El producto fue agregado correctamente
Blog > Ficción argentina > Leé un extracto de la novela ganadora del Premio Sara Gallardo
Ficción argentina

Leé un extracto de la novela ganadora del Premio Sara Gallardo

La sed, de Marina Yuszczuk

La escritora y editora de Rosa Iceberg, Marina Yuszczuk, se alzó con el primer premio del certamen dedicado a novelas de escritoras argentinas con su novela de vampiras, publicada por Blatt & Ríos. Aquí las primeras páginas del libro, elegido por un jurado integrado por Ana María Shua, María Teresa Andruetto y Federico Falco.

Por Marina Yuszczuk.

 

 

 

Es un día blanco, la luz quema los ojos si se mira directo al cielo. El aire no se mueve. Contra las nubes encendidas, el ángel que pliega sus alas en lo alto de una de las bóvedas se ve completamente negro. Parece un depredador, un pájaro al acecho. Podría extender las alas y bajar en vuelo rasante si no fuera porque la piedra lo fija en su lugar. Hace muchos años la misma peste se hubiera representado así, como un ángel oscuro recortado contra un cielo de ceniza.

A nadie parece llamarle la atención. Como si las estatuas no fueran más que piedra, una multitud de turistas avanza con sus cámaras sobre el cementerio. Esto pasa todos los días y siempre es igual, aunque ellos no sean los mismos. No gritan, no se ríen, no hablan en voz alta. Respetan algo que no saben bien qué es, y buscan su camino entre las tumbas con un interés moderado. Se detienen en lo histórico: los presidentes, escritores, nombres importantes. Hacen de la lectura de las lápidas un juego de reconocimiento escolar. O si no, dejan que el atractivo de las formas los guíe en su paseo por el laberinto: alas extendidas como en un movimiento de ballet, manos que sostienen una cabeza delicadamente, venciendo la rigidez de la piedra.

A veces se pierden entre los corredores que agrupan las bóvedas en manzanas y replican la forma de una ciudad. Aunque el cementerio es pequeño, es el conjunto de diagonales que se irradia desde un punto cercano a la entrada el que los lleva a rincones insospechados y los hace perder la orientación. Pero también es el hecho de caminar mirando hacia lo alto, bajo la sombra de estatuas como la Dolorosa, que se cubren el rostro para ocultar el sufrimiento y finalmente parecen ocultar algo mucho peor.

Este es el cementerio más antiguo de la ciudad, y el único que conserva para la muerte la elegancia de otra época. Un sueño de mármol hecho con dinero, el de las familias ricas. Solo los que podían comprar su derecho a la poesía de la muerte están acá; para los otros, las fosas comunes o las piedras desnudas que sellaron definitivamente su insignificancia sobre la tierra. Esta tarde recorro los pasillos de baldosas grises y me pregunto dónde me sepultarán, si me pudriré lentamente bajo tierra o en uno de esos nichos apilados como en estanterías, uno de los más altos, donde un único clavel marchito dé testimonio del olvido. Pero los visitantes parecen tranquilos, divertidos incluso, mientras disparan la cámara hacia una lápida de renombre, una bóveda más lujosa que las otras.

Es la ausencia de olor a podredumbre lo que los ayuda a abstraerse. Como son muchos los recaudos que se toman para que la putrefacción no chorree y se escape de los cajones en forma de líquido o de gases, este es el único cementerio de la ciudad que no tiene ese olor rancio, dulce, ofensivo, de la lenta descomposición de los cuerpos. Las flores nunca consiguen taparlo. Se te mete en la nariz, y sabés que no lo vas a olvidar nunca. Es más insidioso que los excrementos, que la basura, quizás porque podría, si no se conociera su procedencia cargada de espanto, ser un perfume. Es solo la carne la que conoce el horror; los huesos, cuando están limpios, bien podrían ser fósiles, pedazos de madera, objeto de curiosidad. Pero la carne es lo que me desvela en estos días.

Hace unas semanas que vengo compulsivamente al cementerio y esta vez trato de conjurar, de día y acompañada por mi hijo, un recuerdo que me perturba. Él corre varios metros adelante mío y no imagina lo que estoy pensando. Tiene cinco años; al principio se enamoró del cementerio que parece un laberinto, de esta ciudad en miniatura, y en un momento me pidió por favor que no lo trajera más. Le dije que hoy sería la última vez, prometí comprarle un regalo si me acompañaba y accedió. Ahora juega a perseguir a un esqueleto que se llama Juan, le puso nombre.

