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Novelas radicales: cuando los poetas escriben prosa

Por Vicente Undurraga

Desde Chile, Vicente Undurraga y otra entrega alrededor de las obras de poetas latinoamericanos que en algún momento más bien excepcional de su trayectoria se rebalsaron hacia la prosa narrativa larga y "la magnética respiración de una prosa que junto con contar vuelve a cantar, como en los orígenes". 

Por Vicente Undurraga.

 

 

Hay novelas sin poesía –planicie que tantas veces vuelve cuesta arriba la lectura. Hay novelas sobre poesía y poetas, como Los detectives salvajes de Bolaño o Poeta chileno de Alejandro Zambra. Y novelas contra poetas, como algunas de Marcelo Mellado. También novelas de poetas que escriben regular e indistintamente en ambos géneros, como Cristina Peri Rossi. 

Por un cauce distinto corren ciertas novelas radicales en la palabra, novelas de poetas latinoamericanos que en algún momento más bien excepcional de su trayectoria se rebalsaron hacia la prosa narrativa larga. Poetas que escribieron una o dos novelas de alto voltaje donde el protagonista es el cómo decir, el tono y el aire que entre las palabras circula, se agita, se aquieta y arremolina, la magnética respiración de una prosa que junto con contar vuelve a cantar, como en los orígenes. Fuera del castellano, un caso ejemplar sería Malina, la única novela de la gran poeta Ingeborg Bachmann. 

No hablo de prosas poéticas, sea cual sea el significado de esta categoría, sino de libros donde se narra; se relata, pero ese relato se dilata y se deslata –en el sentido de desarmar una construcción–. Desate y observación del desate. Largas, reflexivas, aunque opacas luminosas, circulares, libidinosas, abismantes, son historias hechas a menudo más de visiones que de imágenes, de acentos más que de asuntos.    

El poeta peruano Martín Adán y La casa de cartón (1928) sería todo un santo y seña en esta tradición. Escrita, como apuntó César Aira, con “una prosa descentrada y plástica, de insólita riqueza”, en su constante e hipnótica extrañeza es una de las novelas esenciales de esta línea latinoamericana que encontrará en el tiempo gloriosos hitos en Jardín, de la cubana Dulce María Loynaz, en Felipe Delgado, del boliviano Jaime Saenz, en El cuerpo de Giulia-no, del peruano Jorge Eduardo Eielson, en Reina Amelia, de la uruguaya Marosa di Giorgio y, cómo no, en Paradiso, del cubano José Lezama Lima. Estas novelas, entre otras, pasan, cada una a su manera pero todas con holgura, la prueba de esta radicalidad, la de llevar narrativamente la palabra a sus límites, traspasándolos y supeditando a ese acontecimiento todo lo demás: episodios, personajes, desarrollos, incluso la legibilidad, como en el caso de la insólita Catatau, del poeta brasileño Paulo Leminski. 

Muchos de los más radicales poetas latinoamericanos, de la poesía no se han movido: Héctor Viel Temperley o Blanca Varela, para poner dos ejemplos de roble. Luego están los poetas que –desde Rubén Darío en adelante– escribieron alguna novela aislada, pero movidos no tanto por un rebalse de su propia poética cuanto por la necesidad de una pausa narrativa: lo que podríamos llamar una voluntad o incluso urgencia de contarse o contar algo. Sería el caso, creo, de Un viaje a Salto, de la poeta uruguaya Circe Maia, publicada en 1987: una breve novela que intercala dos voces para contar la historia de una madre, una hija y la manera en que logran subirse al tren donde el padre, prisionero político, es trasladado de cárcel.   

En las que podríamos llamar, en cambio, novelas radicales en la palabra, la novela parece la continuación de la poesía por otros medios: el lenguaje en ellas es atizado, puesto en ebullición, alumbrado, detonado o a veces derechamente desquiciado, en el sentido literal de salido o a punto de salirse de su quicio, como si en ese andar de prestado en la narrativa dieran los poetas una nota alta e inaudita en cada frase, poniendo especialmente contra las cuerdas a un género en cuya naturaleza está ser puesto contra las cuerdas, llenando de margen a margen las páginas de eso que Terry Eagleton sostiene que podría ser lo propio de la poesía: un balbuceo en su forma suprema. 

Al leer novelas así se encuentra siempre una largueza, incluso si no son extensas –la palabra en ellas tiende a expandirse, no a concentrarse como en un poema– y se impone una intensidad llamativa desde la primera línea, como si cada palabra contuviera tres palabras. Esa intensidad y esa llamatividad marcan estas novelas permitiendo distinguirlas y pensarlas como un aparte, esto es, como una pequeña tradición, vecina del barrio de los novelistas más audaces, como João Guimarães Rosa, Clarice Lispector, Armonía Sommers, Mauricio Wacquez o Juan José Saer, inmensos narradores con soplo de poeta.

