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Poesía

Rescatan el genio sonoro de Emily Dickinson

Enrique Winter sobre Zumbido

"Emily Dickinson permaneció inédita durante su vida, salvo por doce poemas reproducidos de forma anónima y probablemente sin su autorización", se lee en el arranque de Zumbido, edición bilingüe de los poemas de Dickinson traducidos por tres poetas chilenos contemporáneos: Rodrigo Olavarría, Enrique Winter y Verónica Zondek y publicado por la Universidad de Valparaíso.

Por Enrique Winter.

 

Cuando leemos a los clásicos solemos cometer un error de contexto: los leemos como representativos de su época cuando, por el contrario, son quienes quebraron los moldes de ella. Emily Dickinson permaneció inédita durante su vida, salvo por doce poemas reproducidos de forma anónima y probablemente sin su autorización, siete de los cuales envió al pastor abolicionista T. W.Higginson. Las ediciones póstumas que él publicó en series junto a la escritora Mabel Loomis Todd en 1890, 1891 y 1896 tuvieron escaso efecto. Cincuenta años más tarde aún quedaban la mitad de los poemas de Dickinson por editarse. El ensayista y traductor Eliot Weinberger compila con erudición el ninguneo del que la poesía de Dickinson fue víctima hasta bien entrado el siglo XX: una muestra local como The Flowering of New England de 1936, solo la nombra dos veces, y de paso, en 560 páginas, y a nivel nacional, se le dedica un único párrafo en American Renaissance de 1941, en el cual la acusan de copiar a Emerson sin alcanzar el rango de su crítica. La descartaron D. H. Lawrence en Studies in Classic American Literature de 1923, Ezra Pound en su antología From Confucius to Cummings de 1958 y tantos otros y otras, como Denise Levertov que, ante el seminal entusiasmo de un poeta experimental como Robert Duncan en 1960, le respondió por carta que los guiones de Dickinson le molestaban por su monotonía. A los poetas estadounidenses aún no les interesaba su obra a un siglo de que la escribiera y esa primera publicación que restauró la puntuación original provocó más bostezos que aplausos. Héroes objetivistas como Robert Creeley y Louis Zukofsky, evidentemente influenciados por ella, jamás le dedicaron una línea y se podría compilar un libro de agravios en base a otros poetas sensibles como Kenneth Rexroth, para quien Dickinson escribía como cualquier mujer del siglo XIX, salvo Christina Rossetti y las hermanas Brontë. Los pocos críticos que se refirieron a ella la trataron de ciega intelectualmente, parcialmente sorda y más que nada muda al arte de la poesía, o bien, directamente de colegiala algo idiota.

Habrá sido por miedo a reacciones similares en nuestra lengua, sumados a nuestros propios conservadurismos, que el traslado de su obra al castellano descartó durante el siglo XX quizás el mayor aporte de Emily Dickinson a la poesía universal: la tensión que construye entre la aparente cancioncilla y la densidad de pensamiento, entre lo que oculta y lo que revela. Su poesía fue presentada como la de una mujer romántica y encerrada, loca y dolorosa, blanqueada en un verso claro en castellano que remitía menos al inglés de lo que lo explicaba. Quienes privilegiaron el oído, como la aceptable versión de Silvina Ocampo, lo hicieron alejándose de la literalidad y alargando la frase hacia una musicalidad opuesta a la fragmentación de la autora. El resto de los traductores optó casi siempre por el sentido, posponiendo los efectos formales de su radical propuesta. Las recientes compilaciones rimadas de su poesía se refugian en esa única coincidencia de fonemas para seguir sin atender a sus obstinadas roturas en la comunicación. Quizás por traducirla al fin con sus mayúsculas y guiones arbitrarios, habría que destacar la reciente versión de Nicole D’Amonville Alegría o, por conciliar la belleza del imaginario y del ritmo, la de José Manuel Arango, aunque en ella uno lea más al poeta colombiano que a la estadounidense. Cada una nos recordó la urgencia de traducirla nuevamente, por primera vez en Chile y, más importante, ateniéndonos a la que creemos fue su poética, siguiendo para ello ensayos refrescantes como los de Susan Howe y Helen Vendler que sacan a Dickinson de la especulación sicológica presentándola en su contexto intelectual e histórico, privilegio que, hasta hoy, era asignado casi exclusivamente a los hombres. De más está decir que fueron ellos mismos quienes decidieron los límites gramaticales con los cuales Emily Dickinson rompió.