Busca, entre todas las bóvedas, la que tiene grabadas en el vidrio de la puerta un par de tibias y una calavera: cree que adentro hay enterrado un pirata.

Quiere jugar a las escondidas y grita de entusiasmo, pero le digo con firmeza que acá no se puede gritar, que no corra. Que puede chocarse con alguien, y que en los lugares donde hay personas enterradas hay que mostrar respeto. No sé cómo pero lo entiende. A pesar de sus pocos años, es sensible a ese aire distinto que se impone acá, como en los museos y las iglesias. Cuando lo llevé al Museo de Bellas Artes o a la Catedral le enseñé, antes de cruzar la puerta y llevándome un dedo a los labios, que a algunos lugares se ingresa en silencio, pisando despacio.

Elegimos un camino diferente al de los grupos de turistas, que avanzan muy lento mientras escuchan las explicaciones de un guía. Pronto nos perdemos hacia el fondo del cementerio. Santi tiene un pantalón rojo, es lo más vivo en este lugar y corre entre mármoles y granito hasta que, de repente, para. Se queda duro frente a la estatua altísima de una mujer que apoya su espada en el suelo, dándose por vencida; tiene que alzar mucho los ojos para mirarla. Enseguida se desprende de esa primera fascinación y sigue. Un poco más allá, en la entrada de una bóveda, agarra con las dos manos el llamador que sostiene en la boca un león de bronce, trata de tirar de la puerta para abrirla. Le digo que no se puede. Él acata, entiende que las reglas acá son distintas, aunque no sepa exactamente de qué lo protejo. Corre otra vez, se arrodilla junto a la abertura de vidrio en el costado de una de las bóvedas y señala con el dedo hacia el interior. Me acerco para mirar con él. Espía. Me pregunta si los cajones más chicos son ataúdes de bebés. Le digo que no siempre, que cuando las personas pasan mucho tiempo enterradas quedan solo los huesos y se pueden guardar en una caja más chica. No quiero decirle que a veces los cuerpos se meten en un horno para reducirlos a cenizas.

Más tarde encuentra por fin la bóveda de la calavera y las tibias, se sienta en el escalón de la entrada y me pide que le saque una foto. Por momentos me pregunto si está bien que esté arrojado a la muerte de esta manera, a sus cinco años. Si no debería ocultársela más. Pero no elegimos que la muerte viniera a nuestra casa, y sin embargo vino.

Seguimos caminando por el cementerio y trato de tener un ojo en él mientras me dejo capturar por cada cosa que me sale al encuentro. Me detengo en las bóvedas donde hay una rajadura, una grieta. Todo lo que miro está roto. Puertas de hierro de doble hoja a las que les faltan los vidrios, mal cerradas por una cadena improvisada. Bóvedas donde el piso cedió y es posible, desde el exterior, ver las filas de cajones depositados sobre los estantes que cubren la pared hasta el último subsuelo. Cajones con la tapa corrida o destrozada, como si un hacha, y no solo el tiempo, hubiera caído sobre ellos –y a veces, efectivamente, así fue–. Me imagino la presencia furtiva de los cuerpos vivos a la noche, entre susurros, cubiertos solo a medias por la oscuridad, mientras buscan algo que pueda venderse en esas tumbas abandonadas.

Yo también busco algo, y por momentos siento que traje a Santiago para asegurarme de no encontrarlo. Como si fuera un amuleto. Lo llamo para señalarle los cajones adentro de una bóveda que tiene los vidrios partidos. Hay yuyos que surgen de entre las baldosas, como si en el futuro la escala de grises del cementerio, la solidez de sus materiales, fueran a ser invadidas por una fuerza que viene de lo más profundo de la tierra. Adentro las paredes están marrones, la pintura rajada. Hay olor a humedad y una planta que trepa desde una grieta en la pared. A través de la tapa quebrada de un cajón se puede ver un hueso largo, quizás un húmero o una tibia, limpio de todo resto de carne, igual que esos huesos que dejan los perros después de masticarlos y lamerlos a más no poder, solo que sin el brillo. La superficie es de color marrón y en el extremo tiene un par de cavidades de otra textura, apenas rosadas. Me pongo didáctica y le señalo a Santi:

—¿Ves?, así quedan los huesos después de mucho tiempo.

