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Las niñas argentinas que inspiraron El Principito

Saint-Exupéry en el sur

"Todo empezó con la visita de los periodistas franceses a las hermanas Fuchs en 1964, cuando ya eran dos mujeres grandes. Los concordienses vimos que los franceses daban importancia a un lugar abandonado porque ahí había estado el autor de El Principito". Un adelanto del libro de Nicolás Herzog y Lina Vargas, publicado por Ariel.

Por Nicolás Herzog y Lina Vargas.

 

—Lo interesante es ver cómo la gente sostiene el mito de Saint-Exupéry y cómo ese mito se vende al turista —dice en el otoño de 2018 la historiadora Silvina Molina en el bar El Ideal, en el centro de Concordia. Todo empezó con la visita de los periodistas franceses a las hermanas Fuchs en 1964, cuando ya eran dos mujeres grandes. Los concordienses vimos que los franceses daban importancia a un lugar abandonado porque ahí había estado el autor de El Principito.

Molina se refiere al mayor atractivo turístico de la ciudad, el castillo San Carlos, cuyas ruinas restauradas están a cuatro kilómetros del bar El Ideal donde ella ahora habla.

Y se refiere a los periodistas de la revista francesa Paris Match que en mayo de 1964 viajaron a Argentina a investigar si las chicas sobre las que Saint-Exupéry había escrito treinta años antes existían.

Existían.

Dice la nota: «Saint-Exupéry habló mucho del desierto y de la montaña, pero también del oasis. Para él se encontraba en un punto preciso: una casa ruinosa en mitad de un parque abandonado habitada por dos chicas traviesas. Sobre ellas escribió que entre mangostas y libros se forjaban sus dulces almas, un episodio tan etéreo que hasta ahora los lectores creían que se trataba de una ficción. En realidad, Saint-Exupéry viajó a Concordia en 1930 para explorar terrenos auxiliares en suelo argentino. Las dos pequeñas que tanto lo impresionaron estaban allá. Nosotros las hemos encontrado. Viven en una casa de ensueño donde crían a sus extraños animales».

Una foto muestra a las hermanas «a la edad en la que inspiraron a Saint-Exupéry». Las chicas, que no son niñas, sino adolescentes, cargan cañas de pescar que exhiben como los cazadores sus trofeos. Los delicados tobillos se hunden en lo que podría ser la arena o el río, mientras el sol pega directo en sus piernas impetuosas. Una es más alta que la otra, más robusta, un poco introvertida. En otra foto —tomada por Paris Match en 1964— la hermana menor, Edda, entonces de cuarenta y seis años, está sentada en una silla de jardín junto a un arbusto exuberante que devora el fondo del retrato. En una mano, levantada sobre su cabeza con la gracia del baile flamenco, sostiene a un loro, y con la otra acaricia a un perro que tiene el aspecto de ser un animal entrenado para las labores del campo. En esa silla modesta, Edda, de falda a cuadros arriba de la rodilla, cadenita al cuello y gafas oscuras tiene una belleza sofisticada, de neorrealismo italiano. Susana, la hermana mayor, de cincuenta y dos años, aparece en otra foto con los brazos apoyados sobre un mueble de mimbre en el pórtico de su casa, que no es la misma casa de la infancia. Mira hacia un costado con expresión ausente. Frente a ella, atrás, a los lados, hay plantas, hierba, helechos, enredaderas. Su vestido también es de flores: sencillo, de cuello en V, ajustado a la cintura, sin adornos y sin joyas. Usa el pelo corto, fuerte, práctico. En el jardín, muy cerca del pórtico, una oveja gorda come.

Tres años después de la publicación de Paris Match, en 1967, el periodista francés Édouard Bobrowski filmó el documental Terre des Hommes, emitido por la Radiodifusión Televisión Francesa. Bobrowski visitó junto a Didier Daurat —piloto héroe de la Primera Guerra Mundial, director de explotación de las compañías Latécoère y Aeropostal, creador de la ruta Francia-Suramérica, quien dio a Saint-Exupéry su primer empleo en la aviación y le enseñó que el correo era más valioso que la vida— los lugares en África y Suramérica que Saint-Exupéry había recorrido tres décadas atrás. Daurat, nacido en 1891, entrevista a Ould Mohamed Saleh, guía y traductor de la antigua línea aérea del Sahara; a Léon Diakaté, exmecánico mauritano, en un mercado sobre la arena rodeado de niños que gritan a la cámara; a Bernard Artigau, francés residente en Argentina, piloto de guerra y de la ruta la Patagonia, y finalmente a las hermanas Susana y Edda Fuchs en Concordia.

«¿Entonces, Saint-Exupéry aterrizó acá?», pregunta Daurat.

