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Ficcion

Una dama devota e indigna

Dorothy L. Sayers

Continuando con la serie de lecturas de policiales, Quintin se mete ahora con la escritora inglesa Dorothy L. Sayers, nacida en Oxford en 1893. Un repaso recomendado por todos sus libros. "No conozco otro novelista policial que hiciera de su obra una autobiografía apenas disimulada", dice.

Por Quintín.

Dorothy L. Sayers nació en 1893, tres años después que Agatha Christie. Vivió veinte años menos y publicó once novelas contra las sesenta y seis de su amiga y rival. Sayers tuvo su cuarto de hora, pero hoy se la lee menos que a Christie, aunque tampoco sé cuánto se lee a Christie. Pero tampoco creo que se lea mucho a Dickens.

Las tramas de Sayers no eran demasiado ingeniosas, cometía errores y, a veces, se ponía a discutir temas profundos. Feminista y anglicana muy activa en la iglesia (raro un escritor anglicano al que se recuerde: C.S. Lewis, Bram Stoker, pocos más), se tomaba ambas cosas en serio. También la literatura, además de la teología y los estudios medievales. Aunque las policiales le dieron fama y la alimentaron, la obra que más le interesaba entre las suyas era una erudita e inconclusa traducción de La divina comedia.

Pero frente a las novelas-crucigrama de Christie, a sus personajes cuadrados y esquemáticos, las criaturas de Sayers tenían gracia y vida. Y esa vida era la de la autora. No conozco otro novelista policial que hiciera de su obra una autobiografía apenas disimulada. Tal vez por eso, y porque era capaz de introducir placer y ternura en el género, a Sayers se la lee como a Chandler, con menos interés en saber el cómo y el por qué de los crímenes que el de acompañar a su detective.

La fotos de Sayers revelan una mujer intensa. Leyéndola, uno le supone avidez por la comida, el sexo, la literatura y el cielo. Hija única de un párroco, Sayers estudió en Oxford y se graduó con honores en 1912 cuando las mujeres todavía no podían acceder a títulos universitarios plenos, cosa que hizo cuando las reglas lo permitieron. De joven trabajó en publicidad y en 1922, se fue a vivir sin casarse con el escritor John Cournos. Fue un escándalo entre sus familiares y conocidos. Para esa época comenzó la serie de policiales protagonizadas por Lord Peter Wimsey, aristócrata y millonario que resuelve crímenes como otra de sus diversiones entre las que figuran la colección de primeras ediciones, la música, el vino y las mujeres. Wimsey es brillante, refinado, nervioso, activo, encantador. Tiene algo de Holmes pero no vive con Watson sino con Bunter, el perfecto mayordomo, especialista en corbatas y en revelar huellas dactilares, inspirado parcialmente en el Jeevis de P.G. Woodehouse. Pero en la primera novela, El cadáver con lentes (1923), Wimsey está todavía indefinido. En la segunda, Clouds of Witness (1926), Wimsey debe liberar a su hermano, el duque de Denver, de una acusación de asesinato. Allí empieza a quedar claro que Wimsey no es el típico aristócrata (ese papel le toca al imbécil del duque) y que su personaje no sirve al culto de las clases altas, sino de excusa para un propósito mucho más noble: sugerirle al lector que también se merece una vida despreocupada, consagrada a los placeres materiales pero también a realizar actos justos y a resolver problemas intelectuales. Esa actitud de Wimsey apunta al corazón de la novela de género: el lector es invitado a soñar que tiene una compañía entrañable y participa de una vida emocionante.

En la tercera novela, ¿Muerte natural?, aparece un personaje importante de la serie: Miss Alexandra Climpson. Esta solterona simpática auxilia a Lord Wimsey con extraordinaria astucia y profesionalismo. Miss Climpson sirve para que Wimsey exhiba una nueva faceta de su carácter: el interés y la consideración por las mujeres, la conciencia de que no ocupan el lugar que se merecen en la sociedad, de que los hombres las desprecian y las maltratan. Pero Wimsey las trata como reinas y tiene su capacidad en cuenta. En un momento, creará una empresa de investigaciones cuya fachada es ofrecer dactilógrafas y secretarias que, en realidad, son agentes secretos de sus pesquisas. En la cuarta novela, El misterio del Bellona Club (1928), la relación de Wimsey con las mujeres se desarrolla un poco más. Ann Dorland, sospechosa de un crimen, despechada por un hombre, sufre horriblemente por amor. Wimsey no solo demuestra la inocencia de Dorland, sino que la ve más atractiva que los mediocres personajes de su entorno.