Cada uno de nosotros seleccionó los treinta poemas y las tres cartas que tradujo, apareciendo con nuestras iniciales en el índice. Recurrimos a gustos personales y recomendaciones de amigos, incluimos los poemas enviados a Higginson y los más populares, pasando por las reinterpretaciones de Susan Howe en My Emily Dickinson o de Terence Davies en la película A Quiet Passion. Nos impresionó cuán distintas eran las Dickinson de cada uno y cuántos poemas reconocíamos una vez que los buscábamos. El carácter fragmentario de los versos se reproducía, así, en las visiones igualmente fragmentarias de su obra. Una vez que contamos con los borradores de cada uno, nos reunimos a revisarlos palabra por palabra con Verónica en su casa de Valdivia, en sesiones de doce horas diarias, y con Rodrigo en un café cercano a la suya de Santiago. Luego continuamos en reuniones tripartitas y binacionales de videoconferencia y correos electrónicos. Desde nuestras respectivas poéticas fuimos puliendo las versiones de los demás hasta que nos parecieron indistinguibles de las propias, sorprendidos con que ninguno porfiara demasiado en su apreciación inicial. Así, nuestras autorías individuales fueron más de inicio que de término. Cuando tuvimos acceso a las versiones finales de la propia Dickinson notamos que sus cambios ocurrieron justo en las zonas en que surgían nuestras dudas. En la traducción respetamos todas las licencias del original, distinguiendo las mayúsculas que ella agregaba según sus necesidades expresivas de aquellas que respondían a normas de la época y del idioma. Así por ejemplo, las quitamos de los meses y comienzos de verso, que no proceden en castellano salvo que empiecen también una oración. Mantuvimos, asimismo, todos los guiones separados por espacios, marca rítmica de la autora, su manera silenciosa y estridente a la vez de entender y detener el tiempo. Tanto le importaban que acertaba a modificarlos entre versiones hasta dar con los efectos buscados. Junto a esta poesía visual que redefine el gris de la página, mantuvimos la porción auditiva: el metro, las rimas y las aliteraciones, en la medida que no forzaran el sentido. Para ello, nos valimos del que nos pareció, luego de muchas discusiones, el mismo procedimiento de Dickinson, que rimaba cuando podía, alterando los patrones sobre la marcha. Dependiendo del poema, elegimos versos con sílabas pares (hexasílabos y octosílabos) o impares (heptasílabos y endecasílabos principalmente) para generar el ritmo, y de rimas asonantes y consonantes para el compás. Hay en Dickinson un cambio de las reglas del juego: allí donde el lector espera la rima, la quita, o bien la hace sentir sin que esté ahí, como en «resplandece» y «goce»; allí donde el lector espera una sílaba, pone dos o ninguna. Nos montamos para esto de los propios acordes que ella propuso, de modo que a veces resultaba más natural la repetición del sonido dentro del verso, gracias a las respiraciones o hemistiquios que generaban sus guiones. En la poesía de Dickinson hay a lo menos dos ritmos operando, el de la línea y el de la frase, que no siempre coinciden, sea por estos quiebres o bien por la suma de encabalgamientos.

Emily Dickinson no titulaba sus poemas, que desde 1955 son individualizados por la numeración cronológica que les asignó Thomas H. Johnson. Desde 1998 R. W. Franklin la corrigió bajo el mismo criterio, pasando sus poemas de 1775 a 1789. Optamos por usar la numeración de Johnson sencillamente porque es la más disponible en cualquier idioma, de modo que el lector pueda recurrir a otras versiones del mismo poema con facilidad. De todas formas, pusimos su equivalencia en el orden de Franklin bajo una F en el índice. Mucho más relevante fue la decisión sobre cuáles versiones traducir y para ello tuvimos la fortuna de contar con los poemas en la forma y en el orden en que la misma autora los guardó, publicados recién en 2016. Emily Dickinson's Poems, As She Preserved Them, de Cristanne Miller, muestra una vez más las diferencias en las que incurrió cada uno de los compiladores previos, diferencias que fuimos corrigiendo en nuestras versiones.