En Chile hay algunos casos notables, como Huidobro o Rosamel del Valle, y ni decir esa deslumbrante novela en verso que son las Décimas de Violeta Parra. O dos poetas cuyas obras se encuentran en las antípodas –Enrique Lihn y Raúl Zurita– y que extreman en sus contadas novelas lo que en sus poesías llevan a cabo ya con notoria radicalidad. En el caso de Lihn, una escritura que se vuelca sobre o contra sí misma y se enreda y se permite ese enredo porque cree en él, lo desea, reproduciendo un cierto “reino de la cháchara”, como ha apuntado Roberto Merino, proyectando vastos fraseos donde suspicacia, ternura, risa y pesadez conviven de maneras inesperadas, como podrá comprobar quien se interne en las espesas y a veces inasibles páginas de El arte de la palabra, Batman en Chile o La orquesta de cristal. Zurita, por su parte, en El día más blanco y en Sobre la noche el cielo y al final el mar le da una vuelta y revuelta alucinante a su característico e irrepetible mezclar la historia personal y corporal con la historia humana, universal, geológica y estelar, la violencia con la belleza, fundiendo la existencia de una lágrima con la de las galaxias, la de un amor y unas acciones de arte con la de una revolución truncada a punta de sangre y metralleta. 

Siempre en la lengua, entre los casos más extremos está probablemente Lezama Lima con Paradiso, esa novela más que grande, grandiosa, que se solaza en la demora y en recorrer una y otra vez la línea más larga y sinuosa entre dos puntos, consciente como siempre estuvo su escritura de que lo importante no es llegar, ni siquiera el camino mismo, sino derechamente no llegar, no terminar nunca de llegar y habitar gozosamente en ese trance, en ese exceso, en la adoración del detalle y la dilapidación del tiempo y los recursos. No a todo el mundo cautiva esta forma de habitar; enfática y algo descaradamente, el gran poeta Gerardo Deniz la desdeñó cuando le preguntaron por Lezama: “Leí el primer par de páginas, intragables, de una monstruosidad llamada Paradiso”.

No son por supuesto de exclusiva autoría de poetas-en-visita-narrativa las novelas así, intensas, errantes, extenuantes y liberadoras –liberadoras porque para ser apreciadas no requieren obligadamente la lectura cabal, por cuanto el argumento ocupa un lugar menos relevante que el despliegue de visiones y de una prosa que se exalta y hace de la intuición y la elocuencia de la parte por el todo su centro, su arte mayor–. Novelas, dicho de otro modo, donde el tono y lo vislumbrado pesan tanto o más que lo descrito por la peripecia narrativa. Y que se desplazan del mismo modo en que lo hace el protagonista de la novela de Jaime Saenz, modo de andar anunciado ya en el primer párrafo de la primera página de las setecientas que la integran: “Arrostrando el mal tiempo, con cierta indolencia, tal vez con cierta arrogancia, con lento andar avanzaba Felipe Delgado, lloviendo a torrentes”. Novelas, en fin, torrenciales, que se expanden y a veces incluso se engolosinan, pero a cambio dan dulzura –como la que chorrea (no encuentro otro verbo) desde algunas páginas de Marosa di Giorgio. “Tiempo para perder, siempre habrá tiempo para perder”, decía Ernesto Rodríguez, filósofo y discípulo andante del Tristram Shandy, y podría ser esa la poética que subyace a estas novelas. 

Y si alguien, al leerlas, interpusiese ese reclamo conservador y neoliberal a la vez de que “le sobran páginas”, podría retrucársele con la pregunta que dejó caer Malcolm Lowry en la carta de alegato que escribió ante los rechazos que recibía por los excesos de Bajo el volcán: “Si no ha captado el contenido en una primera lectura, ¿cómo puede decidir qué es lo que alarga innecesariamente la novela, sobre todo cuando sus reacciones pueden variar?”. 

Son distinciones algo antojadizas o de contornos borrosos, fácilmente impugnables, pero sirven para hacer foco en algo que constituye, si no una tradición, sí al menos un rincón hipnótico, una zona o recurrencia maravillosa. Novelas de poetas radicales, en sentido literal, es decir, que hunden hondo sus raíces en la lengua y la proyectan desde esa hondura hacia espacios impensados que en el futuro podrán transitarse y explorarse. 

Fundan futuros, como toda gran poesía. Esto dicho en el sentido en que Ricardo Piglia decía que César Vallejo había escrito “en una lengua privada, una especie de castellano futuro en el que se podrá por fin decir lo que todos hemos tratado inútilmente de decir”. Pero no es que sean novelas de anticipación; más bien lo contrario: son novelas de dilación, morosas, demorosas, extenuantes, donde al modo de una antigua paradoja, la demora llega más lejos que la prisa. 

 

 

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