A todo esto, la vida de Sayers se había complicado bastante. Un día descubrió que Cournos, su amante, le había propuesto vivir fuera de la respetabilidad no porque creyera en una vida al margen de las convenciones sino para poner a prueba su lealtad, para que le demostrara hasta dónde era capaz de llegar por él. Sayers abandonó entonces a Cournos y tuvo una serie de relaciones, entre ellas con un tal Bill White, vendedor de autos usados. Copio la Wikipedia: "Después de una relación breve, intensa y fundamentalmente sexual, ella descubrió que, a pesar de los anticonceptivos empleados, estaba embarazada. White reaccionó violentamente cuando lo supo." Sayers tuvo el hijo sin White a la vista, pero hasta el final de su vida figuró oficialmente como su sobrino.

Todo estaba listo para el extraordinario paso siguiente. En la quinta novela de Wimsey, Veneno mortal (1930), Sayers se introduce a sí misma en la ficción bajo el nombre de Harriet Vane, una autora de novelas policiales educada en Oxford, que está acusada de asesinar a su amante, Philip Boyes, un escritor que, como Cournos a Sayers, la hacía pasar por el concubinato sólo para probar hasta dónde llegaba su sumisión. Entonces, Boyes muere asesinado y Vane es acusada del crimen. Simbólicamente, aunque Vane no haya matado a Sayers, Sayers lo liquida a Cournos. Lord Wimsey interviene con su habitual eficiencia para salvar a Vane del cadalso. Pero además se enamora perdidamente de ella el día en que la visita por primera vez en la cárcel. Después de construir su príncipe azul, brillante, rico, hermoso, sensible y lleno de sentido del humor, Sayers se mete en la ficción (como Mia Farrow en La rosa púrpura del Cairo) y lo hace caer rendido a sus pies. Un truco digno de las hermanas Brontë.

Todo se mezcla en las novelas de Sayers. En su prosa chocan y conviven la atracción sexual con la fe religiosa, la disciplina intelectual con la sensualidad de la vida, el feminismo con la diversión. Es como si su obra de Sayers estuviera construida contra la culpa que obligatoriamente debería sentir como cristiana, como madre soltera y de incógnito. Contra esa culpa actúan su caballero andante, sus elevados principios intelectuales y sus convicciones religiosas, su defensa de las mujeres, pero también el deseo de pasarla bien que transmite Wimsey. Esa prosa contradictoria y vital, sacudida por corrientes subterráneas sobre las que la trama policial funciona como un decorado, es el raro logro de Sayers como autora.

Veneno mortal es el momento culminante y feliz de la autobiografía que fusiona intelectual y sentimentalmente a Sayers en un abrazo con su detective. Eventualmente, Harriet se casará con Peter tras decirle que no varias veces (Harriet, como Dorothy, tenía sus vueltas), pero ese momento del deslumbramiento en un tranquilo período de entreguerras, dará paso a otros más angustiados. Para la época de Los secretos de Oxford (1936), la sombra de Hitler ya planea sobre Europa. El libro empieza con una celebración en el viejo College de Harriet Vane, una reunión de ex condiscípulas en la que ella es la atracción porque ha obtenido fama y fortuna mientras que las demás arrastran frustraciones intelectuales y matrimonios desgraciados. Es una especie de venganza contra quienes le dieron la espalda a partir del episodio Boyes. A Vane le ha ido bien en la vida y a Sayers también. Algunos críticos saludan en Los secretos de Oxford una ambición y una altura literaria ausentes en las primeras novelas. Por mi parte, prefiero la primera etapa, la prosa inestable, la temerosa y paulatina construcción del carácter de Lord Wimsey, el impulso de Sayers por hacerse justicia a través de su personaje cuando no tenía todo claro y el futuro de su vida y su obra era incierto. No sé si la madurez le hace bien a los escritores.

 

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