—¿Lo puedo tocar? —pregunta

—No porque no está limpio, puede haber gusanos.

Él hace que sí con la cabeza y se aleja. Por un segundo se me cierra la garganta. Quiero ponerle una imagen real a su fantasía con los esqueletos pero al mismo tiempo no sé lo que quiero, si estoy perdiendo el equilibrio. No me importaría si fuera por mí, pero los hijos merecen la normalidad, la necesitan.

Me levanto después de mirar esta bóveda en cuclillas, agarrada a las rejas, y sigo a Santiago. Le paso la mano por el pelo castaño, siempre despeinado. Me gusta en él todo lo que es de niño: el pelo revuelto cuando se despierta a la mañana, las pestañas espesas, los ojos enormes. Lo miro para absorberlo tal como es ahora, sabiendo que esto dura un segundo.

Nos paramos frente a un ángel que, de brazos cruzados, espera junto a la entrada de una bóveda. Tiene una túnica con pliegues y la nariz rota. Más tarde descansamos sentados junto a una joven que lleva rosas en las manos. El ramo se desarma para dejar caer algunas sobre el piso, hasta los escalones que conducen al monumento. Flores que nadie pudo recoger, ya petrificadas. Una posibilidad perdida. Me agarra una tristeza súbita por lo preciso de esa imagen, por la persistencia en creer que cualquier vida interrumpida antes de tiempo es una flor arrancada, una especie de error de la naturaleza. A otra estatua femenina que mira hacia un costado con pudor mientras inclina la cabeza, oscurecida por el verdín, le sacamos una foto. Lo mismo que a la chica, casi una niña, que sostiene un libro entre las manos, aunque una de ellas esté cortada a la altura de la muñeca.

Cuando llegamos al otro extremo del cementerio nos quedamos mucho tiempo frente a una de mis estatuas preferidas: una dama que, envuelta en un lienzo hasta la altura del pecho, se recuesta gentil sobre la tumba de Marco Avellaneda, con los brazos extendidos como las bailarinas cuando se pliegan sobre sí mismas para imitar el movimiento de un cisne. Tiene las manos entrelazadas y entre los dedos, a medio caer, una rosa. Si se la mira de perfil, se puede ver que la tela apenas alcanza a cubrirla y que uno de sus pechos, grande y firme, asoma casi hasta el pezón.

Hay sexo en la piedra, y esa estatua es hipnótica como el sexo. Se entiende por qué alguien, un hombre muy rico, pagó para tener a una mujer semidesnuda reclinada sobre su tumba por los siglos de los siglos, distrayendo a los visitantes de toda corrupción. Me impresiona –porque no es tan lejano en el tiempo, pero pertenece a un mundo que no existe más– el erotismo furioso de las estatuas femeninas, la profusión de formas que intenta construir un edificio de símbolos sobre la destrucción. Acá en la superficie, bajo las alas de los ángeles protectores, la muerte es una cosa blanca, preservada del tiempo.

Caminamos un poco más, nos detenemos frente a una hiedra de un verde brillante que baja en cascada por el costado de una bóveda, de una abundancia inexplicable. Una pareja de extranjeros me hace señas con las manos y me pregunta en inglés si sé dónde está la tumba de Evita, les señalo la dirección. Llevan botellas de agua en la mano, me agradecen, siguen su camino. De pronto miro alrededor y no veo a Santiago. Es algo que hace todo el tiempo por más que lo rete con furia, se adelanta corriendo y desparece a la vuelta de una esquina. Camino rápido en la misma dirección en que veníamos, miro a un lado y al otro. No está. En todas partes veo personas que no son mi hijo. No sé si seguir adelante o doblar. Decido quedarme donde estoy para que él pueda encontrarme pero de pronto me doy cuenta de que puede haber ido hacia esa zona del cementerio que estoy tratando de evitar y la desesperación me sube desde las rodillas.

Hay una bóveda en particular que está en desuso. Nadie que yo haya conocido está sepultado ahí pero ahora se me clava en la frente una pregunta: si la puerta que durante décadas permaneció bajo llave, y que hace poco se abrió por primera vez en mucho tiempo, estará cerrada o abierta.