«Sí, acá lo conocimos —sonríe Edda Fuchs: el pelo blanco arriba de las orejas, la mirada altiva, los hombros descubiertos, un collar de perlas y pulseras de plata, algunas arrugas en el entrecejo y los ojos—. Paseábamos a caballo con mi hermana y vimos el avión. Él estaba furioso porque había caído en un hueco, gruñía. Nos acercamos emocionadas a ver el avión y a preguntar qué había pasado y cuando se dio cuenta de que hablábamos en francés nos dijo: “¿Qué están haciendo acá?” Le dijimos que éramos las hijas del señor Fuchs y que íbamos a buscar a papá y mamá para llevarlo a la vieja casa donde vivíamos».

La cámara registra la casa que parece perdida en lo alto de una lomada como una piedra santa, sitiada por árboles custodios, por arbustos acunados por la brisa, por un campo que se extiende hasta las márgenes del río Uruguay. Está deshabitada, aunque su aspecto no es de abandono, sino de reliquia, de Editorial Paidós 26 animal mítico. La estructura externa se conserva, piedra gruesa que evoca decoro, pero no un lujo excesivo. La fachada frontal es maciza como una fortaleza con ventanas en arco. Edda Fuchs y Didier Daurat caminan tomados del brazo. El lugar se llama San Carlos, dice ella.

Saint-Exupéry pudo haber aterrizado por primera vez en Concordia en octubre de 1929, a días de su desembarco en Argentina, o en diciembre de 1929, o en enero de 1930.

Se sabe que el 12 de octubre de 1929 llegó a Buenos Aires después de un viaje de dieciocho días desde el puerto de Burdeos y que sus amigos Jean Mermoz y Henri Guillaumet, fueron a recibirlo. Que, como Saint-Exupéry, ambos eran franceses y pilotos de la Compañía General Aeropostal, creada en abril de 1927 luego de que el empresario Marcel Bouilloux-Lafont comprara los aviones e instalaciones en Francia, África y Suramérica de la antigua compañía Latécoère, e inaugurara el servicio aeropostal de Francia a Suramérica con tramos entre Río de Janeiro, Buenos Aires y Santiago de Chile. Que, por cuestiones legales, la Aeropostal creó la filial Compañía Aeroposta Argentina que funcionó como una red interna de Buenos Aires a Asunción del Paraguay y de Bahía Blanca a Comodoro Rivadavia para recolectar el correo que se sumaba a la línea principal. Que Saint-Exupéry viajó a Argentina para ser director de tráfico de la Aeroposta y ejerció ese cargo hasta el 31 de enero de 1931 cuando volvió a Francia. Que entre sus funciones estaba supervisar la puesta en marcha de la línea a la Patagonia y buscar escalas y pistas auxiliares para las líneas activas. Que un día, mientras volaba de Buenos Aires a Asunción del Paraguay, aterrizó en Concordia.

La ruta Buenos Aires-Asunción del Paraguay había sido inaugurada por el francés Paul Vachet, antiguo director de tráfico de la Aeroposta Argentina y amigo de la familia Fuchs a la que había conocido durante una inspección de terrenos. «Saint-Exupéry lo ignoraba y quedó sorprendido ante la afable acogida de unos desconocidos que lo esperaban», escribe el biógrafo Luis Rodríguez Aybar en el único párrafo de Vida de Antoine de Saint-Exupéry (Centro Argentino de Estudios Históricos Aerocomerciales, 1981) dedicado al episodio de Concordia. «Presumo que él ya conocía a mis abuelos y a mis tías —dice Jorge Fuchs, sobrino de las hermanas Susana y Edda Fuchs, en una entrevista para el documental Oasis (1994) del director argentino Danilo Lavigne—. En aquella época cuando los pilotos hacían un circuito sabían previamente adónde podían dirigirse en caso de un problema o accidente». Curtis Cate, autor de la biografía Saint-Exupéry (Emecé, 2000) tampoco se extiende en el encuentro con los Fuchs: Saint-Exupéry tuvo que descender porque consideró que aquel terreno llano era ideal para eventuales aterrizajes forzosos. «Por desgracia había en medio del llano un agujero oculto por la hierba y, tan infaliblemente como una bola de billar, el avión fue a meterse en él, rompiendo una de las ruedas», escribe.

