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Mi primera vez con el papel

Comienzos 

"La primera vez con el papel fue bastante inesperada, aterradora y feliz. Publicar tiene la gracia del artefacto visible pero la desgracia de la fijación". Cinco escritores nos cuentan la anécdota de sus debuts: Sonia Budassi, Carlos Battilana, Francisco Garamona, Santiago Craig y Mercedes Araujo.

 Por Valeria Tentoni.

 

“La primera vez con el papel fue bastante inesperada, aterradora y feliz. Publicar tiene la gracia del artefacto visible pero la desgracia de la fijación. Como me cuesta mucho llegar a una versión final, trato de pensar la escritura como al pan, en algún momento la masa ya no crece y hay que dejar de amasar”, cuenta Mercedes Araujo, autora de libros como La hija de la cabra y La isla, publicados por Bajo la luna. 

“Mi primera vez fue en el 93, en Mendoza, yo tenía veinte años y esos primeros poemas que se escriben en estado de desconcierto total y no sabía qué hacer con ellos, tampoco cómo mejorarlos, pero me animé y los mandé a un concurso provincial. El concurso Joaquín Barbera había sido organizado por una señora maravillosa, una gran cocinera conocida como Teresa Barbera, la de la cocina mágica. Ella amasaba, en serio, en su famoso restaurante La marchigiana. Uno de sus hijos había sido poeta y muerto joven y creó el premio para homenajearlo: plata y una edición del libro en Ediciones Culturales Mendoza, editorial provincial. Además de la sorpresa y el susto por el libro, con el premio en plata fuimos, varias veces, a darnos la gran vida a la Marchigiana con amigxs. La mítica Teresa venía a saludarnos a la mesa en la que devorábamos con gran reverencia los platos de Spaghetti putanesca -su obra maestra-”.

Santiago Craig, autor de libros como Las tormentas (Entropía) y 27 maneras de enamorarse (Factotum), comparte su arranque: "Era una revista que hacíamos en un taller. Yo tenía quince años. Publicaron unos poemas que había escrito a mano en un cuaderno con papel araña. Un cuaderno rojo. Mi profesor los había pasado a máquina y me los había mostrado antes. Verlos con esa letra ajena, impersonal, definitiva, ya me había impactado. Por eso, no me sorpendió tanto verlos después en el papel de la revista. Era la misma hoja, puesta entre otras".  

Pero, claro, la cosa no terminó ahí: "Lo que sí me asustó fue ver a otros leyendo. Lo que era para mí, ahora era de otros. Sentados en las sillas, en los escalones, gente que yo no conocía, en los colectivos. Esa revista sin circulación, no leída por casi nadie iba a estar en el mundo. Tuve pánico", dice Craig, para quien ese primer extrañamiento todavía persiste. "Saber lo que escribo puesto en papel, en libros, en otra gente, me sigue dando miedo".  

Poeta, cantautor y editor en Mansalva, Francisco Garamona arrancó de chiquito, publicando por primera vez en un boletín mensual que se imprimía en la escuela primaria a la que fue, en San Nicolás de los Arroyos: "A mí me habían mandado a la dirección por no me acuerdo qué problema y para poder zafar de la amonestación, dije que tenía un cuadro de San Martín para donar al colegio. (A ese cuadro lo había visto en una compra y venta que quedaba a la vuelta de mi casa, adonde siempre iba a pasar las tardes ya que era amigo del hijo de la dueña). Entonces arreglamos con la directora el asunto de la donación y también pensamos en la fundación de un Club Sanmartiniano, del que yo sería su Presidente. Y por ese motivo me pidieron que escribiera algo para el boletín. Cosa que hice con ayuda de mi hermana. El poema salió publicado y cuando se presentó el boletín yo hice entrega del cuadro que había cambiado por un manubrio de bicicleta cross que tenía de más. En mi casa me felicitaron y también las maestras y maestros", cuenta. Y aclara: "Tenía 11 años".  