Zumbido es una selección de poemas y cartas dispuestas igualmente de acuerdo a la fecha de composición y por eso leerlo de corrido se siente como acompañar una vida. Permite conocer a una Emily Dickinson anhelante, sobre todo en su poesía temprana que celebra la naturaleza y, en ella, la libertad de la primavera y los pájaros. El tono es aún leve, juguetón e irónico. Cuando las estaciones vuelven hacia el final de su obra, aparecen, por el contrario, desde la pérdida. Construimos el hilo narrativo del júbilo que pasa de un poema a otro sobre el mar para luego entrar a las dudas teológicas y a los rechazos de los pretendientes juveniles, transitando por las veredas del deseo hasta el clásico poema «“La esperanza” es la cosa con plumas», escrito a los 32 años que, mientras concretiza un concepto abstracto, da aire a las concretas imágenes de sus pasiones previas. «¡Y qué si digo no voy a esperar!», declara en el poema sucesivo cerrando un ciclo vitalista. En otro de sus poemas más citados, «¡Soy nadie! ¿Quién eres tú?», cambia de registro hacia uno suspicaz y desconfiado. Primero sondea la fama y la posteridad, consciente de las cotas de lucidez alcanzadas por sus propios poemas, para luego ir contra la experiencia terrena y la divina, para ahondar en los siguientes sobre los discursos establecidos acerca de la felicidad, los sueños y lo eterno, dominados enteramente por la religión. Criada bajo el estricto puritanismo de la época, que protegía a sus feligreses de la violencia inhóspita del nuevo mundo, Dickinson comenzó a rebelarse a través de lecturas que la sacaban de ese localismo restrictivo. Sus cartas abundan en referencias a Shakespeare y a Dickens, que sumaba a su amplio conocimiento de los sermones y la cultura popular de Nueva Inglaterra. Entre las críticas que cuela en sus poemas al sistema social basado en dogmas, solo parece seguir confiando y, por ende, cantando, a la naturaleza.

Emily Dickinson recela entonces, de manera curiosamente actual, de la distinción entre lo alto y lo bajo, reconociendo la bisutería como una etapa anterior y necesaria al trabajo de la perla. Se trata de una poesía metaliteraria, en la cual se refiere al acto mismo de escribir. Esta es una de sus obsesiones y cuando, antes, parecía hablar de los Alpes o, después, de árboles ordenados o del polvo de la memoria, muy probablemente se refiere al proceso creativo y sus efectos. Esta etapa de mayor rareza es menos visible en las traducciones de las que disponíamos. Dickinson altera la existencia aparente de las cosas y construye el artificio del poema contemporáneo. Declara en una de sus cartas a T. W.Higginson aquí incluidas que «La Naturaleza es una Casa Embrujada — pero el Arte — una Casa que intenta ser Embrujada». Su poesía abandona cierta transparencia inicial en la cual representaba la realidad como los escritores, hombres o mujeres, del periodo, para favorecer una nueva realidad en el titubeo. Una que va acumulando materiales en tensión, como sucede con las frases subordinadas en la prosa o las divagaciones en el habla. Las frases no se siguen unas a otras, generando polisemias que traducciones previas impedían disfrutar. Y, sin embargo, esta comunicación trunca es la que da sentido al diálogo: «Una palabra está muerta, cuando se la pronuncia, dicen algunos —/ Yo digo que a vivir recién empieza/ ese día». Esta es una de las muchas conclusiones que sus poemas finales presentan en relación a la búsqueda de los miles escritos con anterioridad. La autora insiste en el punto en los dos poemas siguientes, que pueden leerse como odas a los libros.

La muerte es un tema que aparece de manera relativamente tardía en su poesía y en Zumbido lo hace a través del placer del asesinato. «No dejaremos caer el Puñal —/ porque Amamos la Herida» dice para señalarnos que el mismo puñal nos recuerda que morimos. Y ese recuerdo nunca más se irá de sus versos, como lo escribe más adelante en un relato conmovedor entre quien murió por la belleza y quien murió por la verdad: «“Ambas son una —/ Hermanos somos, en suma”, dijo Él —». Las inquietudes místicas de esta época, que extiende al análisis sobre la permanencia de las obras de arte, coinciden con su famosa decisión de quedarse en casa, en «El viejo hábito de la Mortalidad —/ solo encerrándose con llave — para Morir», dando paso al arquetipo romántico desde el cual se la ha leído. Aunque aquí ampliemos las posibles lecturas del entramado de su obra, es indiscutible el carácter lúgubre que domina sus poemas posteriores, en los cuales la muerte se simboliza primero en tigres y tumbas para luego establecerse en los cadáveres de seres queridos y desconocidos. Para Dickinson, la muerte es masculina y así decidimos traducirla. Otro de sus poemas legendarios, «Porque no pude detenerme ante Muerte —/ Él por mí se detuvo con agrado —» lo consagra como un personaje, una presencia permanente en poemas posteriores, abusando de la Pasión femenina. Al igual que los poemas metaliterarios, los mortuorios sufren un giro hacia el final de Zumbido, pues la autora opta por sujetarse a la vida, con alivio, o cómplice con el recuerdo de sus propios muertos, pero desde este lado. El efecto coral de su obra completa respecto de cada uno de los temas, describiendo una campana de intensidad complementada por cartas como la que dirige a John L. Graves, es de una consistencia feroz. Adelantándose un siglo a la opacidad con que John Ashbery rodeaba sus poemas para que pudiera verse la luz o un siglo y medio a la canción «Anthem» de Leonard Cohen que lo explicita, Dickinson observa que «Una Fisura en la Tumba/ hace de esa feroz Pieza/ un Hogar —». Es en la imperfección donde cree que la salvación, si pudiera crearse alguna, ha de buscarse.