La rueda calzó en una cueva de vizcachas, recuerda el mecánico Antonio Ferrando en el documental Terres des Hommes de la Radiodifusión Televisión Francesa. Las vizcachas son roedores del tamaño de un conejo que construyen sus vizcacheras en suelos blandos, y cuyas entradas tapan con ramas, hojas y cualquier otra cosa que encuentren. Enterrarse en ellas al pisarlas o cabalgar es común. Ferrando, que en 1967 cuando se filmó el documental era un hombre viejo, dice que el motor tenía una falla en el árbol de levas, los anillos de múltiples tamaños que ajustados a un eje activan distintas áreas del motor. Saint-Exupéry piloteaba un Latécoère 25, el monoplano fabricado en 1925 con una distancia entre ala y ala de 17,4 metros, 3,6 metros de altura y 9,4 metros de longitud, carga de 1.216 kilogramos, dos compartimientos para los sacos postales y dos cabinas, una cerrada para cuatro pasajeros, y una abierta para el piloto; una libélula de lata que hoy luce tan frágil como un viejo juguete que no se puede tocar, pero que en su momento prometió más seguridad que los aviones precedentes y se convirtió en el gran explorador de las líneas aéreas en Suramérica. Con el Laté 25 Saint-Exupéry aterrizó en el campo donde en la actualidad funciona la cancha de polo del Donovan Polo Club de Concordia, visible desde la lomada del castillo San Carlos.

Entonces habrían aparecido Susana y Edda Fuchs, argentinas, de dieciocho y doce años, hijas de los franceses Jorge Fuchs y Suzanne Valon y hermanas de Mario Fuchs: las princesitas argentinas.

—La familia jugaba al polo —dice Silvina Molina—. Hay una foto en la que ellas salen a caballo y una sostiene un taco. Era habitual que cabalgaran.

En la foto dos caballos de pelaje oscuro están en las escaleras del frente de la casa. No se ven las caras de las chicas, pero su actitud al lomo de los caballos es resuelta, dominante. Ambas llevan pantalón y sombrero como los hombres. Ni ellas ni la casa ocupan el primer plano, en primer plano hay un pasto feroz y una fila de plantas esféricas y puntiagudas que semeja una corte de erizos.

—San Carlos siempre quedó lejos de Concordia, era una casa en el monte. Quizás por eso Saint-Exupéry lo llamó oasis, no solo por la vista soñada que tiene, sino porque está en medio de la nada —dice Molina.

La escena habría sido así:

A lo lejos, en el campo donde las vizcachas suelen hacer sus cuevas, las hermanas Fuchs ven a un hombre junto a un avión que parece accidentado. Es probable que ellas conozcan los aviones, quizás en el pasado otro piloto aterrizó cerca de su casa o se alojó en la ciudad. Permanecen quietas en sus caballos, observando. El hombre es gigante, nunca han visto a nadie así de grande, un árbol que agita los brazos furiosos frente a la máquina humeante, tal vez con el casco todavía puesto y sobre él las antiparras. Se acercan, pero él está tan concentrado reparando los daños que solo las advierte cuando escucha una risa furtiva, las chicas se ríen porque la rueda del avión está atorada en una vizcachera. ¡Qué tonto!, dicen en francés, el idioma de sus padres y el que ellas, aunque argentinas, hablan en casa. Y el hombre, desde su altura bíblica, les pregunta también en francés: ¿Qué están haciendo aquí? A pesar del malhumor, a pesar de la tosquedad de su tamaño, la actitud es noble como la de un pájaro y además tímida, un poco torpe. Lleva la ropa mal planchada. La cara es redonda, de nariz empinada —como si con ella fuera a picar la luna, le decían de niño— tiene la frente amplia y entradas hasta la coronilla, los ojos son mansos, una cicatriz se desliza por el mentón desde el labio. A ellas las desconcierta que les hable en francés, responden que viven en una casa en lo alto de la lomada, son hijas del matrimonio Fuchs. Él se presenta: es aviador, se llama Antoine de Saint-Exupéry. El señor Jorge Fuchs, el padre, los recoge en su viejo Ford.

Saint-Exupéry pudo haber estado dos días en Concordia, cinco días, una semana o dos semanas. Saint-Exupéry pudo haber realizado varias visitas breves a la familia Fuchs o haberla visitado solo una vez.

En la biblioteca Julio Serebrinsky de la Cooperativa Eléctrica de Concordia —una casa antigua con una única sala de lectura que abre durante la siesta cuando todo lo demás está cerrado— está el libro Anécdotas de un castillo (Casa Fornés, 2000) escrito por la maestra Mirta Krispens. Krispens cita a Luis Durocher, un soldado a quien monsieur Fuchs pidió que acompañara a Saint-Exupéry: «Saint-Exupéry se hospedaba en el hotel Colón, pero cenábamos en casa de la familia Fuchs que residía en el castillo San Carlos. Él acostumbraba luego de la cena a contemplar el río Uruguay en cuyas aguas se reflejaban las luces de la ciudad vecina de Salto, los frondosos árboles que rodeaban la gran casa y los caminitos entre el monte».

En 2018, la fachada del hotel Colón frente a la plaza 25 de mayo permanece intacta, un edificio de dos pisos de estilo italianizante: líneas definidas, balcones de hierro forjado, pero adentro no hay nada: cornisas ennegrecidas, una lámpara rota, persianas oxidadas; el esqueleto de un lugar que desde su construcción en 1880 hospedó al expresidente argentino Marcelo T. de Alvear y a Carlos Gardel, declarado patrimonio histórico y arquitectónico de la ciudad que, tras años de abandono, terminó de caerse por un incendio en 2009.