Sonia Budassi publicó libros como Los domingos son para dormir (Entropía) y Apache, en busca de Carlos Tévez (Hemisferio Derecho), y de sus años de infancia en Bahía Blanca cuenta: "Lo que me dio verdadera emoción fue cuando pude pasar a máquina unos poemas que escribí en la primaria; mi hermano Iván me prestaba la máquina de escribir eléctrica de su oficina (a mí me parecía una tecnología tan de avanzada que me daba adrenalina ese roce suave sobre las teclas, al contrario de la dureza física de las máquinas de escribir tradicionales). Y quedaba todo tan limpio, tan prolijito..."

Lo que vino después fue el mundo exterior: "Tuve una mala experiencia: en la secundaria editamos en el marco de un taller literario del colegio Nacional –dirigido por la poeta Elsa Calzetta (y donde compartí aulas con escritores bahienses como Emiliano Vuela) una suerte de librito artesanal: ahí publiqué un cuento. La sensación fue de tal decepción: la publicación reflejaba nuestras nulas destrezas para las manualidades. Sin embargo, alguna vendimos en la feria de la cultura y yo la cambié por una porción de pizza a un chico que tenía un puesto de comida. Más tarde fue mi novio gracias al contacto nacido de esa transacción mercantil y literaria". 

"Dibujaba, ése era mi contacto con el mundo. En cuadernos y hojas sueltas. Donde fuera. Hasta que fui a la primera clase de dibujo, con siete años. Abrumado con las primeras indicaciones del profesor, que me dijo que mis dibujos carecían de perspectiva, medidas y formas, literalmente dejé de dibujar. O para ser más preciso, dejé de inventar. Poco a poco fui adquiriendo habilidad realista en los dibujos mediante copias, pero las ganas de dibujar se me fueron yendo, poco a poco. No sé por qué". Para el poeta Carlos Battilana, como para muchas y muchos, la primera experiencia creativa fue dibujando. Y, como se daba cuenta la dibujante María Luque cuando la entrevistamos, desalentar el dibujo en la infancia es extremadamente simple y efectivo.

El autor de Ramitas (Caleta Olivia) cuenta lo que pasó después. En su caso, el deseo se movió hacia la escritura:

"Fui a esas clases hasta los quince años, semana a semana. Fue mucho tiempo, como una larga inercia, pero en verdad ya no dibujaba más. Me había ganado la escritura, y empecé a narrar historias, a recrear las series y las películas de la tele, y a inventar algunas otras. Durante la dictadura, en el secundario, fui a un taller literario en la localidad de San Miguel. Un taller humilde y fascinante. Durante cada jueves de otoño, de invierno y de primavera yo estaba allí, con mis textos y mi deseo. Tomaba el colectivo 182 a las seis, llegaba a las siete de la tarde, y durante dos horas el taller era un espacio de libertad. Operarios, maestras, empleados bancarios, semana a semana mostraban sus textos (cuentos y poemas), y semana a semana comentaban libros que proponía el coordinador. Yo era inmensamente feliz en ese lugar. Cursaba el cuarto año del secundario, y me sorprendía que pudiera haber un espacio donde se conversara de literatura con extremo entusiasmo. Conocí libros, conocí autores, y también algunos secretos de la escritura que fueron llaves para mí. Allí mostré mis primeros textos, y escuché los comentarios del profesor y de mis compañeros sin temor. Al final del año se organizó una publicación colectiva, y vi publicados un cuento y un poema. Esa fue la primera vez que leí algo mío editado. Me dio alegría. No obstante, un par de años después, cuando la dictadura se extinguía, un amigo arrojó la palabra 'subterránea'. Me dijo de hacer juntos una revista 'subterránea', como si ese espacio al que yo había concurrido, que era una suerte de felicidad y de secreta oportunidad en medio del hielo de la dictadura, pudiera prolongarse en otro lugar. Y allí continué publicando poemas, cuentos, mínimos ensayos, y comprobé que la escritura ya no solo era una forma expresiva, sino sobre todo la forma del oxígeno vital".

 

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