya no entregaba al viento el rugido de su motor.

Era oscura la noche. Como su padre, M´hijo. Pero entre mi cuerpo turbio y la penumbra del cielo calmo aquello se encendió: un destello, un llamado, una invocación después de la cual todo cambiaría, M´hijo. Y de ese cambio vendría el encuentro con la Profesora, que nos enseñó a vivir de otro modo y a combatir a la Ciudad Alta. En esa transformación se allanó mi camino hacia el abuelo, que me mostraría cómo funcionaba el Falcon con el que después me hice conocido de todos. De esa noche también nacería una posibilidad de amor en su madre, la que nunca me dio palabra pero que lo parió a usté. Siga mis instrucciones, M´hijo. Sus desaparecedores pagarán. Y pagará la ciudad que nos ha reventado el alma.

Era oscura la noche. Pero entonces nació luz, y hubo mundo, y hubo usté.

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