—Hubo registro de la estadía de Saint-Exupéry en el hotel —dice Molina—, pero los dueños se llevaron todo cuando se fueron de Concordia.

Mientras estuvo en San Carlos, Saint-Exupéry habría tomado apuntes con su letra ordenada y fina, casi incorpórea, en una libreta que llevaba consigo siempre; habría sacado fotos del río, del árbol de magnolia sembrado a comienzos del siglo XX a la entrada de la casa, de los hurones, los lobos de agua, las iguanas, los lagartos, las vacas y los gansos que convivían con los Fuchs; habría sido mordido por una mangosta; habría dibujado en cualquier papel hombrecitos ligeros y graciosos en oficinas o restaurantes; habría hecho aviones de papel; habría dado paseos por los alrededores de la casa; habría fumado y entretenido a los Fuchs con juegos de cartas y trucos de magia; habría leído libros de la gran biblioteca familiar; en ocasiones habría contado historias en la sala de estar o en la terraza hasta la madrugada y en otras habría permanecido distante y en silencio; habría acompañado a monsieur Fuchs a inspeccionar las abejas que criaba y escuchado a madame Fuchs al piano; habría compartido conocimientos de mecánica con Mario; habría seguido los relatos de Susana y Edda con genuina atención, sin rastro de desdén ni suspicacia; habría permanecido amable, pero no débil cuando lo miraban y se reían para luego tornarse serias como taxónomas que prueban, que calculan; las habría visto salir rumbo al río y volver para la cena a reconstruir conversaciones con el zorro que habían domesticado o con una serpiente.

Años más tarde, Saint-Exupéry le contaría una anécdota a su amigo desde Nueva York: «Estimado Renoir, voy a contarle la historia de la serpiente, pero en la voz de la joven tal como la escuché: “Estaba subiendo a ese árbol y al llegar a una de las ramas altas me encontré con una serpiente que apareció a veinte centímetros de mi cara y que se infló como para atacarme. Me di cuenta de que la serpiente estaba en estado de cólera. No pude moverme, me quedé tiesa de miedo. Le dije: mi pequeña serpiente, déjame descender, no te quiero hacer daño, yo soy una amiga, como serpiente eres espléndida, y no tienes ninguna razón para herirme. Poco a poco la serpiente se desinfló y retomó su actitud normal. Comencé a deslizarme dulcemente por debajo de la rama y la serpiente me permitió descender. Me siguió, no sé por qué. Yo la intrigaba, le interesaba. Me siguió de rama en rama durante todo mi descenso. Cuando estuve abajo simplemente me fui”».

En una foto tomada durante una de sus visitas a San Carlos, Saint-Exupéry aparece de pie como un guardia sofisticado en la pendiente que conduce a la casa. Lleva un traje a medida, gafas oscuras, corbata y sombrero borsalino. Las manos, que tienen el vigor de unas tenazas mecánicas, cubren casi por completo a un hurón que sostiene contra su pecho. No sonríe, pero su seriedad parece fingida como la de alguien que está a punto de hacer una mueca. A su lado, madame Fuchs, que usa sombrero y un vestido sin mangas, sonríe con actitud hogareña. Del otro lado, un poco alejada de ellos está Edda Fuchs, la hermana menor, que parece hecha de liviandad: el pelo rubio arriba de las orejas, los brazos largos y las piernas descubiertas, el gesto insolente.

«A él le gustaba salir a la terraza a ver el claro de luna. En esta habitación [un espacio de ladrillos gastados, sin techo] había una sala con una gran chimenea donde pasábamos el tiempo y jugaba a Editorial Paidós 37 las cartas porque era muy hábil haciendo truco», cuenta Edda a Didier Daurat en el documental Terre des Hommes de 1967 mientras caminan por el castillo en ruinas. «Solía ir a nuestra biblioteca a tomar libros y a veces no los devolvía. Acá estaba el comedor donde yo conté el relato de las serpientes».

En otra escena del documental están alrededor de una mesa al aire libre. Comen asado acompañados por Susana Fuchs, la hermana mayor, que tiene un vestido de manga corta con un botón al cuello como única gracia. Luce pastoril y marcial, como alguien con una disciplina infranqueable: la cara blanca, limpia de cualquier cosmético, el pelo entrecano casi al rape en la nuca, las orejas sin perforar, los labios delgados, los hombros hacia adelante, los ojos que por momentos intentan esquivar la conversación.

«Mamá hablaba mucho con él, se apreciaban mucho», dice sobre Saint-Exupéry.

«Y él también las apreció a ustedes», responde Daurat.

Susana Fuchs asiente, pero no cuenta nada más.

 

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