El canto inicial a la naturaleza se concentra, en su madurez, en reconocerle el misterio en los poemas centrales de Zumbido, para dar paso luego a la aceptación temblorosa y sucesiva de los espíritus, del alma, del presentimiento y la brujería, para los cuales la experiencia sensorial no es suficiente. Su búsqueda algo desesperada de verdades mezcla poderosamente la intuición poética con la observación de campo y diversas ramas de la filosofía, la geología y la biología, por nombrar algunas. Las notas y cartas que de ella se han conservado revelan su conciencia en la selección de los materiales. Cómo no recordar «El oído» de Juan Luis Martínez, con «Para otros Servicios — como el Sonido —/ cuelga una Oreja más pequeña/ afuera del Castillo — que Contiene —/ la otra — y única — Escucha —». Dickinson propone que solo puede oírse a través del espíritu, sentando las bases para las dificultades que tiene el arte en su afán de representar el mundo. Si los mismos sentidos nos engañan, es imposible recomponer la realidad que percibimos a través de ellos. En un poema refiere a esta complicación en el teatro shakesperiano y nosotros podemos extenderla a toda la poesía innovadora que le sigue, ahora que tenemos la oportunidad de leerla desde otro lugar, a través de capas de comprensión, como las que el estudio lingüístico y los procesos sociales han ido ensanchando en Chile respecto de las visiones previamente restrictivas de la Gabriela Mistral de «Piececitos» o la Violeta Parra de «Gracias a la vida».

El amor reaparece luego con un zorzal o con ropa que vuelve a estar de moda luego de guardarla en un cajón, jurando que se la podía olvidar. Reaparece como antídoto a lo ilusorio de las demás experiencias y como liberación del miedo y del puritanismo. Se trata de poemas epigramáticos, entre otros sobre el dolor y el tiempo. Formas sencillas que Dickinson va comprimiendo hacia el final de su obra, guardándose los placeres sensoriales del licor y de la carnalidad. Pero el mismo pájaro en vuelo le da la visión del horror solitario en otro poema que antecede a aquel en el cual «el amor es lo único que hay», casi la conclusión de Zumbido si no fuera por la persistencia de la angustia en el poema final.

Las cartas que hemos seleccionado fueron enviadas a la escritora y mejor amiga Emily Ellsworth (Fowler) Ford, a la escritora y cuñada Susan Huntington (Gilbert) Dickinson, al reverendo y amigo John L. Graves, al citado mentor T. W. Higginson y al dueño del Springfield Republican donde publicó sus poemas, su amigo Samuel Bowles. Esta sección cumple al menos una doble función de percepción de su obra, por reconocimiento de su entorno íntimo y, lo que nos interesa más, por la autoconciencia que demuestra de su poética y referentes. No hay pruebas de que haya enviado las cartas al destinatario desconocido que trata de Maestro, de las cuales incorporamos una aquí. Las consideramos piezas literarias con personajes que resignifican su propio monólogo. Las cartas la muestran apasionada, cobrando sentimientos a cada uno de sus interlocutores para que la visiten. Esto confirma la deliberada contención de su poesía que, por el contrario, controla sus materiales emotivos, apelando al efecto demoledor de lo no dicho. Su estética se contrapone en esto a la abundancia de Walt Whitman por la cual podría haber optado si se analizan sus cartas. En ellas uno reconoce los mismos temas de su poesía, expuestos en un tono sumamente distinto. La eventual trasposición erótica del deseo incumplido de pareja a Susan Gilbert o de dominación al Maestro son algunos de los atractivos a ahondar igualmente en esta correspondencia. En inglés no se distingue entre usted y tú más que por el contexto, y en él, junto con las normas sociales de la época, nos hemos basado para la traducción.

El título que hemos elegido, por último, da cuenta de la particular propuesta musical de Dickinson. Un ruido que es molesto para quien no se adentra en él e hipnótico, hasta gozoso, para quien sí lo haga. Abejas y abejorros abundan en estas páginas, dándole cuerpo a la primavera, a una amiga, a la persecución del cielo y de la eternidad, a la naturaleza, al deseo, al predador, al rumor, a la lucha contra las distinciones sociales, a la entendida en licores, a la pradera, a la fama y a la virilidad, respectivamente. Imaginamos que veía en estos insectos, abreviada, su poética que revolotea, punza y se va para volver. La propone, entre otros, en el penúltimo poema a un muchacho de Atenas, pero que bien puede ser al lector: «sé fiel a ti mismo y al Misterio —/ Lo demás es perjurio —».

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