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La novela del año

En un diario estadounidense criticaron Contraluz por ser "un Pynchon a la enésima potencia, más de lo mismo". Sí, dice Belcore: ¿y qué?

Por Guillermo Belcore.

contraluzAfirman en India que cinco misterios guardan el secreto de lo oculto: el acto sexual, el nacimiento de un niño, la voz humana cantando, la presencia de la muerte (o una gran catástrofe) y la contemplación del arte. Hay, en efecto, algo misterioso y conmovedor en la súbita aparición de una de esas novelas sublimes, con las que la Gran Literatura confirma su aptitud para suavizar nuestras arduas rutinas con una pizca de felicidad. Estoy leyendo -absolutamente embrujado- Contraluz de Thomas Pynchon, uno de los pocos escritores a quien juzgo imprescindible. No puedo hablar de otra cosa.

Mil trescientas treinta y siete páginas ocupa la novela. Estoy cerca de la mitad y hasta ahora, el tedio nunca asomó su horrible cara. Todo lo contrario: es desopilante, erudita y profunda. Data de 2006 (recién este invierno, Tusquets la publica en español) y la crítica anglosajona -siempre a un ápice de lo inmisericorde- no la ha tratado bien, aunque emplea argumentos que cualquiera puede desbaratar. "Un Pynchon a la enésima potencia, más de lo mismo", se escribió en un periódico. Sí, ¿y qué? ¿No es eso motivo de regocijo? Un artista de originalísimo estilo exprimió su talento hasta el fondo, para deslumbrarnos con su potencia estética y con una inteligencia afilada y certera como el bisturí.

 

Días pasados, volví a fantasear con la idea de escribir alguna vez la Encyclopaedia Pynchoninna. Es que en cada capítulo de Contraluz hay más conceptos lingüísticos, científicos, históricos, geográficos y sociales que en una docena de esos libritos a la moda, con ciento y pico de páginas, que los fatuos nos juran que son buenos por vanguardistas. A las pruebas me remito. Tomo veinte páginas al azar; debo lidiar con la Sociedad del Dragón Negro, los legendarios mapas de Doménico Sfinciuno, el Campanile de Venecia, la visión profética de San Marcos, Shambhala, los términos de Clifford, el Gran Juego en Asia Central, el paramorfoscopio, y el Doctor Cantor, entre otras maravillas de lo real y de lo imaginario. La literatura de Pynchon tiende al Aleph, a atrapar el universo entero en un punto.

¿Dije paramorfoscopio? Bueno, precisamente eso son los productos de Pynchon. Como los aparatos birrefringentes construidos con espato de Islandia que obsesionan a Contraluz, son textos que revelan la arquitectura del sueño y de lo que pudo haber sido, descubren mundos paralelos, todo lo que escapa a la latitud y longitud ordinarias. El juego es fascinante. ¡Y está tan bien narrado! La parodia es la piedra de toque de una prosa compuesta con el mejor de los gustos. En lo que voy del libro, Pynchon se las ha apañado para mofarse de las novelas de detectives y de aventuras, el folletín decimonónico, Lovecraft, Poe, las historias de vaqueros, el melodrama, el lenguaje pomposamente correcto, el discurso científico, el realismo mágico, y seguramente alguna otra retórica que se me escapa.

Estoy a un paso del final y no he hablado ni una palabra sobre la trama, que transcurre entre fines del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial. Quizás porque los mecanismos narrativos predominan sobre la anécdota. El eje de la novela, no obstante, parecen ser las andanzas de Los Chicos del Azar, una cofradía de aeronautas infantiloides que fatiga el planeta (y lo atraviesa de norte a sur por un agujero que comunica ambos polos) a bordo de un dirigible alimentado con hidrógeno. Personajes memorables surcan los cien afluentes caudalosos: la guerra de clases entre el anarquismo dinamitero y la plutocracia, el Salvaje Oeste, una misión al Ártico que concluye en catástrofe nacional, los afanes de una masonería inglesa, la alocada Nueva York, etc.

En menos de una semana, le dediqué dos ditirambos a Contraluz. Sepa disculparse tanto entusiasmo de quien cree que la mejor crítica literaria es aquella que sabe transmitir una gozosa experiencia de lectura. He tropezado, sin duda alguna, con la Novela del Año, con una obra que es el culmen de una magnífica carrera literaria. Pynchon lo hizo de nuevo.

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