Me doy cuenta por fin de la locura de haber venido esta vez con mi hijo; decido que en cuanto aparezca nos vamos sin demora. Solo que no aparece. No sé cuántos minutos pasan, quizás solo uno. Empiezo a gritar su nombre. A los pocos segundos aparece agitado desde el fondo del pasillo en el que estoy esperando, me mira con intensidad, trata de adivinar si estoy enojada. Tengo el cuerpo tenso y listo para retarlo pero me desarma ese destello de comprensión. Me arrodillo y lo abrazo. Me dice que se asustó, le digo que yo también y que nos vamos ya mismo. Lo tomo de la mano y empezamos a buscar la salida.

Me sobresalta el tañido de las campanas, insistente, que señala la hora de cierre. No me di cuenta de que había pasado la tarde. El cielo sigue compacto y nublado pero no va a llover, es solo un manto cada vez más espeso que lo cubre todo. Vamos hacia el pórtico pero no podemos atravesarlo porque un mar de gente se agolpa en los pasillos que conducen a la entrada. Allá arriba en el friso, muy por encima de nuestras cabezas, se lee “Esperamos al Señor” en un idioma muerto. De repente me pone nerviosa estar entre la multitud, tengo ansiedad por irme. Santi me tironea para que avancemos. Todo pasa como en un parpadeo: entre las caras de los extraños aparece una que me llama la atención, porque me está mirando. En realidad no aparece, me doy cuenta de que ya estaba ahí, inmóvil en medio de la gente que la esquiva y trata de alcanzar la salida. Hay algo desafiante en la manera en que no desvía la mirada cuando fijo la mía en ella. Tiene el pelo largo y oscuro, desordenado como el de una ciruja, pero no es eso; hay algo en ella que no pertenece acá. No a este lugar sino, cómo decirlo… a la realidad. Siento el golpe del corazón contra las costillas cuando comprendo por qué me parece conocerla. La angustia me cava un hueco en el pecho. Sostengo fuerte la mano de Santiago y empiezo a empujar para que nos dejen salir, es preciso que lo hagamos ya. Empujo entre los cuerpos con el hombro, con los codos, pongo a Santiago atrás mío para que no lo aplasten y lo arrastro conmigo. Varias personas me miran con odio, una me insulta. Cuando ya estamos por pasar bajo el pórtico me doy vuelta desesperada para ver si la mujer todavía sigue en su lugar y me encuentro con esos ojos salvajes, cargados de intención. Está absolutamente inmóvil, los últimos visitantes le pasan por al lado y siguen. Todos buscamos abandonar el cementerio, pero ella gira y empieza a caminar hacia las tumbas.

 

 

 

Artículos relacionados

Jueves 17 de marzo de 2016
El último reflejo de la tarde

Una mujer al volante en la ruta, dos nenas y una parada en una estación de servicio. Compartimos uno de los siete relatos de Hay gente que no sabe lo que hace (Paisanita Editora).

Un cuento de Alejandra Zina
Martes 10 de mayo de 2016
Comelo

Con Chaco for ever (Edhasa), que reúne relatos publicados e inéditos, el autor de El cielo con las manos regresa al relato breve. Aquí, una historia donde el horror aparece con una lenta violencia inimputable. 

Un cuento de Mempo Giardinelli
Martes 17 de mayo de 2016
La intemperie

En este viernes de ficción, uno de los relatos del libro Principio de fuga (Notanpüan), que acaba de salir. Una ruta, una hija, un padre, y todo lo que se destruye mientras se respetan las paralelas amarillas.

Un cuento de Francisco Cascallares
Lunes 13 de junio de 2016
Toda clase de cosas posibles
Uno de los relatos que componen el primer libro de la autora, nacida en Buenos Aires en 1971, publicado por la editorial chaqueña Mulita.
Virginia Feinmann
Jueves 10 de marzo de 2016
Guapo
Con el cuento que aquí presentamos, Mauro De Angelis obtuvo el segundo premio en el concurso del cuento digital de la Fundación Itaú. Está incluido en Via Crucis (Letra Sudaca), su primer libro, de próxima aparición.
Violencia, sexo y leyenda barrial
Viernes 15 de julio de 2016
La 17

Una mujer sola en un gran hotel balneario, fuera de temporada, negociando con los fantasmas de su pasado. La desgracia empuja este relato del autor de libros como Animales domésticos y Cámara Gesell, que forma parte de su nuevo volumen: Cuando temblamos (Planeta). "Hay muchos motivos para empezar a beber. Pero uno solo para dejar: el miedo...", arranca.

Un cuento de Guillermo Saccomanno
×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar